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– Te necesito, Dalibor -murmuró Nuwas.

Las estepas blancas

Era un mundo desconocido, un planeta todavía no hollado. Yo no conocía nada de Rusia. Era el lugar más fascinante que se pueda concebir. Una vez franqueadas sus fronteras, se sentía su abrazo como si un cuerpo inmenso se abatiera sobre uno para encerrarlo y guardarlo para siempre. Pero ¿lo hacía para protegerte o para ahogarte? Imposible decidirlo…

Los rusos de Nicolás II, aliados de los franceses y de los británicos, se batían desde hacía dos años contra Alemania, Austria-Hungría y el Imperio otomano. Su ejército obtenía escasas victorias irrelevantes porque el material escaseaba hasta el punto de que los regimientos a menudo salían al asalto con fusiles sin cartuchos, y los cañones lanzaban obuses de madera. Las pérdidas eran ingentes, pero las reservas humanas parecían inagotables: de Siberia llegaban sin cesar nuevos trenes cargados de mujiks.

Desde Estambul, Nuwas nos hizo cruzar el Cáucaso y después atravesamos los desiertos uzbecos hasta llegar a Moscú por el sur. Nuestro itinerario no se detuvo allí, ya que nuestro destino era San Petersburgo, donde los Romanov tenían su corte. No viajamos como clandestinos ni como espías. Nuwas presentaba papeles oficiales cuando le preguntaban su identidad, certificados con el sello de la Ojrana, la policía secreta imperial. Él se responsabilizaba por mí, y allá donde hiciéramos alto nos beneficiábamos de todas las facilidades para obtener albergue y comida.

Revestido de un largo abrigo de piel encima de un traje occidental, mi compañero no se parecía en nada al brujo de las montanas que yo había conocido. Aunque su piel seguía igual de oscura, su barba cuidadosamente peinada y sus largos cabellos aplastados con brillantina no atraían las miradas. Una sola palabra bastó para que yo partiera junto a él al instante, sin preguntarle cómo me había encontrado, sin inquirir sobre la ayuda que esperaba de mí. A lo largo de nuestro viaje, sólo intercambiamos algunas frases relativas a asuntos cotidianos. Yo conservaba en la memoria las circunstancias de nuestra ruptura y ardía en deseos de saber si aún me guardaba rencor por haber cedido a las insinuaciones de Ta'qkyrin. Sin embargo, me abstuve de expresar mis pensamientos porque sabía que, tarde o temprano, recibiría respuestas a mis preguntas. Creo que hice bien en no presionar a mi antiguo maestro: su expresión se endurecía a medida que avanzábamos hacia el norte. Cuando llegamos a San Petersburgo, me condujo a un vasto apartamento sobre el río Neva, que ocupaba él solo. Los techos eran altos, y los parqués brillaban bajo el lustre del cristal.

– Ponte cómodo -me dijo el yazidi-. Aquí es donde vas a vivir durante el tiempo que tardemos en llevar a buen fin nuestra tarea.

– ¿Qué quieres que haga? -pregunté por fin abiertamente.

– Se trata de matar a un hombre -respondió sobriamente Nuwas al tiempo que tomaba asiento frente a mí.

– ¿Sólo eso? ¿No puedes hacerlo tú solo?

– ¡Oh, no, amigo mío! Ya lo he intentado y he fracasado, como otros antes que yo. Nadie lo ha conseguido. Sólo nosotros dos lo lograremos. A pesar de lo que pasó, tengo confianza en ti, Dalibor. Eres uno de mis mejores alumnos. Estás dotado. Nuestra víctima será impotente frente a tus dones combinados con los míos.

– ¿Quién es ese hombre extraordinario que se te resiste?

– Ése es un secreto que te será revelado esta misma noche por un príncipe de este Imperio. Él te hablará y tú le escucharás sin hacer preguntas. Después yo te contaré en privado todo lo que él ignora; entonces comprenderás por qué me he tragado el orgullo para solicitar tu ayuda.

Para saber más, tuve que aguardar hasta bien avanzada la noche. Después de una cena en solitario y una larga espera en el salón de fumar, percibí movimientos en el piso. Nuwas apareció seguido de tres desconocidos con aires de conspiradores, conducidos por un cuarto granuja en uniforme de gala de oficial con andares de bravucón.

– Príncipe Yusúpov, le presento a Dalibor Galjero -dijo Nuwas señalándome.

Me puse de pie de un brinco y respondí con un leve movimiento de cabeza al amago de saludo con el que me obsequió el príncipe, mientras que, al fondo de la pieza, uno de sus acompañantes hizo una mueca de sorpresa al ver mi rostro.

– ¡Usted! -no pudo contenerse de exclamar.

Al fijarme a mi vez en el hombre que acababa de interpelarme, el estupor se apoderó de mí. Me había topado con aquel individuo unos quince años atrás en la sabana africana: entonces yacía al borde de una marisma y el veneno de una serpiente fluía por sus venas. Ligeramente hinchado, con el cabello más escaso, era el inglés Bentham.

