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Philippe Cavalier

La Dama de la Toscana

El siglo de las Quimeras – 04

Título: La Dama de la Toscana

© 2009, Philippe Cavalier

Título originaclass="underline" La Dame de Toscane

Traducción de Jesús de Cos Pinto

O donna in cui la mia speranza vige,

E che soffristi per la mia salute

In inferno lasciar le tue vestige…

Oh, señora, en quien reside mi esperanza,

tú, que por hacer mi bien sufrir quisiste

en el oscuro infierno dejar tu traza…

Dante

Paradis, XXXI

Prólogo

– ¡Aún está a tiempo de renunciar a esta locura, Messing! No sea estúpido. Yo encontraré un modo honorable de anunciar su defección en las altas esferas. Seguramente no evitará algunas sanciones, pero si se obstina en lo contrario, su impostura saldrá a la luz del día y no podré hacer nada por usted. «Nadie» podrá hacer nada por usted. Acabará en un campo en Siberia, o algo peor…

Sentada en el asiento trasero del gran Exótica modelo 1937 recién salido de las gigantescas factorías de Gorki, la comandante del Ejército Rojo Grusha Alantova no comprendía cómo el extranjero sentado a su lado era capaz de mantener la calma pese a la extrema gravedad del momento. Impasible, distendido, casi sonriente, el hombre no parecía medir la naturaleza de los peligros que le amenazaban.

Wolf Messing hundió con indiferencia su fina mano en el bolsillo interior de su traje barato a cuadros y sacó un paquete de cigarrillos Belomorkanal, encendió uno con un fósforo y se tomó el tiempo de aspirar y exhalar dos largas bocanadas antes de abrir los labios para hablar.

– Usted nunca ha creído en mí, ¿verdad, camarada comandante? Desde el principio me ha tomado por un fabulador mediocre. Un mitómano, un vulgar titiritero de feria, que sólo sirve para manipular a las almas candidas… ¿es ésa su opinión?

Alantova agachó la cabeza y cerró los párpados un instante para protegerse de la dura mirada de Wolf. Dos lanzas negras y ardientes, dos agujas oscuras, extraordinariamente vivas y penetrantes, así eran los ojos del hombre. Aquélla era su única peculiaridad, el único aspecto notable en su figura banal, desprovista de encanto, de pequeño judío alemán de treinta y cinco años, de calvicie pronunciada, estómago prominente y dientes amarillos.

– Stalin en persona me ha desafiado, comandante, bien lo sabe usted -continuó Messing con un fuerte acento alemán-. Y usted ha sido designada para garantizar el feliz desarrollo de la operación. Una precaución, una simple precaución… No se extralimite en su papel con esta patética sugerencia de escapatoria en el último minuto. Procedente de un militar de su rango, estimo su compasión tan fuera de lugar como humillante. ¡Yo sé lo que hago! Siempre he tenido pleno dominio de mi vida, todo previsto, cada detalle. Nada se me ha escapado nunca. El único servicio que voy a pedirle ahora es que me dé algo para escribir. ¿Puede hacer eso por mí, camarada?

Resignada, convencida definitivamente de que ningún argumento haría recapacitar a Messing, Alantova arrancó con suma minuciosidad una página de color azul de su dietario personal y puso la hoja y una estilográfica en la palma que el alemán le tendía como si fuera una bandeja.

– Baje la mampara, ¿quiere? -dijo Messing señalando la espesa hoja deslizante que permitía a los pasajeros aislarse de la ordenanza sentada al volante.

Alantova obedeció y Wolf dedicó medio minuto a trazar una corta serie de líneas en el papel. Cuando terminó, le mostró el texto a la oficial para su aprobación.

– No entiendo nada -reconoció Alantova, incapaz de descifrar las palabras escritas por Messing-. Ni siquiera reconozco el alfabeto que utiliza. No es cirílico, y menos aún latino. ¿Qué es?

Wolf Lessing abrió la ventanilla y se deshizo del cigarrillo con un gesto negligente.

– No es nada, comandante. Literalmente, nada. Usted no puede leer este galimatías. Nadie puede comprenderlo. Yo tampoco. Acabo de inventarme esos signos. No tienen un significado particular, salvo para los espíritus a los que voy a parasitar. Estos simulacros de palabras son tan sólo un soporte para un número de hipnosis que voy a realizar. ¡Pero basta de charla inútil! Una demostración valdrá más que todas las teorías. Le he garantizado a Stalin que hoy iba a robar cien mil rublos en el banco del Estado moscovita que usted designe, sin ayuda de nadie y sin recurrir a las armas. Es la prueba que está esperando para tomarse al fin en serio mis poderes espirituales. Quédese aquí, comandante, volveré dentro de diez minutos.

