Decliné su oferta. Después de los años pasados en aquella región del mundo, sentía deseos de descubrir otros paisajes. Fijé mi residencia en Cuba, donde dejé pasar días apacibles hasta que supe de la apertura de nuevas hostilidades entre Francia y Prusia. La operación se presagiaba desastrosa para Napoleón III, y los alemanes volaban de victoria en victoria. Sin pensarlo dos veces, me embarqué en el primer velero con destino a Europa durante los días que siguieron a la derrota de Sedán y a la captura del emperador por Birsmarck. Con la ayuda de un viento favorable, tardamos poco más de tres semanas en llegar a Burdeos.
– ¿Y en París? -pregunté-. ¿Cuál es la situación en París?
– Los prusianos avanzan directamente hacia la capital. Nada los detendrá. Arrasarán la villa, seguro. Dicen que les cortan las manos a las mujeres y que se comen a los niños.
Pasé todos los apuros del mundo para procurarme un caballo, ya que el flujo de regimientos de reclutas que partían hacia el norte con el fin de frenar el avance de los invasores era incesante, y los animales eran requisados para transportar combatientes o para tirar de los carros de munición o de avituallamiento. Consciente de que debía cuidar bien de mi montura, me guardé mucho de exigirle demasiado.
Así pues, tardé bastante en atravesar el Poitou y el extremo de Berry. En las colinas por encima del Loira me crucé con soldados en retirada que me informaron de que París era ya una ciudad sitiada. El contraste entre estas columnas de hombres cojeantes y molidos, ensangrentados y asustados con las filas de voluntarios frescos que había visto formarse en la Gironda era estremecedor. En las inmediaciones de un pueblo en la frontera de Sologne, mi caballo se encabritó, se puso nervioso y se negó a continuar. Tuve que tirarle de la brida y azotarle la grupa con fuertes golpes del cinturón para que aceptara continuar hasta las primeras viviendas. Allí había militares franceses que se preparaban para la batalla, al mando del señor De Saunis, un joven oficial de gran prestancia pero con la cabeza llena de anhelos de sacrificio.
– Los prusianos están justo enfrente de nosotros, señor -me previno-. A decir verdad, están por todas partes. No creo que pueda encontrar usted un hueco para atravesar sus líneas. Nos han atropellado por completo, y reconozco que no comprendo cómo han podido sorprendernos y obligarnos a retroceder con tanta facilidad. Quizás estábamos demasiado seguros de nosotros mismos.
Quizás, en efecto. Quizá, también, los franceses no habían comprendido que el mundo estaba cambiando, que el pragmatismo y la eficacia bruta iban desde entonces a triunfar de forma sistemática sobre el donaire y la alegre desenvoltura. Con los pantalones rojos de su infantería de línea y los calzones de los zuavos, los franceses eran como semáforos sobre los que se podía hacer blanco sin problemas desde quinientos metros, mientras que los prusianos, que habían cambiado al color reseda mucho tiempo atrás, se fundían con el paisaje y avanzaban, casi invisibles.
– ¿Para qué seguir resistiendo? -le pregunté al señor De Saunis-. Esta guerra está perdida. Negocien, recuperen fuerzas y declaren otra para reconquistar los territorios que han perdido en ésta. Es la voz de la sabiduría…
– Dice usted bien, señor. Sus palabras están llenas de sentido común. Pero es un discurso que atenta contra el honor y la dignidad. En cuanto a mí, ya estoy cansado de huir. Esperaré a mis hombres aquí; cuando hayamos disparado el último cartucho y quebrado la última bayoneta, entonces será el momento de escuchar a la fría razón.
– Su regimiento será reducido a la nada mucho antes, señor. Ni siquiera tiene artillería.
– Vaya con Dios, señor.
La lluvia empezó a caer y el viento a soplar con fuerza. Aproveché la cobertura que me procuraban las inclemencias del tiempo para tentar a la suerte y atravesar las líneas del ejército alemán. Mis fetiches protectores fueron muy útiles aquel día, ya que me faltó poco para que fuera a dar de lleno en el grueso de un cuerpo de ejército prusiano compuesto de tres o cuatro escuadrones de caballería pesada, al menos siete regimientos de infantería y una quincena de obuses de campaña. Cuando cesó la lluvia, yo había alcanzado la cima de una colina boscosa desde donde aún podía ver el pueblo. Los alemanes descargaron sobre los franceses un fuego endemoniado que arrasó la aldea en una hora. Vi con mis gemelos a los últimos defensores reunirse detrás de De Saunis y lanzarse en una carga desesperada contra las líneas enemigas. Más que un combate, aquello fue una ejecución; ni un solo francés llegó a menos de cien metros de los prusianos. El apuesto oficial no sobrevivió al lance y compartió la suerte de sus hombres. Quizá fuera mejor así para él. ¿Cómo hubiera soportado la derrota de su país y el cambio de época que anunciaba esa humillación?