– ¿Se conocen? -preguntó enseguida el príncipe Yusúpov en un tono desconfiado.

– Sí -respondió el otro-. Nos conocimos hace mucho tiempo. Fue en otro continente, durante otra vida… Ya le contaré la historia, es divertida. Pero no es más que una anécdota, y no tiene nada que ver con lo que nos ha traído aquí.

Nuwas, por su parte, me dirigió una mirada interrogante. Con un movimiento de cabeza le confirmé que aprobaba las palabras pronunciadas por Bentham.

– Puesto que al parecer podremos trabajar juntos -continuó el príncipe Yusúpov dirigiéndose directamente a mí-, expondré el asunto en pocas palabras: hace algún tiempo, un aventurero se abrió camino hasta la corte. Era un starets, un místico errante llamado Rasputín, un tosco mujik que apenas sabía leer y escribir. Sin embargo, poseía un don de curación milagrosa y consiguió aliviar con sus conjuros al hijo de nuestro zar de las crisis de hemofilia que padecía. Desde aquel día, su influencia en la familia imperial no ha dejado de aumentar. Interviene en cuestiones políticas, y la zarina no escucha a nadie más que a él. Dice tener visiones y predice una revolución en Rusia si no ponemos fin de inmediato a nuestra intervención en la guerra y a nuestras alianzas militares con franceses e ingleses. Nuestro bien amado zar se muestra también cada vez más sensible al encanto de esa víbora maligna. Por el bien de Rusia, por los fines de nuestra diplomacia y por la victoria final frente a Alemania, debemos deshacernos de ese Rasputín cuanto antes.

– ¿Por qué no dispararle un balazo en la cabeza? -pregunté.

– Ya lo hemos intentado -respondió Yusúpov-. Hemos intentado varias veces envenenarlo o apuñalarlo. Pero todas las tentativas han fracasado. Empiezo a pensar que ese hombre es el diablo en persona. Esa no es exactamente la opinión de su amigo Nuwas, el único que ha logrado herirlo, pero él afirma necesitar de su ayuda para terminar el trabajo. Señor, si nos ayuda a matar a ese demonio, puede estar seguro de que le haremos rico.

– Mis cofres están bastante llenos, príncipe -repliqué-. No necesito dinero. Sin embargo, accedo a prestarles mi ayuda porque aquí estoy rodeado de amigos.

– Como ya debes imaginar, Dalibor, el príncipe Yusúpov no conoce toda la historia de ese campesino salido de la taiga que se ha convertido en el hombre más poderoso de Rusia…

Estábamos de nuevo a solas y Nuwas decidió por fin revelarme las piezas que faltaban en el enigma de Rasputín.

– Tardé mucho en hacer que Ta'qkyrin me obedeciera después de tu marcha -prosiguió-. Tuve que usar bastante el látigo, porque esa perra había recobrado la afición al placer en tus brazos, y vi que su lubricidad no se apagaba. Al fin, al cabo de un año durante el cual tuve que dedicar casi todo mi tiempo a domarla, pensé que se había aplacado. La vida retomó su curso normal. Una noche, el dios Taus me envió la visión de un hombre en un paisaje de nieve, una imagen que no me abandonaba. Decidí salir en su busca pero no lo encontré ni en Mesopotamia ni en Siria ni en Fenicia. Ninguna de las torres de nuestro dios había sido visitada por él. Sin embargo, los sueños se multiplicaban, cada vez más insistentes, más poderosos. Por mucho que se repetían cada noche, yo no alcanzaba a comprenderlos. Cuando regresé al valle de Lalish, descubrí con horror que Ta'qkyrin se había escapado. Sin detenerme a investigar cómo había logrado romper las barreras mágicas levantadas a su alrededor me lancé sin demora en su persecución. De eso hace ya cinco años… Su pista conducía hacia el norte, más allá de la cordillera de Elburz. Atravesé las montañas y llegué a Rusia al comienzo del invierno. Las estepas eran infinitas y, cada noche, soñaba con el hombre misterioso mientras empezaban a caer las primeras nieves. En las proximidades de Moscú, los sueños cesaron de repente y las visiones que me permitían seguir la pista de Ta'qkyrin también se interrumpieron. Ya desesperaba de volver a ver a mi frawarti cuando vi, colgada en las tablas de un quiosco de prensa, la primera página de una revista ilustrada popular. Un grabado representaba al hombre misterioso a la cabecera de un hermoso niño, con esta leyenda: «Rasputín cura al príncipe heredero». ¡Rasputín! Ése era pues el nombre del rostro que me acosaba desde hacía meses. Me dirigí a San Petersburgo sin saber lo que me deparaba allí. La atmósfera era febril, los anarquistas hacían explotar bombas al paso de la carroza imperial y los comunistas llamaban a la revuelta. La policía política estaba por todas partes. Necesité armarme de paciencia para ver al fin al tal Rasputín, en una explanada a la salida de una misa en la que había acompañado a la zarina. Me situé en primera fila de la multitud, buscando algún medio de atraer la atención del mujik.