Cuando llegué detrás de Notre-Dame, constaté que la morgue había desaparecido; sin embargo, en el quai d'Orléans nada había cambiado. Detrás de los postigos cerrados del palacete de Laüme brillaban luces. Dudé en subir. Opté por batirme en retirada, porque no quería presentarme ante el hada en un estado de indecisión. Agotado, sin saber adonde ir, concluí dirigirme al Palacio Real, donde en otros tiempos había pasados momentos tan felices en compañía de mis amigos Nerval y Dumas y sufrido tantas amarguras con la pequeña Sandrine. Entre las galerías, el parque había sido transformado en acantonamiento para los defensores. Desde la cantinera hasta el recluta de quince años, toda una población se mezclaba allí. Con mis botas, mi abrigo de viaje, mis cartucheras y mi carabina al hombro, nadie osó preguntarme nada. Me hicieron sitio alrededor de una hoguera, me dieron una sopa clara y un mendrugo de pan sin ni siquiera pedirlos.
– Mastica despacio, camarada, aprovéchalo -me recomendó la muchacha que me había entregado la comida-. Dentro de dos días nuestras provisiones se habrán terminado. Entonces empezará el hambre de verdad…
Al día siguiente, me dejé conducir a las barricadas de los gobelinos. Disparé toda la jornada, emboscado en los tejados. El alcance y la precisión de mi arma me valieron la consideración de los defensores.
– ¿Quién eres? -me preguntó un tipo joven mientras regresábamos por la noche a calentarnos bajo la galería de Valois-. Nunca te había visto antes.
– Vengo de las Américas. Salí de Francia hace unos años…
– Entonces eres un auténtico patriota -resopló el tipo con admiración-. Eres un republicano exiliado después del golpe de Estado de Bonaparte, ¿no es cierto?
– Sí -contesté, para liberarme del importuno.
– Nos ayudarás a tomar el poder cuando nos hayamos librado de los prusianos, ¿verdad?
– Haré lo que pueda -contesté, envolviéndome en mi manta.
– Mi nombre es Galland -prosiguió el chico sin desanimarse-. Jerome Galland, ebanista del barrio de Saint-Antoine.
– Me alegro de conocerte, Galland -mascullé-. Pero descansa. Esta noche puede ser la última que pases en la tierra.
Galland no se separó de mí durante los días que siguieron. No sé exactamente por qué se pegó a mis talones, pero se afanó en servirme como lo haría un ordenanza con un oficial. Por la mañana, buscaba entre las bodegas un poco de alimento para sustentarnos; después agarraba mis cartuchos, contaba los prusianos que yo lograba abatir y engrasaba mi arma al caer la noche. Era un charlatán, pero su conversación, siempre alegre y rebosante de optimismo hasta en los peores momentos, no era desagradable. Cuando los combates nos lo permitían, me hablaba de la República y la igualdad entre los hombres. Su entusiasmo era pueril y delataba un desconocimiento tan profundo del espíritu humano que resultaba casi enternecedor.
– Tu candor es grande, Galland -terminé por decirle-. La igualdad entre los hombres es una engañifa, algo que no existirá jamás; y que va contra todos los principios de la naturaleza. Los hombres son tan diferentes como numerosos. Esto es verdad entre la gente de la misma especie, y créeme si te digo que es aún más cierto entre las razas extranjeras.
– Pues entonces la naturaleza es muy bellaca por habernos hecho desiguales. La razón triunfará sobre esta injusticia. Pronto todos los hombres seremos hermanos. Los negros, los blancos y los amarillos se mezclarán, y las guerras ya no existirán.
– En espera de ese gran día, cuyo advenimiento yo no deseo toma tu arma, amigo mío, que aún tenemos que rechazar a un ejército.
Pese a la resistencia encarnizada de los parisinos, los prusianos no se decidían a levantar el sitio. La situación empeoraba día a día. Centenares de millares de personas no tenían ya qué comer. El tifus hizo su aparición y los cadáveres se amontonaban en las calles. Como último recurso, mataron a los animales del jardín botánico y se cortó su carne para distribuirla entre los habitantes del barrio. Galland comía jirafa, yo devoraba una cebra… Y después, una noche, regresé solo al Palacio Real. Una bala alemana había alcanzado en plena frente al pequeño francés, cuando se deslizaba hacia mí para pasarme un puñado de cartuchos. Lamenté profundamente su ausencia. Echaba de menos su vivacidad y, con su muerte, desaparecía mi coartada para evitar la île Saint-Louis. Al día siguiente del triste suceso, regresé al lugar donde lo habían abatido. Su cuerpo seguía allí, cubierto de rocío. Los alemanes habían abandonado por el momento sus posiciones de ataque y pude recuperar su cadáver sin peligro. Avivado por el deseo de darle una sepultura decente, conseguí transportarlo en un carretón hasta el cementerio Père Lachaise, donde cada hora se cavaban nuevas tumbas. Lo sepulté apenas a cien metros del lugar donde en otro tiempo había llorado a Sandrine y a mi hijo.
Bajé hacia el río y me decidí por fin a pasar el puente Marie para rondar el quai d'Orléans. Pero me faltaba una onza de coraje para llevar a cabo mi proyecto. Como el débil que busca en un trago de alcohol el vigor que precisa, sentía que a mí también me faltaba algún tipo de estimulante. No lejos hacia el este rugieron en aquel momento los primeros cañonazos de un largo bombardeo: los prusianos acababan de tomar como blanco los depósitos del Arsenal. Se trataba de un ataque en toda regla, en el que intervenían veinte o veinticinco piezas. Al instante comprendí que el barrio iba a sufrir importantes daños. Armado con mi fusil, me acerqué a la zona de la carrera. Entré al azar en un callejón y de un golpe de nombro eché abajo la primera puerta que encontré. Al otro lado estaba una familia entera. Apretujados unos contra otros en un rincón de la única pieza, un hombre, una mujer, una vieja y dos niños de corta edad intentaban protegerse del bombardeo recitando una plegaria. A todos ellos les concedí la gracia de actuar deprisa y bien. Al padre lo maté de un balazo en la frente; a la mujer, de un violento culatazo que le hizo estallar la mandíbula y le rompió la nuca. Un empujón contra el muro bastó para que la abuela se derrumbara y quedara inmóvil. Maté al mayor de los niños hundiéndole mi navaja en el corazón; en cuanto al más joven, no sé si era niño o niña, me tomé por el contrario todo mi tiempo para darle muerte. Gritó, aulló, se debatió: nada más normal, dados los horrores que le estaba infligiendo. El ruido de los cañones lo ensordecía todo. Al cabo de una hora puse fin a sus sufrimientos. Ya no era más que una bola de carne desollada, irreconocible, un corazón pelado, en carne viva, que tiré en el hogar donde se consumían unas brasas. El ejercicio me había galvanizado. Si me hubiera visto, Nuwas habría estado orgulloso de mí. Las torturas infligidas al chiquillo habían tonificado mis nervios y reafirmado mi voluntad. Ansiaba desesperadamente volver a ver a Laüme. Dejé el Arsenal por la noche, mientras los incendios se declaraban en el barrio, y alcancé la île Saint-Louis. Allí, apostado en un rincón, enredado en una vieja manta a modo de capa para disimular mis rasgos, esperé, con los ojos fijos en la puerta cochera. ¿Qué tenía exactamente en la cabeza? Habría sido incapaz de decirlo con precisión. Esperaba una oportunidad, un signo…