Выбрать главу

Envuelto en cobertores para combatir la humedad que le helaba y que atormentaba sus articulaciones, Ruben Hezner apenas levantó la mirada hacia Gärensen cuando éste le tendió sin una palabra las vituallas que había comprado para él. Con gesto cansino, desenvolvió la bolsa de papel para masticar sin apetito las legumbres aún calientes que contenía. Sus brazos no estaban atados, pero una cadena sujetaba sus tobillos al suelo recubierto de piedras redondas. Flaco como un corredor de fondo, Hezner era resistente, pero no gozaba de una buena musculatura, motivo por el cual pronto había desistido de intentar tirar de sus cadenas para arrancarlas. A merced de Thörun, ignoraba la suerte que el noruego le destinaba. Hacía varias semanas que estaba prisionero, y no había vuelto a ver la luz del día desde que Gärensen lo había conducido a ese lugar una noche de granizo. La dignidad natural de Hezner era su mejor aliada en esta prueba. Ignoraba qué suerte le estaba reservada. Más aún, no sabía si Thörun albergaba algún proyecto concreto con respecto a él. Pero conocía bien a su carcelero por haberlo frecuentado durante largos años en Berlín: Thörun era un ser impulsivo, nacido bajo el doble signo de la inconstancia y el oportunismo. Hezner lo sabía, y contaba con ello para su propio beneficio. Algunas semanas antes, bajo los efectos del pentotal, había revelado al nórdico y a su secuaz inglés todo lo que sabía de la pareja Galjero. Esta información, que procedía de las confidencias del propio Dalibor, constituía un secreto tan turbador, tan peligroso, que jamás se lo había revelado a nadie y había preferido no utilizarlo nunca. Al ver que Thörun se disponía a abandonar su celda, Hezner se aclaró la voz, enronquecida a fuerza de mutismo.

– Tengo una proposición que hacerle, Gärensen. Sería bueno para ambos que al menos aceptara escucharla.

Thörun dirigió una mirada de desprecio al hombre atado a sus pies. Tuvo la tentación de cerrar la puerta del calabozo sin contestarle. La soledad, la oscuridad, el frío y la mugre: a los ojos de Thörun, eso era lo que Hezner se merecía. Era su pequeña venganza por aquel día de otoño en Buenos Aires, cuando Ruben lo había obligado a ejecutar a sangre fría a su amigo Sacha Hornung.

– No cometa el error de tratarme a su capricho porque estoy encadenado -espetó Hezner-. Le guste o no, aún soy una pieza en el tablero.

– ¡Un peón! Sólo un peón -escupió Thörun con maldad-. Y me parece que muy aislado en el campo de batalla. Y bien, ¿qué es lo que quiere?

– Mi vista no se ha estropeado en la negrura de esta cueva, Gärensen. Al contrario, creo que se ha aguzado.

Thörun suspiró para expresar su impaciencia. En aquel instante se sentía menos dispuesto que nunca a soportar las introducciones alambicadas a las que Hezner le tenía acostumbrado.

– Le veo cada día un poco más pálido -continuó éste-. Cada día un poco más inseguro… El veneno fluye por sus venas, ¿verdad? Lo que, en contra de mi voluntad, les conté de los Galjero le está corroyendo, le pudre el alma. Traza usted planes… y rehúye el sueño, porque sus sueños le asustan. Por eso se queda despierto todas las noches. ¡Oh, no se sorprenda! Incluso desde este calabozo le oigo. Sus pasos resuenan en la cueva. Su cólera y sus dudas impregnan estos muros, Gärensen. Cuando apoyo la frente en estas piedras recojo amargura.

Thörun sintió que los latidos de su corazón se aceleraban. Las piernas se le aflojaron de repente. Hezner había puesto el dedo en la llaga. El corpulento noruego se apoyó en el muro; sintió que la frente le ardía de pronto y se la enjugó con el dorso de una manga.

Como un torero que siente que el animal se debilita bajo las banderillas, Hezner redobló el ataque.

– Puedo ayudarle a deshacerse de sus temores. Sobre todo, puedo ayudarle a encontrar un nuevo sentido a su vida… ¡déjeme ayudarle!

– ¿Un sentido a mi vida? ¿Cómo se atreve? -exclamó Thörun, escandalizado por las pretensiones del prisionero-. ¿Qué sabe usted del sentido que yo doy a mi existencia, Hezner?

Un rictus desfiguró el rostro del antiguo estudiante de química de Odessa.

– Está rodeado por todas partes, Gärensen. Los hombres a los que mató en el puente de Galata, la noche en que Dalibor Galjero se marchó con los rusos por su propia voluntad, no eran mis únicos compañeros. Los otros, a los que dejé en Argentina, en Perú y en México para que siguieran la pista de sus antiguos amigos nazis, siguen vinculados conmigo. Sabían adonde iba. Tenían instrucciones de buscarme si yo no volvía. Seguramente algunos de ellos ya están en Estambul y me buscan. Son finos sabuesos, Gärensen. Bien armados, decididos. Averiguarán lo que ocurrió en la pasarela del Cuerno de Oro. Interrogarán a los testigos y tarde o temprano le encontrarán… Sobre todo aquí, ya que ha tenido usted la estúpida idea de instalarse en el palacio que ocuparon los Galjero. ¿Por qué, Gärensen? ¿Por qué eligió este lugar? ¡Conteste! ¡Conteste!

Thörun tenía la boca seca. Apretó los puños hasta que se le blanquearon las falanges.

– Aunque se marchara ahora mismo de Turquía, ellos le encontrarían. Nunca renunciarán a perseguirle para eliminarle. A sus ojos, usted no es más que un perro. Además, Gärensen, ¿adonde podría ir? Usted pertenece al bando de los vencidos. Nadie lo quiere en ninguna parte. Es un hombre de un mundo caduco, una brizna de paja barrida por la historia. No pertenece a nada ni a nadie, y usted lo sabe. Es precisamente este pensamiento el que lo destruye y lo convierte en presa de un deseo demasiado fácil…

Thörun echó la nuca hacia atrás y se obligó a hacer una inspiración profunda. Con unas cuantas palabras, Hezner le había tocado el corazón.

– ¿Qué me propone? -preguntó en un bufido.

– Su capacidad es grande, Gärensen, y también su saber. Pero no se le puede abandonar a sí mismo. Su inteligencia debe servir a un gran proyecto. Yo puedo emplearle en una obra así…

Haciendo resonar sus cadenas como un fantasma, Hezner se levantó y dejó caer al suelo sus mantas manchadas. Su silueta era tan delgada como la de un adolescente.

– En Palestina está a punto de nacer un Estado, Gärensen. Un Estado frágil, de futuro incierto. Usted podría ayudarle a afrontar las tempestades que tendrá que atravesar… Usted podría hacerse una vida a su medida, volver a empezar. Tengo el poder de borrar las manchas de su pasado. Puedo absolverle, Gärensen. Libéreme. ¡Trabajaremos juntos para construir Israel! ¡Usted y yo, como antes!

La inconsecuencia de esta proposición provocó una risa ahogada de Thörun.

– ¡No sea grotesco, Hezner! Su tentativa es patética. ¿Yo, vivir yo en medio de los judíos? ¿Cómo puede imaginarse ni por un segundo que eso sea posible?

– Nosotros, los sionistas, somos gente pragmática. Los norteamericanos y los rusos reclutan sin atisbo de mala conciencia a ingenieros y científicos que dieron grandes éxitos a la Alemania nazi. ¿Por qué no íbamos a hacer como ellos?