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Aburrido de mi indecisión, mi guía navajo terminó por dejarme en Chihuahua. Había intentado sonsacarme alguno de mis secretos, pero en vano. La mañana de su partida, tiré al aire una moneda de un dólar. La suerte decidió: Villa. Durante algunos meses, seguí a las bandas de aquel saqueador profesional, un hombrecillo rechoncho con manos enormes de palafrenero. Atacamos guarniciones aisladas, subimos en una ocasión al norte para atracar un banco de una ciudad fronteriza, hicimos volar trenes… Pero esa agitación no me divertía demasiado. A Villa le faltaba profundidad, perspectiva a largo plazo, suficiente para que pronto se agotara en mí el escaso interés que tenía por el país. Además, las mexicanas no me gustaban. No me agradaban ni la forma en que dejaban que sus piernas morenas se cubrieran de vello ni la manera tosca que tenían de entregarse. Otros horizontes me reclamaban, y dejé sin pena aquel país para dirigirme a San Francisco y a sus prostitutas perfumadas. Un barco de lujo me llevó después a China, y otro a Shanghai y a la India.

Viví algún tiempo solo en Calcuta, en una hermosa villa situada en Shapur Street, a cuyo propietario, un idiota que se negó a vendérmela, asesiné, y me entretenía viendo jugar a los monos en los árboles y a los elefantes que barritaban a la orilla del río.

Una noche, unas sombras se colaron en mis sueños. Eran espectros clamando justicia: el fantasma de la muchacha quemada en el oasis, el del niño degollado en París, los de los que había entregado a Laüme en Argyle Street… Me desperté sobresaltado, bañado en sudor, y no pude volver a conciliar el sueño. La noche siguiente, el sueño se repitió, igual de intenso, igual de amenazador. Y después una tercera vez aún. Ya no me atrevía a dormir. Temía la llegada de la noche. Después, aquellas imágenes venían a acosarme incluso en pleno día, y creí enloquecer. Surgían ante mis ojos abiertos, como espejismos en el desierto. Al observar mi reflejo en un espejo, veía que mi rostro estaba pálido y demacrado. Escrutando con más detalle, advertí un hilo blanco entre mis cabellos. Desnudo ante un espejo de cuerpo entero, examiné mi cuerpo durante horas con la más extrema atención. Mi figura se había alterado de forma suticlass="underline" habían aparecido redondeces en mi vientre; la hinchazón afeaba mi cuello; en el dorso de mis manos habían aparecido unas manchas. Me poseyó una inquietud devoradora, más viva que la causada por la ronda de espectros que me envolvía. Éstos reían sin freno, se burlaban de mí, y me prometían que pronto me uniría a ellos en su gélida residencia. Tuve que rendirme a la evidencia: la longevidad arrancada con ardua lucha en la torre del dios Paon comenzaba a alterarse… Quizás había descuidado la advertencia de Nuwas: «Los poderes de la brujería son como un fuego que reclama siempre más combustible para seguir brillando». Olvidar esa verdad había sido un error imperdonable. Había desperdiciado años viviendo aventuras ordinarias, sin conceder importancia a los misterios más insondables. Yo, que había elegido la vía de la licencia y el crimen para honrar al dios Taus, me había convertido en un despreciable mercenario, un bandido mediocre. Con los años, me había vuelto un asceta y no había tocado el cuerpo de una mujer. ¿Cómo se operaría el envejecimiento? ¿Sería posible conjurarlo? Necesitaba saber.

