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Desde el momento en que supo que iba a ser madre, Blanche se negó a dejarse tocar y no toleró más mi comercio con su hermana. Su carácter se agrió, y yo ya no encontraba ninguna satisfacción en su compañía. Los propios paisajes de Florida me sumieron en un estado de melancolía y me desinteresé de los trabajos de la plantación. Sentía deseos de nuevos horizontes, de otras caras y otras aventuras… Hubiera podido marcharme, desaparecer para no volver jamás, pero no podía hacerlo sin antes borrar para siempre los rastros de mis amores con Blanche. Germinó en mi interior una idea de destrucción y de desgracia que no intentaba sofocar, porque encontraba en ella un turbio placer. De nuevo me interné a solas en el corazón de las marismas y acudí a pactar en secreto con mis antiguos enemigos seminolas. Me acerqué a ellos sin temor, pues me tenían por el demonio, y no se atrevieron a intentar nada contra mí cuando penetré en su territorio. Le anuncié al jefe de un clan mi partida la siguiente luna llena y le entregué las llaves de las celdas donde mis negros eran encerrados al término de sus jornadas de trabajo.

– Libéralos -le dije-. Destruye la plantación si quieres, mata a los capataces y a todos los que allí viven. ¡Véngate! Yo no estaré aquí para oponerme al saqueo.

Este viraje, incomprensible a sus ojos, me confirió ante los salvajes un prestigio sin igual. Obedeciendo mis deseos como si fueran órdenes, quemaron mi propiedad la misma noche de mi huida. Me enteré de la noticia en un vapor que descendía por el Mississippi: la información ocupaba la primera página de los diarios. Aunque no se había podido encontrar mi cadáver, largos artículos lamentaban mi muerte y relataban con horror la de Blanche. Ningún europeo había sobrevivido a la furia destructora de los negros y los indios. Habían encontrado el cuerpo de mi mujer clavado en un tronco de árbol en el linde del manglar, con las piernas y el busto roídos por los buitres. El fruto de su vientre había sido devorado por las bestias. Imaginé con deleite su fin y el martirio que sin duda habría sufrido antes de morir. El asesinato de Blanche me exaltó como lo había hecho la masacre de las muchachas de mi harén de Estambul.

Quise conocer otros instantes que pudieran destilar ese sabor único, incomparable, que sólo se degusta después de cometer las fechorías más abyectas. Me busqué un nuevo nombre y me instalé en Nueva Orleans, donde pronto prosperé como negrero. El oficio me gustaba y me desenvolvía bastante bien. Gracias al saber adquirido junto a Nuwas, en la biblioteca del Arsenal y en las de Venecia, fabriqué fetiches para proteger mi capital frente a las enfermedades y las epidemias. Fleté varias goletas para comerciar con África y las Antillas, y mis barcos fueron pronto conocidos por ser los más seguros y los más afortunados de todos los Estados del Sur. Jamás un negro se moría de fiebre o de disentería en mis bodegas, y mis negras daban a luz más a menudo de lo normal, de modo que a la llegada la mercancía era siempre más numerosa que a la partida.

El azar quiso que un día un miembro de la familia de Sauves se cruzara conmigo en el Vieux Carré. Incrédulo al principio, el fulano gritó que me conocía, y que se lo llevara el diablo si yo era un fantasma. Sólo un navajazo en la garganta consiguió calmarlo. Por fortuna, tuve tiempo de poner a aquel exaltado fuera del alcance y nadie me vio ajustarle las cuentas. Arrastré el cadáver hasta un pontón cercano y lo arrojé al cieno del Mississippi, donde debió de descomponerse en apenas unos días. Durante todos los años que permanecí en Nueva Orleans, jamás volví a cometer el error de comprometerme oficialmente con una mujer. No obstante, tuve numerosas amantes, que me concedían sus favores de forma graciosa o tarifada; pero no me até a ninguna, aunque algunas sintieron por mí una pasión violenta. Hay que decir que los años me habían convertido en un maestro en el arte de amar, y hasta el propio Ovidio habría podido recibir mis lecciones. Durante mucho tiempo guardé conmigo un fetiche encargado de asegurarme una victoria fácil con no importaba qué mujer, y a él le debía conquistas dignas de Casanova o de uno de los marquesitos inventados por Lacios. La experiencia así adquirida pronto generó nuevos éxitos, pues es bien cierto que las mujeres son animales de olfato infalible para descubrir al gallo capaz de darles más placer. Mi constitución de semental, mis saberes poco comunes, mi propensión natural a la voluptuosidad, hicieron que las madres me trajeran a sus hijas para que las desflorase, que las devotas rompieran su voto de abstinencia por mí, y que una sociedad de libertinas se crease en torno a mi persona. Las señoritas afiliadas, en número de quince o veinte, tenían acceso por turno a mi lecho; la única tasa de peaje era traerme a otras doncellas. Una vez al mes, las reunía para divertirlas a todas juntas, y jamás dejaba de complacer a ninguna.

