– No tengo nada que ofrecer, Hezner. Ningún conocimiento técnico. Como máximo serviría para mendigar a la puerta de sus sinagogas. ¡Suponiendo que los suyos me dieran limosna!
– No minimice sus talentos. Usted trabajó en el Ahnenerbe. Creó el Instituto casi usted solo. Aquello no fue solamente un señuelo concebido por Heydrich con la finalidad de comprometer a Himmler. Usted hizo acudir a sabios de renombre y llenó sus archivos de documentos excepcionales. ¿Por qué no empezar de nuevo una obra así, pero esta vez en provecho de los que combatió en otro tiempo? Unirse a nuestras filas, se lo garantizo, es la única vía razonable que se le presenta. Hace muecas, Gärensen, pero sabe que tengo razón.
Thörun, con los ojos cerrados, sacudió la cabeza en señal de negación.
– Usted no es antisemita, Gärensen. No de un modo visceral. Su mujer era judía y usted la amaba. Considere mi oferta en su memoria. No es la propuesta de un loco o un desesperado.
– Los Galjero… -murmuró Thörun como si interpusiera un débil escudo.
– Los Galjero deben salir de su vida -enunció Hezner en un tono profetice-. Olvide su venganza. Sólo es una máscara que oculta el vacío de su existencia. Los Galjero no pertenecen al mundo de los hombres. Bórrelos de su memoria. Su llama terminará por extinguirse por sí sola. Perseguirlos sólo le servirá para asegurarse la desgracia. Esto lo comprendí ya hace tiempo y no tengo el menor interés en ellos.
Sin apartar sus ojos brillantes de Thörun, Ruben Hezner se arrodilló en el suelo y se envolvió de nuevo en sus cobertores. El anzuelo estaba echado. Sólo haría falta un poco de tiempo para que Gärensen mordiera la carnada. El viejo doctor lo sabía y no insistió cuando el noruego, sin despegar los labios, cerró la puerta del calabozo detrás de sí. De nuevo abandonado en la oscuridad más absoluta, Hezner esperó unos minutos y después empezó a entonar para sí mismo un largo canto de plegaria…
La senda tenebrosa
– ¿Hay novedades, senador Monti?
En el despacho de su residencia en Estados Unidos, lord Bentham parecía estar siendo presa de una terrible ansiedad. Lewis Monti nunca le había visto tan tenso, tan manifiestamente ávido de conseguir al fin algún resultado tangible. Ni siquiera semanas antes, cuando tuvo conocimiento del fracaso de Tewp y Gärensen en Estambul, lo encontró tan nervioso, tan contrariado.
– Estamos afrontando grandes dificultades para montar la operación, señor -empezó Lewis-. Aún ignoramos por qué Dalibor Galjero se ha pasado por su voluntad a los soviéticos del NKVD. Es la única información que Ruben Hezner ha conseguido reservarse, a pesar de las tres inyecciones de pentotal que nuestros amigos le han administrado. Según todos los indicios, Galjero está en Moscú. Alien Dulles nos ha dado prioridad en las escuchas, y ha corrido la voz a sus honorables corresponsales sobre el terreno. Seremos informados de inmediato en cuanto surja el menor rumor con relación al tema que nos ocupa.
– ¿Y mientras tanto?
– Me dispongo a viajar a Moscú. No es empresa fácil, en los tiempos que corren. Por su parte, Tewp acaba de informarme de que regresa a Estambul. Tiene previsto reunirse con Gärensen para proseguir con la vigilancia del doctor Ruben Hezner. Eso es todo por ahora.
– Perdone mi brusquedad, senador, pero a mi juicio es suficiente -gruñó Bentham-. El tiempo apremia… Ahora más que nunca.
Lewis se disponía a hacer una pregunta que quedó suspensa en sus labios. Notó que Bentham tenía ganas de hablar. Al ver su expresión, juzgó preferible dejarle continuar.
– La edad, Monti. Y ahora la enfermedad. Los Galjero asesinaron a mis dos hijos, hace ahora quince años. Quince años en los que no he vivido más que para encontrar a los asesinos. Quince años de búsqueda por el mundo. Mi mujer y yo no hemos hecho sino acumular decepciones y vanas esperanzas. Estos quince años nos han agotado, nos han vaciado. No me queda mucho tiempo de vida, Monti; unos meses, un año a lo sumo. Las medicinas y las curas no servirán de nada. Quiero que encuentre a los Galjero antes de que sea demasiado tarde. Quiero irme con esa satisfacción ¿lo comprende?
– Lo siento mucho, lord Bentham, no sabía que…
– Dejemos eso, ¿quiere? -cortó el anfitrión con una sonrisa forzada-. Ahora conoce el motivo que me obliga a presionarle. No hablemos más de ello y ocupémonos de los detalles prácticos. ¿Cómo piensa entrar en la Unión Soviética y realizar su investigación?
– Dulles y Donovan, del OSS, me han sugerido la idea. Es peligrosa, pero es la única que tenemos. A cambio de algunos servicios que me he comprometido a prestarles en Moscú, ellos me ayudarán a ponerla en práctica. Es una estratagema que podría descubrirse en cualquier momento, desde luego.
