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Era un hombre abotargado, de cabello largo y grasiento. Agente de la Sureté bajo el Segundo Imperio, había llegado a dirigir una red de espías devotos del régimen y particularmente eficaces. La proclamación de la República había estado a punto de resultarle fatal. Perseguido por los que había acosado con tanto celo, salvo la vida gracias a su exilio al otro lado del canal de la Mancha. Una vez en la capital británica, a salvo de sus enemigos, se había convertido en proxeneta, propietario de varios prostíbulos. A cambio de una generosa retribución, había aceptado cederme los frutos indeseados del comercio de las muchachas. Lo que me suministraba constituía la materia prima necesaria para la fecundación del hada. Desde luego, aquélla sólo era la base sobre la que se componían los rituales más horribles y extraños. Los crímenes que había cometido Laüme ante mis ojos sobre los cuerpos de Lorette y de su bebé no eran nada en comparación con lo que hizo con los recién nacidos adquiridos a Barbillon. Durante mucho tiempo se preparó sin que yo pudiera ayudarla. Yo depositaba a las criaturas por la noche ante su puerta y, por la mañana, no encontraba sino los huesos arrojados al pasillo. La sangre virgen era para ella un cordial mediante el que esperaba diluir las escorias que Yohav había incrustado en lo más profundo de su ser. Estos prolegómenos eran de largo alcance y exigían un cuantioso aporte de materia prima. Como Barbillon no alcanzaba a proveernos del todo, yo me dedicaba a rondar a veces por Aldgate y Stepney, barrios fangosos del este de Londres, en busca de los complementos necesarios. Allí encontraba productos de buena calidad, aunque siempre de más edad que los hijos de las prostitutas. Laüme vivía en reclusión, casi siempre desnuda como un animal, saturada de sangre, extática en una embriaguez impía que la había proyectado lejos del territorio de los hombres. Esa crisis duró meses. Cada pieza de nuestra residencia era una tumba que contenía los cuerpos de los niños sacrificados. Procedentes del subsuelo, las ratas roían los cadáveres y nubes de moscas verdes zumbaban por los pasillos. La sangre es un agua oscura, un espejo sombrío donde dormitan los sortilegios más ambiguos. Laüme se servía de ella como de un éter para desarrollar su conciencia y dominar las menores evoluciones de su carne. Yo no era más que un Caronte, un pasador, el único lazo que la unía aún al mundo de los vivos. Semejante a un sacerdote de la antigua Cartago al servicio del dios Moloc, le tendía niños que ella despedazaba con la ferocidad de una hiena. Yo la miraba a veces, pero no participaba en ninguna de estas matanzas; no porque yo sintiera ningún desagrado, sino porque el ritual lo prohibía aún.

Al fin llegó el momento en que el hada me hizo entrar en escena. Fue mi turno de convertirme en una bestia. Cuando rompí todo lazo con la humanidad, nos acoplamos de manera repugnante. Al derramar en Laüme un semen que había tenido que conservar celosamente durante meses, sentí un dolor inmenso, intolerable, que me arrojó de su lado al instante y me hizo retorcerme en el suelo. Durante algunos días, creímos que mi licor se había perdido y no la había fecundado, pero después Laüme, radiante, me dijo que sentía la vida germinar en su interior. De inmediato, provocamos un incendio y dejamos Argyle Street mientras la mansión ardía como una antorcha. Regresamos al continente, porque Laüme quería traer al mundo a su hijo en Italia.

