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– Te has vuelto muy sabio, Dalibor -dijo Laüme, divertida-. Me alegro de que te intereses también por esas cuestiones. Pero procura no preocuparte demasiado ante los cambios que se anuncian. Este mundo que te desagrada morirá delante de tus ojos, y surgirá otro que detestarás más aún. Todo el género humano debe atravesar una crisis, una larga catarsis que empieza ahora. Habrá sobresaltos, grandes crispaciones, guerras y catástrofes. Después sobrevendrá el caos general, y los supervivientes podrán empezar una vida más sana… Hasta la próxima vez.

¿De dónde sacaba Laüme sus profecías? ¿De su magia o de su sola intuición? Lo desconozco. Pero era cierto que se acercaba un nuevo siglo y el mundo se transformaba a gran velocidad ante nuestros ojos. Al fin, regresamos a París. En 1888 visitamos la Exposición Universal, que mostraba las proezas técnicas que prometían formar pronto parte de nuestra vida cotidiana. Probamos el teléfono del señor Edison, escuchamos el fonógrafo del señor Marconi, caminamos bajo guirnaldas de bombillas eléctricas… la ciencia parecía vivir una edad de oro y prometía un futuro en el que se harían realidad los sueños más locos. En un ascensor lleno de curiosos en éxtasis, subimos las plantas de la torre elevada por el señor Eiffel. El restaurante panorámico dominaba todo París. Reinaba un ambiente de júbilo colectivo. Olvidada su derrota ante Prusia, Francia se bañaba en champán y se atiborraba de exquisitos manjares. Laüme, sin embargo, permanecía insensible a aquella atmósfera festiva.

– Lo que veo confirma mis temores -me explicó-. La ciencia va a convertirse en una nueva religión y los sabios pronto serán más poderosos que los sacerdotes. El saber servirá para halagar los bajos instintos en lugar de exaltar la nobleza. Y el populacho se convertirá en el rey. El mundo será menos peligroso, pero también menos bello. Más fácil, pero infinitamente más vulgar. Sí, el futuro que presiento me llena de pena.

El hada estaba en lo cierto. El fin de aquel siglo XIX marcó el inicio del reinado de la plebe. Convertidos en negociantes, los políticos no pensaban más que en halagar a las masas, y las finanzas anónimas tenían más importancia que los intereses de la nación. La publicidad vino a desnaturalizar las paredes y la prensa los espíritus, por más que en las calles sólo se veía a ladrones enarbolando las certezas del boticario Homais [4]. Los románticos y los exaltados habían desaparecido, así como los poetas y los visionarios. Los maestros del arte literario eran unos menesterosos aquejados de pusilanimidad y, en las salas de exposiciones, la gente se extasiaba ante horrores de colores apagados, borrosos, que violaban frontalmente las normas del buen gusto.

Contaminado por la atmósfera de positivismo, empecé a ahogarme en Francia. Soñaba con los días pasados en los bosques de Georgia combatiendo a los unionistas, con las barricadas y con los ulanos.

Laüme, por su parte, parecía indiferente a todo. Incluso a la fiesta de los sentidos. No habíamos hecho el amor desde nuestra estancia en la casa de Argyle, y no era cuestión de intentar la experiencia de una nueva fecundación, ni tampoco de reemprender una existencia frívola. Nuestros días eran grises, y yo vagaba por los pasillos de nuestro palacete sin saber cómo emplear mi tiempo. Todos mis amigos habían muerto: Alexandre Dumas, el año mismo en que yo me había reunido con Laüme; dos años antes, Nerval se había colgado en la rue de la Vieille Lanterne, víctima de sus propias quimeras. Gautier y Delacroix ya no existían.

