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Mientras estábamos ocultos entre el ramaje en lo alto de un árbol, percibimos un retumbar de cascos que iba en aumento y que se dirigía hacia nuestra posición. Por la mira de mi Scofield vi un caballo negro ensillado a la inglesa que avanzaba en línea recta. Los estribos vacíos le batían los flancos y tenía el pecho cubierto de espuma. Saltamos a tierra y remontamos con prudencia la pista del caballo enloquecido hasta la orilla de una charca donde un civil se agitaba junto al cuerpo tendido de un soldado británico. Rodeamos la charca para asegurarnos de que los dos hombres estaban solos antes de acercarnos apuntándoles con nuestros fusiles. En cuanto nos vio, el tipo sacó un revólver de su guerrera, pero yo fui más rápido; mi bala golpeó el tambor de su arma y la hizo saltar de su mano. Franck golpeó con la culata de su arma la nuca del tipo, con ganas de pelea, y lo dejó inconsciente. Mientras yo pasaba una cuerda por las muñecas del inglés, Franck examinó rápidamente a su camarada tendido.

– Le ha mordido una serpiente. Va a morir. No hay nada que hacer.

Si se hubiera tratado de uno de los nuestros habría comprendido mi reacción, pero ¿por qué acudí a inclinarme sobre el inglés? Incluso hoy lo ignoro. Como su compañero, se trataba de un tipo joven, de veinte o veinticinco años. Poseído de una piedad inexplicable, quise salvarlo. Fuera cual fuese el veneno que fluía por sus venas, yo tenía el poder de curarlo, Nuwas me había enseñado cómo hacerlo. Saqué de un bolsillo un guijarro blanco similar al que mi maestro había deslizado en otra ocasión en la boca del pequeño nómada sofocado por la fiebre, y practiqué sobre el nombre unas operaciones de magia elementales. El resultado fue inmediato. El hombre, reanimado, abrió los ojos y escupió enseguida la piedra, ahora ennegrecida.

– ¿Cómo lo has hecho? -me preguntó Franck, asombrado-. ¡Nunca había visto a nadie sobrevivir a una mordedura como ésa!

Eludí la pregunta con un gesto de la mano y acerqué mi cantimplora a los labios del inglés.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

– Bentham, señor. Y ese de ahí es el señor Churchill. Winston Churchill.

Tres horas antes de nuestro encuentro, el teniente Bentham y el corresponsal de guerra del Daily Telegraph Churchill subían juntos a un tren blindado del ejército británico. El convoy, atacado por los nuestros con dinamita, descarriló parcialmente y los bóers se lanzaron al asalto. A pesar de su resistencia, los ingleses estaban a punto de ser desbordados cuando, en el último momento, Bentham y Churchill lograron saltar los dos sobre el mismo caballo y salieron indemnes del escenario del combate. Tras galopar al azar por la sabana, los fugitivos hicieron alto en la primera zona con agua que encontraron y donde, para su desgracia, una serpiente surgió bruscamente de entre las hierbas y mordió al oficial.

Antiguo alumno de Sandhurst, Bentham no era del todo antipático. Cortés, sobrio y sincero, me agradeció que le hubiera salvado la vida de un modo que revelaba el temperamento de un auténtico gentleman. Churchill, por el contrario, no era más que un pequeño bruto saturado de desprecio y henchido de orgullo. Su cabeza de perro y sus labios húmedos me desagradaron profundamente. Cuando le interrogué, me escupió en la cara una saliva con restos de tabaco malo, intentó morderme y, como último recurso, me sacó la lengua mientras soltaba juramentos abominables. Estuve a punto de meterle una bala en el cráneo sin miramientos, pero Franck se interpuso.

– Uno es teniente y el otro periodista -me recordó-. Seguramente tienen información relevante sobre la estrategia de Kitchener. Debemos trasladarlos a un lugar seguro para someterlos a interrogatorio. Y también pueden servir de moneda de cambio. Sobre todo, no hay que matarlos.

En aquellos momentos, ésa era sin duda la voz de la razón. Pero ¿qué hubiera dicho el berlinés Franck si hubiera sabido que cuarenta años más tarde aquel mocoso de Churchill iba a impedir casi sin ayuda que la gran Alemania conquistara Europa?