Messing dobló cuidadosamente el trozo de papel y lo metió en su portafolio antes de descender del Exótica. En la acera, se alisó el pantalón, cerró los botones de su chaqueta y, con las manos hundidas con arrogancia en los bolsillos, atravesó la avenida para penetrar bajo el porche de un elegante inmueble con la fachada adornada de pilastras, de arquitrabes moldeados y de giros y volutas de hierro forjado.

En el coche, pese a la insoportable canícula del mes de agosto en Moscú, Grusha Alantova temblaba. El cuerpo le dolía, bañado en sudor frío, y sus pulmones parecían paralizados, incapaces de aspirar el aire que se esforzaba en inhalar a grandes bocanadas por su boca desmesuradamente abierta. No había podido pegar ojo desde que, dos días antes, Wolf Messing, pretendido vidente e hipnotizador, le había sido confiado mediante una orden que llevaba la doble firma de Stalin y del presidente de la Academia de las Ciencias, Sobolev. Lo que la inquietaba no era tanto la extrañeza de esa misión con el alemán. Desde su promoción al grado de comandante, tres años atrás, no había dejado de trabajar en los casos más extraños del NKVD, el todopoderoso Ministerio soviético del Interior. Su formación de físico y, sobre todo, la aplicación, la meticulosidad, el sentido de lo secreto y la brillante inteligencia, cualidades todas ellas de las que había dado muestra desde su entrada en funciones, habían llamado muy pronto la atención del director, Nikolái Yezhov. Este, pragmático antes que político y más realista que bolchevique, la había elegido a ella, antes que a otros de mayor rango o con más experiencia, para que asumiera los asuntos inclasificables, fuera de lo normal, que pudieran amenazar la seguridad del Estado.

Desde entonces había sido testigo de sucesos que sobrepasaban todo lo que pudieran contener las obras de imaginación más extravagantes. En Tashkent había visto iconos que lloraban sangre. En Vladivostok había escuchado a una babushka inculta que de pronto había recibido el don de la glosalalia y profetizaba en treinta y cuatro lenguas, entre ellas el wolof, el euskera, el hidatsa y el arameo. En Leningrado había visto a un niño desplazar objetos sin tocarlos. En una región desértica de los Urales había corrido durante días por pistas impracticables para los vehículos a motor, con el fin de recoger los fragmentos de un objeto de origen desconocido que se había pulverizado contra la vertiente de una elevada montaña, ante la sorprendida mirada de un puñado de pastores nómadas. A pesar de su carácter excepcional, ninguno de estos fenómenos habían llegado a inquietar de verdad a la comandante Alantova. Su espíritu equilibrado, racional, poco dado a las variaciones emotivas que corrompen con tanta facilidad el juicio del común de los mortales, la había preservado de toda deriva. Pero el encuentro con Wolf Messing lo había cambiado todo de repente. Aunque no se atrevía a reconocerlo, el instinto le decía que el alemán iba a trastornar profundamente su vida. Y este cambio, aún indefinido, le daba miedo.

Alantova abrió la portezuela y bajó del coche. El sol de mediodía la deslumbró. Caminó unos metros hasta el resguardo de unos tilos que bordeaban la avenida. Un autobús de dos pisos, casi vacío, pasó por delante de ella; después, vio a unos carboneros con el torso desnudo subidos a un carro tirado por dos mulos de costados prominentes. Sólo dos automóviles particulares circularon mientras esperaba. Desde hacía unos meses, la ciudad entera vivía un estado de parálisis debido a la ola de arrestos decretados por Stalin para purgar los residuos de oposición a su poder. Encerradas a cal y canto en sus casas, en espera de que amainara la tormenta, las gentes apenas salían para ir al trabajo, a paso rápido, las espaldas encorvadas; después volvían a sus viviendas en los barrios de Arbat o de Kaliniski y se encerraban con triple vuelta de llave hasta el día siguiente. Alantova no se sentía amenazada, porque gravitaba en el entorno de Nikolái Yezhov. Su fidelidad a Stalin era indiscutible, había dado pruebas de ella en infinidad de ocasiones.