Sin embargo, esta vida dulce y divertida tuvo que terminar un día, pues los espíritus sombríos de Washington juzgaron inconvenientes las costumbres de los colonos del Sur. Acabo de expresar con ligereza, lo admito, una verdad muy seria y muy triste. En realidad, la guerra que enfrentaba a los trece estados del Sur contra los del Norte era un verdadero choque de civilizaciones. Dos visiones del mundo irreconciliables se oponían. De un lado, y bajo la cobertura de los buenos sentimientos, una modernidad industrial dominada por el dinero ansiaba apoderarse de nuevos mercados. Del otro, una sociedad aristocrática agrícola y esclavista intentaba oponer resistencia. Por primera vez me veía arrojado al corazón de un conflicto de gran magnitud. Con el deseo de tomar parte activa en él, y gracias a mis relaciones y a mi dinero, me aseguré un puesto relevante en el ejército Confederado. Costeé con mis propios fondos la leva de una tropa de voluntarios compuesta por cien jinetes a los que equipé de pies a cabeza. El episodio me hizo recordar a Galjero, que armó a sus condotieros para el conde Lorenzo de Médicis, y a Dragoncino, convertido en capitán de guerra bajo el estandarte de la casa Borgia.

Los primeros meses de la guerra nos fueron altamente favorables. Al margen de nuestras tropas regulares, dirigidas con brío por generales competentes y honestos, yo realizaba acciones de guerrilla sobre los flancos del enemigo para hostigarlo y exasperar su paciencia. Mi banda no era la única en practicar esta forma de combate. Otros capitanes habían elegido esa manera de luchar contra el invasor, y las batallas regulares combinadas con los efectos de nuestros golpes de mano producían resultados devastadores entre los nordistas. Este proceder duró algún tiempo y estuvo cerca de procurarnos la victoria, hasta que la fortuna decidió de repente cambiar de bando. Al principio sufrimos algunas escaramuzas sin importancia; después, la batalla de Saratoga marcó el principio de nuestro descenso a los infiernos. Mejor organizados que hasta entonces, mejor dirigidos y, sobre todo, más numerosos y ya mejor armados, los hombres de la Unión nos empujaron y hundieron nuestras líneas en varios puntos. Sus ejércitos irrumpieron en nuestras ciudades y las saquearon. Cuando liberaban a los negros, los enrolaban enseguida a la fuerza en su horda y los enviaban a que los mataran en primera línea. Para sus mejores hombres, protegidos por aquella cortina de carne de cañón, era un juego llegar frescos y dispuestos a masacrarnos, mientras que nosotros agotábamos todas nuestras municiones en diezmar a los negros. Fuimos a batirnos en Carolina y en Georgia, donde mi banda sufrió severas pérdidas. Después de años de guerra, la línea del frente se había diluido a lo largo de cientos de kilómetros y a menudo era imposible saber si cabalgábamos en territorio amigo o enemigo. Una población podía ser nuestra por la mañana, mostrar la bandera estrellada sobre sus tejados a mediodía y regresar a nuestro poder antes de la noche. El enemigo practicaba la táctica de la tierra quemada. Asolaba nuestros campos e incendiaba nuestros bosques. El hambre se instaló y arrojó a los caminos hordas de civiles convertidos en bestias más peligrosas que fieras acosadas. De los niños a los ancianos, todo el mundo iba armado, y las riñas estallaban bajo el menor pretexto. Para sobrevivir, había que desconfiar de todo y de todos.