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Una tarde muy fría, mientras estábamos acampados en un bosque, un oficial de alto rango me mandó llamar. Me condujeron, en compañía de una pequeña tropa, hasta una granja aislada en la que se había reunido todo un estado mayor. Me presentaron a un civil vestido con un buen abrigo. Era un emisario secreto enviado por Francia para juzgar nuestra situación y considerar la oportunidad de acudir en nuestra ayuda. Sabiendo que yo hablaba bien su lengua, me confiaron la delicada misión de convencerle de que su país debía entrar en guerra en nuestro bando. El hombre no era desagradable, no carecía de cultura ni de buen juicio. Comprendió enseguida las ventajas que tenía ayudar a los estados del Sur en la lucha con el Norte.

– El rey Luis XV actuó equivocadamente al no tomarse en serio nuestras colonias de Canadá y las Indias. Los ingleses nos las han arrebatado a pesar de la bravura de nuestra gente. Napoleón también cometió el error de vender Luisiana. Luis Felipe, en fin, ha decidido echarle el ojo a la Berbería. Es un dislate monstruoso: nada fructífero nos espera allá abajo, lo presiento, todo lo contrario. Francia haría mejor en sostener sus esfuerzos de secesión. Eso nos permitiría poner en jaque a esos ingleses que nos incordian desde hace tanto tiempo. Haré todo lo posible por destacar sus méritos ante el emperador. Su interés por este continente es vivo y su política en México menos estúpida de lo que parece. Tienen derecho a esperar algo más que nuestra simpatía, señor.

Con el corazón animado por estas buenas palabras, me arriesgué a expresar una pregunta personal.

– Conocí en París, hace mucho tiempo, a una mujer llamada Laüme. Poseía un palacete en el quai d'Orléans. Tal vez usted la conozca.

El diplomático me miró con sorpresa, pero no pudo decirme nada de Laüme, porque nunca había oído pronunciar su nombre.

– Estoy bien introducido en la corte, señor -respondió-. La emperatriz Eugenia me concede el honor de su amistad. Puede estar seguro de que si la persona que usted menciona fuese una figura de relieve, yo no dejaría de estar informado.

La respuesta me dejó un sabor extraño. No sabía si debía felicitarme o inquietarme. Durante todos aquellos años pasados lejos de ella, Laüme no se había apartado de mi mente. Ella era la justificación íntima hasta del menor de mis actos, del pensamiento más nimio. Mi objetivo seguía siendo dominarla, y sabía que algún día sería capaz de ello. Sin embargo, aún necesitaba acumular experiencias para no arriesgarme a un nuevo fracaso si me enfrentaba a ella de forma prematura.

Cuando sonó la hora de la derrota sudista, me negué a abandonar las armas, con el deseo de aguerrirme en el combate. Nuestro general en jefe, Lee, fue obligado a firmar la rendición por Grant, el jefe de los nordistas. Nuestro ejército regular fue disuelto y nuestros Estados, otrora libres, quedaron bajo la tutela de los negociantes del Norte. A pesar de su interés, los franceses no habían acudido a luchar a nuestro lado. Eso habría cambiado el curso de la historia y las cartas se habrían repartido de otro modo, pero ya no importa. Los juegos de la alta política quedaban por entonces fuera de mi alcance y del de la veintena de supervivientes de mi escuadrón.