– Tengo una casa en Venecia -le dije-. Allí estarás bien…

Ella sonrió y dejó que la instalara en mi casa. Pasaba sus días en soledad y no quería ver a nadie. Yo me lo tomaba con paciencia y pasaba las horas fumando en el Quadri o en el Florian, o vagando durante horas por las calles desiertas. Al caer la noche, Laüme se reunía conmigo y nos estrechábamos el uno contra el otro antes de que ella desapareciera, al alba, para recluirse en su habitación durante el resto del día sin autorizarme a que la visitara. Hizo falta que transcurriera algún tiempo en este régimen para que yo reparase en sus rasgos cada vez más cansados, pálidos, las pupilas brillantes como bajo los efectos de la fiebre. Cada día se parecía más a una enferma y, a pesar de sus negativas, eso me inquietaba. Mis preguntas sobre su estado quedaban sin respuesta o, peor aún, desataban su cólera hasta el punto de que ya no me atrevía a mencionar su estado en su presencia. No obstante, su respiración se tornó ronca, su piel se volvió rugosa, y sus cabellos caían en largas mechas quebradizas. Un mediodía, la escuché gritar en su habitación. Las pesadas cortinas corridas le daban a la pieza una atmósfera de panteón. En la cama, Laüme temblaba, con los ojos vueltos hacia arriba y espuma en la boca. Sus manos aferraban su vientre como si lo devoraran las llamas. Estaba perdiendo al niño entre dolores inmensos. Inconsciente, no llegó a ver la cosa que salió de sus entrañas, y fue mejor así. No habíamos concebido un ser humano sino un monstruo, el embrión de un gnomo infame, una aberración.

Envolví en una sábana a la espantosa criatura y fui a arrojarla por la noche al fondo de la laguna. Después del hijo de Sandrine, asesinado por Laüme, y el de Blanche de Sauves, muerto en su matriz por los seminolas, aquél era el tercer niño concebido por mí que desaparecía. Todos los esfuerzos que había hecho al lado de Laüme habían sido inútiles y desembocaron en un simulacro de vida. Me sentía triste por mí mismo, pero sobre todo por mi compañera. El hada dormía aún cuando volví a la habitación. Yo había calmado sus espasmos con opio y ella todavía descansaba, los miembros distendidos, la respiración regular. Sin embargo, sus labios estaban grises y su rostro demacrado.

Creo que aquel día sus rasgos perdieron para siempre todo resto de infancia…

El estado de debilidad en el que se encontraba después de su parto fallido no le permitía a Laüme dejar Venecia para volver al quai d'Orléans como deseaba. Sin embargo, no se quejaba de esa permanencia obligada. Poco a poco, aceptó acompañarme al exterior. Apenas conocía Venecia, donde sólo había estado de paso con el caballero Galjero, cuando éste la había hecho atravesar el Adriático después de Ragusa. Yo le mostré todo lo que conocía de la ciudad, y ella pareció fascinada. Poco a poco, fue saliendo del mutismo en el que se había encerrado y cada día recuperaba un poco de su belleza y de su fuerza. En las calles del Dorsoduro nos encontramos un día con un caballero que me detuvo llamándome con afecto. Era Agabio Caetano, el aristócrata veneciano a quien había conocido años atrás. No le sorprendió mucho ver que yo no había cambiado, aunque él mismo ya era casi un anciano.

– Siempre supe que usted poseía una naturaleza diferente a la del común de los mortales, signore Galjero -dijo-. Quizá le sorprenda, pero no siento curiosidad por su secreto. Toda mi vida he busca? do transmutar el plomo en oro o encontrar el elixir de la eterna juventud. He fracasado. Sin embargo, eso no me frustra, porque ahora veo en usted la prueba de que esas maravillas no son quimeras. Eso me bastará para morir en paz. Sea feliz con esa joven esplendorosa que veo de su brazo, signore Galjero, y sepa que me ha hecho un gran honor al concederme su amistad. Si le es posible, vele por mi hijo. Él es tan apasionado como yo de los arcanos y los espíritus. Es un muchacho inteligente, pero no le revele nada de su misterio. Si es lo bastante sabio, descubrirá él solo lo que le está destinado.

Eran palabras dignas de un verdadero sabio, y prometí no dejar nunca de ir a saludar al conde Caetano en mis viajes futuros a Venecia, a fin de celebrar la memoria de su ancestro y de hacer unas ofrendas a sus manes.

– ¿Quién era ese viejo loco? -me preguntó el hada cuando nos quedamos a solas.

– Un hombre a quien debo algunas lecciones de política y mi rechazo de las doctrinas republicana y liberal.