Así pues, y como habíamos decidido, entregamos a los prisioneros a un oficial del alto mando, que nos felicitó por nuestra captura. Al pasar a manos de sus nuevos guardianes, Bentham se volvió hacia mí y, muy digno en su uniforme escarlata, me dedicó un misterioso «hasta la vista». Tres días más tarde, supimos que los dos tunantes habían puesto pies en polvorosa sobornando al carcelero. La anécdota nos hizo reír mucho tiempo a Franck y a mí, y solíamos contarla a nuestros compañeros por las noches.

La metralla inglesa acabó por costarle la vida a mi amigo. Por mi parte salí indemne, como siempre, y asistí impotente a la victoria de los británicos sobre los rebeldes. Dejé África poco antes de que se rubricara el tratado de paz. ¡Triste día! Yo había perdido muchos nuevos camaradas en esa guerra, y me preguntaba si algún día elegiría el bando vencedor en vez del vencido. En los tres conflictos en los que había participado, mi ejército siempre había saboreado la derrota.

Volví a Europa por Aden y el mar Rojo, una ruta peligrosa, porque las tribus guerreaban entre sí y a ninguna les gustaban los extranjeros. Por Suez, pasé al Mediterráneo y me reuní con Laüme poco más de dos años después de haberla dejado. Le regalé un enorme diamante que mi fetiche buscador de tesoros me había permitido encontrar en las montañas del Transvaal. Por su parte, ella también había viajado, había ido a conocer América. Estuvo en Nueva Orleans, que yo tanto le había elogiado, pero no se demoró allí y prefirió pasar un tiempo en Nueva York, que la había fascinado.

– Cuando estuve allí no vi más que barracas de tablas y pequeñas granjas -comenté, asombrado-. ¿Tanto ha cambiado la ciudad?

– Sin duda. Nueva York es ahora la ciudad más moderna del mundo. He comprado un terreno allí. Pienso hacerme construir una casa nueva sin falta. Ya conozco demasiado París…

Insistió para que la acompañara en un nuevo viaje transatlántico. A pesar de mi escaso entusiasmo por aquel destino, nos instalamos por algún tiempo en Nueva York. Aunque Laüme se divertía en compañía de sus norteamericanos, para mí aquellas gentes de la costa Este no dejaban de ser los yanquis a los que había combatido con ardor en las filas de los Confederados. Mi odio hacia ellos seguía intacto. Así que me dirigí yo solo hacia el Sur. Hojeando un anuario encontré el rastro de la familia de Absalon Cassard, el antiguo gobernador del Ku Klux Klan. Mi amigo había muerto, desde luego, pero tenía un hijo, Nerón, y hasta un nieto, Ephraim, que tenía ya diez años. Me di a conocer a ellos fingiendo ser hijo de un antiguo camarada de su antepasado. Cuando me recibieron pude constatar que su odio por la gente del Norte y su desprecio hacia los negros permanecían intactos.

– El Klan todavía está vivo -me dijo Nerón-. Es el guardián de nuestros valores más sagrados. Un día, gracias a él, derrocaremos a la Unión y el Sur recuperará su grandeza.

– Así lo espero -dije con melancolía-, de todo corazón.

Seguí mi viaje y atravesé el continente en los lujosos vagones de la Pacific Railroad, mientras que Laüme permanecía en la vasta mansión que se había hecho construir en Central Park.

En California no se hablaba de otra cosa que de la guerra civil que desgarraba a la cercana México. El general Huerta combatía a las tropas revolucionarias de Pancho Villa, un salvaje de discurso confuso pero que se había hecho muy popular entre los peones [5] colgando a algunos gobernadores de provincia. Compré un caballo y crucé el río Grande con un guía al que contraté, un navajo un poco brujo [6] que intentó impresionarme mostrándome algunos trucos con los que pretendía ganar prestigio ante mis ojos. Pero cuando hice surgir de pronto una niebla a nuestro alrededor, o brotar un chorrito de agua entre dos rocas del desierto, me mostró un respeto teñido de temor y de envidia. Con él llegamos a Tijuana sin contratiempos y proseguimos hasta Chihuahua antes de decidir por quién tomaría partido. El país estaba sumido en la anarquía, pero la atmósfera que reinaba era muy distinta de otras que había conocido en circunstancias similares. Allí, el Estado parecía haber abdicado de toda obligación sobre la población. Ninguna norma prevalecía sobre la fuerza bruta. Ya llevaran uniforme sus soldados o fueran vestidos de harapos, los ejércitos no eran sino bandas que luchaban sin orden ni concierto. Los mexicanos no tenían estrategia ni táctica, sólo una guerra a base de oportunidades, de azares, de golpes de mano y de raids de una audacia insensata.