En el jardín de mi nueva residencia, hice construir una stupa en medio del estanque ornamental. Yo mismo diseñé los planos para que se pareciera a las torres yazidis. Pasé allí días en meditación, rogando que el dios Paon me mostrara la vía a seguir, pero Malek Taus jamás me habló. Corroído por la inquietud, empecé a realizar sacrificios. Remontaba por las noches el curso del Ganges para robar niños de las castas inferiores e inmolarlos por el fuego. Esos holocaustos ahuyentaron a los espectros y mis noches volvieron a ser tranquilas. Muchachas sin número pasaron después por mis brazos. Aquellos esfuerzos parecieron al fin contrarrestar los estragos del tiempo. Lentamente, vi que mi figura se afinaba y mis cabellos se oscurecían. El final de aquella terrible crisis fue como un renacimiento. Entonces sentí deseos de volver a Laüme. La encontré en París, en el quai d'Orléans. Era en 1914, apenas unas semanas antes del comienzo de una nueva guerra en Europa. El hada parecía casi disgustada de verme. No declaró expresamente su frialdad, pero su actitud era distante, y rechazó mis caricias cuando intenté volver a su lecho. Mis recientes excesos habían redoblado mi pasión por la carne y quise violarla, pero su fuerza era mayor que la mía y no pude obligarla.

– ¿Sigues queriendo que intentemos traer un hijo al mundo? -inquirí para engatusarla.

Estuvo a punto de echarse a llorar.

– He visto al monstruo que plantaste en mi vientre -masculló-. Me ha hablado. Me ha advertido de que tu semen no es bueno para las hembras humanas y que todos los hijos que pudieras darme serían gnomos. Me ha dicho que otro me fecundará y que mi hijo será más bello y más fuerte de lo que yo pueda soñar.

Esas palabras fueron como una flecha clavada en mi corazón. Tomé al hada por los hombros y la apreté hasta hacerle daño.

– ¡Eso lo has soñado! -grité-. ¡Es una pesadilla que has confundido con la realidad!

Sin embargo, en lo más profundo de mi ser, sabía que Laüme no mentía. Ella poseía un poder de nigromante del que yo carecía. Quizás había invocado de verdad a la cosa infecta salida de entre sus muslos.

– Entonces, ¿se acabó? ¿Ya no queda esperanza para nosotros?

– Ninguna -sentenció Laüme-. Los Galjero jamás serán emperadores de una nueva Roma. Sólo tú tienes la culpa. No deberías haberte alejado de mí, Dalibor, ni darle tu fe a otro dios, ni seguir una vía por la que nadie podía guiarte. Esta inconsecuencia te ha costado tu descendencia.

– Y tú, ¿qué vas a hacer? ¿Regresarás al lugar de donde saliste? ¿Desaparecerás de esta tierra?

Laüme se irguió y me miró con aire desafiante.

– ¡Voy a vivir, Dalibor! Mi vientre no es un cementerio. Encontraré otro padre para mi hijo. En diez, en cien años, eso no importa.

– ¡No lo harás! ¡Lo mataré!

Pero Laüme se limitó a reírse de mis amenazas. Yo no tenía ningún poder sobre ella, y ella lo sabía.

De nuevo, decidí partir.

– ¿Adonde vas? -dijo el hada, inquieta, cuando me vio hacer las maletas-. ¿Vas a alistarte en las tropas de Francia?

– No. Esta vez me mantendré al margen. Además, París combate por una mala causa, Inglaterra es su aliada. Si tuviera que elegir un bando, sería el alemán, pero no tengo ganas. Esta guerra lanza a la plebe contra la plebe. No tengo nada que ver con ella…

Partí hacia Constantinopla, donde me instalé en el palacio construido en la época de Attar el bagdadí. Viví allí mezclando crímenes, orgías y estudio, porque sentía que me veía inmerso en una guerra contra el tiempo. Mi cuerpo declinaba cuando me alejaba de la vía negra que un día había cometido la locura de elegir para mí mismo. La ascesis del crimen no admitía respiro, era el precio a pagar por mantener la juventud. Pero el coste de esos excesos aumentaba con el tiempo, y comprendí la necesidad indefectible de encontrar un remedio a aquella pendiente diabólica. Busqué con frenesí una pista en los libros, un camino para conquistar la inmortalidad… Y después, una tarde de 1916, un hombre forzó la barrera de mis dominios domésticos. En la penumbra, no reconocí al momento su figura. Pero no había olvidado el timbre y la calidez de su voz.