Con el corazón triste por haber asistido a aquel sacrificio inútil, reemprendí mi ruta con más determinación que nunca, puesto que después de haber comprobado la terrible eficacia del ejército alemán no dudaba por un instante que si Bismarck conseguía romper la resistencia de los parisinos cercados saquearía la capital. No era que me inquietase por Laüme, yo sabía que ella no tenía nada que temer; como yo, estaba preservada de lo peor por los sortilegios tejidos a su alrededor. Sin embargo, deseaba estar a su lado en aquellos momentos. Quizás esperaba una reconciliación después de todos aquellos años de separación… O tal vez deseaba otra cosa que mi espíritu no sabía formular con precisión. Ese sentimiento difuso que me impulsaba a actuar a despecho del sentido común me hizo pensar en De Saunis. Él también había guiado su conducta no por el interés, sino por el sentimiento y el impulso. Su coraje me había impresionado. Él sí que merecía, mucho más que yo, haber sido elegido por una frawarti. Tal vez, en aquel mismo instante, una criatura se inclinaba sobre su cadáver para reanimarlo y ofrecerle la vida eterna a cambio de su amor. Tal vez el joven capitán estaba ya lejos, descubriendo, maravillado, la alegría de una segunda vida. Pero si aquello sucediera, sería una historia ajena a la mía.
Rompí el gollete de una botella de vino contra el tronco de un árbol y bebí el alcohol a grandes tragos para calentarme; después seguí mi camino al trote corto. París se encontraba todavía a cincuenta leguas y mi montura estaba agotada. El animal se derrumbó en medio de una landa de brezos que no ofrecía ningún abrigo. Refunfuñando, me ocupaba en soltar mis alforjas para echármelas al hombro cuando una patrulla de tres ulanos apareció en la linde de un bosque cercano. Enseguida apuntaron sus largas lanzas hacia mí y cargaron al galope para ensartarme. Con calma, saqué mi viejo Scofield de su funda, me arrodillé pausadamente y, apoyándome en el vientre de mi caballo muerto, los liquidé uno tras otro en pocos segundos. Temí por un instante que las detonaciones dieran la alerta, pero sólo la danza de los cuervos por encima de los cadáveres animaba el paisaje. Aquel incidente fue una suerte. Pude recoger las tres monturas y continuar mi camino en mejores condiciones. Vadeé el Loira junto a Saint-Benoit y atravesé la Beauce empleando mi varita de ámbar para levantar a mi alrededor una niebla que me ocultaba a los ojos de las numerosas compañías prusianas que habían instalado sus campamentos en la región. Por fin, llegué hasta las murallas de París. Los alemanes habían bloqueado todas las puertas y lanzaban asaltos regulares a los barrios periféricos. Columnas de humo ennegrecían el cielo, y el rugido de sordas andanadas de cañón completaba el ambiente apocalíptico de la escena. Había guardado un uniforme de lancero de mi encuentro con los ulanos. Disfrazado con él, atravesé sin impedimento alguno el cerco de los atacantes y me deslicé entre las sombras hasta la línea del frente. La única dificultad fue encontrar el lugar y el momento propicios para cambiar de apariencia. En un patio desierto, me deshice de mi uniforme y me deslicé en dirección a las barricadas francesas. Me pidieron la contraseña, pero yo me inventé una historia que los centinelas se creyeron fácilmente: mi acento era perfecto y los guardias juzgaron inconcebible que un alemán pudiera hablar su lengua sin delatarse. Enseguida corrí hacia la île Saint-Louis. No había vuelto a ver París desde hacía treinta años, y no reconocía nada. Cierto que el caos causado por la guerra había transformado la ciudad, pero no eran solamente las carretas volcadas en las calles, los rostros atormentados de los escasos transeúntes o las bandadas de ratas que corrían por las calzadas los que causaron mi sorpresa. Había sido testigo del incendio de Atlanta, del saqueo de Richmond, sabía lo que era una ciudad asediada. No, París había cambiado de otra manera, de arriba abajo. Allá donde en otro tiempo se desplegaban callejuelas sombrías bullentes de plebe, se elevaban ahora elegantes edificios. Por todas partes se habían trazado avenidas largas y rectas. La ciudad poseía una belleza que cortaba el aliento.