Cuando se firmó el tratado de paz entre confederados y unionistas, reuní a mi gente en consejo. Sólo un puñado de ellos decidió aventurarse hacia el oeste y rehacer su vida en los territorios vírgenes. Los otros prefirieron quedarse conmigo para seguir luchando contra los azules. Durante muchos meses, tendimos emboscadas en los alrededores de Richmond y de Atlanta; pero sólo se trataba de arañazos insignificantes para el gran cuerpo del ejército enemigo. Por cada soldado muerto, los nordistas enviaban cinco en su lugar. El combate, absurdo, sin fin, estaba perdido de antemano. Hartos de aquella existencia, varios hombres nos dejaron. Reducida a diez, y después a cinco, nuestra tropa nada podía hacer contra la soldadesca de Washington. Muertos de hambre, flacos como lobos y acosados por todas partes, nos abatimos sobre presas fáciles, granjeros y plantadores que se habían sometido sin demasiado rechazo a la nueva autoridad. No pasó mucho tiempo antes de que abandonáramos toda excusa patriótica y nos dedicáramos a destrozar y matar a quienes se ponían a nuestro alcance. Ya no éramos soldados, ni mercenarios, sino vulgares salteadores de caminos que se aprovechaban de la confusión general para satisfacer sus deseos por medio de la violencia. Desde la época en que el señor Hubert me había enseñado el manejo de las armas de fuego, los progresos técnicos habían mejorado considerablemente estos ingenios. Yo llevaba al cinto dos revólveres Remington de seis tiros cada uno, y en mis alforjas dormía una carabina Scofield que abatía a un hombre a mil quinientos metros. Esos instrumentos habían matado a más civiles inocentes al cabo de unos meses que a nordistas en todos los años de la guerra. Una noche en la que merodeábamos en busca de nuevas rapiñas, vimos unos fuegos que se movían con rapidez en la oscuridad. Avanzamos en silencio hasta la encrucijada de dos grandes pistas. Allí se reunían unos jinetes vestidos con largas togas blancas y con los rostros cubiertos por altas capuchas puntiagudas. Sostenían antorchas y formaban un círculo alrededor de cinco o seis negros que temblaban de miedo y con los cuales jugaron al tiro al blanco después de haberlos maltratado.

– Si estos señores ejecutan a los negros, no son nuestros enemigos -les dije a mis bravos-. Salgamos.

Dejamos nuestro escondrijo y confraternizamos con los extraños caballeros. Su jefe se quitó la capucha y me tendió la mano.

– Me llamo Absalon Cassard -me dijo-, y soy gobernador del Ku Klux Klan en esta región. Si quieren afiliarse a nuestra sociedad, serán bienvenidos.

Cassard no era un desconocido para mí. Antes de la guerra le había vendido esclavos a menudo a aquel plantador de algodón del norte de Nueva Orleans. Me di a conocer y bebimos por la buena fortuna de nuestro reencuentro, después de tantas aventuras y miserias. Absalon me llevó a una cabaña que había conservado en sus tierras. A la llegada de los nordistas había fingido aceptar de buen grado la liberación de todos los negros, y por entonces les pagaba un salario a los que se habían quedado a trabajar con él.

– Como muchos otros de por aquí, he fingido inclinarme ante el cambio que nos imponían por la fuerza. Pero si durante el día soy un corderito respetuoso con mis negros, por la noche recorro los condados vecinos para abatir sin contemplaciones a todo el que no tenga la piel blanca. Es necesario que esas escorias humanas sepan que nunca serán los amos, que nunca estarán seguros en nuestras tierras.

Yo compartía plenamente la opinión de Cassard, y le presté ayuda mucho tiempo en sus expediciones nocturnas. Durante varios meses hicimos un buen trabajo, y matamos sin escrúpulos a un centenar de negros, entre ellos mujeres y niños. Para hacernos temer, clavábamos los cadáveres en altas cruces untadas de pez y arrojábamos una cerilla encendida para incendiarlas.

Aquellas señales de fuego que crujían y brillaban en la noche nos devolvían parte de nuestro orgullo perdido.

Llegó un momento en que me cansé de aquella vida tejida de amargura y rencor. El propio Cassard perdió el gusto por nuestras expediciones.

– Voy a reconstruir lo que perdí -me dijo un día-. Creo llegado el momento de buscar una mujer y fundar una familia. Quiero un linaje, un hijo… Voy a pasarle el mando del Klan a otro. ¿Te gustaría reemplazarme?