– ¿En qué consiste?
– El FBI está desde hace tiempo infiltrado en el Partido Comunista americano. Incluso algunas de sus células están compuestas íntegramente por agentes gubernamentales.
– ¿Y?
– Dentro de tres meses se celebrará un congreso en la Unión Soviética donde se decidirán las directrices Komiterm. Pensamos aprovecharlo. Desembarcaremos en Moscú al mismo tiempo que la delegación americana del PC.
– ¿Quiere hacerse pasar por un militante comunista? -Bentham se echó a reír.
– Yo y algunos más, sí. ¿No me cree capaz?
Bentham frunció las cejas.
– ¡No, por Dios! Usted es un león, Monti, lo sé muy bien. Pero la empresa es arriesgada. ¡Terriblemente arriesgada! Nuestras relaciones con los rusos se envenenan cada día que pasa. Stalin no le haría ascos a una guerra. Hasta me pregunto si en realidad le teme a nuestra bomba atómica.
– Goza de una profundidad estratégica mucho mayor que la nuestra, eso es evidente -confirmó Monti-. Y Rusia sabe encajar los golpes, incluso los más violentos. Lo demostró contra los nazis. Pero ése no es nuestro problema. No se espera que estalle un conflicto abierto entre la URSS y Estados Unidos de hoy para mañana. Si nos detienen, sé lo que significará para nosotros. Estados Unidos no hará nada por recuperarnos. ¡Pero voy a intentar la jugada! ¡Sin la menor duda!
– Admiro su determinación, Monti. Es la prueba de un valor que yo no poseo.
– Estoy seguro de que se habría unido a nosotros si su estado se lo hubiera permitido.
– Es posible, Monti… Pero hábleme de esos temerarios que van a acompañarle.
Bubble Lemona no entendía nada. En los primeros momentos, no obstante, todo le había parecido fácil, incluso demasiado simple. Pero a medida que pasaba las páginas del opúsculo, el texto se iba volviendo complejo, contradictorio, irreal a fuerza de comentarios, de alusiones oscuras y de palabras que nunca había oído pronunciar, ni siquiera en las profundidades del barrio negro de Harlem. Cómodamente hundido en los gruesos almohadones de su cama, una botella de bourbon al alcance de la mano y un cenicero cerca de él para recoger las cenizas de un cigarro tan panzudo como él, Bubble se irritaba con las sutilezas de la filosofía. Dado que sus esfuerzos por entender a Marx se habían revelado poco menos que infructuosos, había optado por una aproximación más sistemática al problema. En una librería situada entre Ámsterdam y Broadway y siguiendo los distendidos consejos de una bonita dependienta de blusa ceñida, había adquirido por tres dólares una obra de introducción a la historia del pensamiento.
«En filosofía todo se mezcla -le había explicado la chica-. Las referencias se entrecruzan. No se puede estudiar un extracto de forma aislada, como si se cortara un trozo de salchichón. Empiece por hacerse una visión de conjunto.»
¡Una visión de conjunto! Cierto, la frase sonaba bien, incluso adecuada. Pero antes de llegar a la época moderna, el sumario de aquel libro del demonio anunciaba que había que pasar por las etapas presocrática, socrática, aristotélica, neoplatónica, estoica, agustiniana, calvinista, cartesiana, espinozista, kantiana, hegeliana, kierkegaardiana… La perspectiva de semejante recorrido le daba vértigo. Concienzudo en su resolución, enseguida comprendió que Parménides sostenía exactamente lo contrario de lo que profesaba Heráclito, sin que de todas maneras llegara a captar el verdadero objeto de su querella. Las posiciones de Sócrates sobre la naturaleza esencialmente razonable del hombre le hicieron reír tanto como las tiras cómicas de Popeye de los periódicos; las de Aristóteles sobre la utilidad de cada cosa en el universo le parecieron dudosas sin que supiera exactamente por qué; en el capítulo sobre el Renacimiento se indignó al encontrar problemas ya expuestos por Platón o Porfirio replanteados por Marsilio Ficino y Pico della Mirandola; se saltó a Lutero, ya que no le gustaba la sonoridad del patronímico, y leyó dos veces el artículo consagrado a Kant sin sacar nada en claro de las proposiciones del alemán; en cuanto a Hegel, concluyó que se limitaba a enunciar evidencias, y no comprendía por qué aquel tipo merecía el título de filósofo. Por fin, cuando llegó a la página en la que se resumía el pensamiento de Karl Marx… ¡llamaron a la puerta! Bubble echó una ojeada a su reloj y se sobresaltó. Pasmado de haber perdido toda la tarde en lecturas, echó con furia el contenido de su cenicero en el cajón de la mesa de noche, hizo volar de un soplo las cenizas esparcidas por el cubrecama, se subió con una mano húmeda las ligas de sus calcetines, se puso los pantalones sobre los calzoncillos de seda bordados con sus iniciales y deslizó sus gruesos pies dentro de sus zapatos. Ante él se contoneaba una rubia alta, de bonitos pómulos, con un traje chaqueta ajustado que le ceñía el cuerpo.