Las festividades del nuevo siglo me ofrecieron una breve distracción. El 31 de diciembre, Laüme y yo bebimos champán en Maxim's y después, por primera vez en tanto tiempo, nos abrazamos y estreché su cuerpo contra el mío. Pero nuestra unión estuvo desprovista de alegría y nos dejó aún con más amargura. Fueron los ingleses, y su entrada en conflicto con aquellos señores del Transvaal, los que me dieron por fin un pretexto para dejar París…

El nuevo siglo

El primer mes del año 1900 Laüme me acompañó a Marsella, donde embarqué con destino a África. El hada no había intentado retenerme y nuestra despedida -un beso casi frío- no desbordó de emoción. De todos modos, no era una separación definitiva. Sabíamos que estábamos destinados a volver a vernos, pero también necesitábamos permanecer alejados algún tiempo para reavivar nuestro deseo y labrar nuevas esperanzas.

En África, a los británicos se les había metido en la cabeza la idea de apropiarse de las regiones ricas en minas de oro y diamantes de los bóers, esos holandeses, franceses y alemanes que se habían asociado en pequeñas Repúblicas de hombres libres. El reparto de fuerzas jugaba en contra de los colonos, pero los ingleses habían visto cómo les infligían algunos notables reveses que los obligaron a enviar refuerzos y a emplear grandes medios para reprimir a los rebeldes. Se habían producido masacres de civiles, y los ocupantes habían abierto sin tapujos campos de concentración donde dejaban morir de hambre a sabiendas a los ancianos, las mujeres y los niños de los partisanos. De Europa y de América acudían aventureros por cuenta propia, como yo, para prestar ayuda a los insurgentes. Algunos por ideal, muchos con la esperanza de reunir un poco de oro o de descubrir un filón de piedras preciosas. Por mi parte, yo debía ser el único que acudía solamente para divertirse. En El Cabo adquirí un arma alemana automática con cargadores de nueve balas para reemplazar mi vieja Remington de seis tiros. En cuanto a mi Scofield, aún era capaz de soportar la comparación con sus equivalentes contemporáneos. Lo mejoré con un visor de tiro con el que sin duda hubiera hecho maravillas durante el sitio de París.

Los bóers eran en su mayoría protestantes pero, en aquellas circunstancias particulares, me parecieron más bien simpáticos. Es en los períodos de conflicto cuando se comprende que las fantasías y las rigideces de la religión son cuestiones superfluas. En la guerra, el hombre olvida la moral y reencuentra lo esencial; se abre de verdad al mundo y posibilita que viva lo mejor de sí mismo. Por muy encurtidos que estuvieran al principio en su credo, los puritanos no escapaban a la regla. Dos días después de mi llegada, me vi incorporado a una columna bajo el mando de un holandés apellidado Ghert. Había venido de Utrecht diez años atrás y se paseaba continuamente con una Biblia negra bajo el brazo. No dejaba el libro por nada del mundo, ni cuando tiraba con su carabina. Con trescientos tipos robustos, subimos hacia la meseta del Transvaal, con la misión de reforzar a uno de los cuerpos principales del ejército bóer. Cabalgando a la cabeza del destacamento, me alié con un alemán de Berlín que se hacía llamar Franck. Conocía bien la región y me llevaba a patrullar con él. Nuestros caracteres se avenían y pronto nos hicimos inseparables. Junto a él volví a encontrar algo de esa poesía natural que me gustaba de Nerval, de esa desenvoltura que tanto apreciaba en Dumas, de esa nobleza altiva que me impresionaba de Nuwas, y de ese candor del pequeño ebanista Jérôme Galland que me había emocionado. Pero Franck añadía a todas esas cualidades la mirada única que arrojaba sobre el mundo: era una suerte de panteísta, un enamorado ferviente de la Creación.

– Está bien matar a los hombres -afirmaba-, de todos modos hay demasiados. Pero hay que respetar a los animales y a los árboles. Son más bellos que nosotros y pertenecen de verdad a esta Tierra, a la que no necesitan saquear para sobrevivir. Ellos son las verdaderas criaturas de Dios.

Franck tenía el don de hacerse aceptar por los animales. Junto a él, apartados del tumulto de la caravana, pasaba entre las manadas de elefantes y búfalos que recorrían tranquilamente la sabana, sin molestarlos. Me hizo observar el juego de los leones y los guepardos, la caza de los cocodrilos que atrapaban los ñus cuando éstos se acercaban a beber al río, y el paso majestuoso del pájaro secretario entre las hierbas altas.