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»¡Taus! -grité, esperando que el nombre de mi dios actuara como un sésamo-. ¡Taus me conduce a ti!

»Pero por respuesta sólo recibí una mirada desconcertada, que apartó enseguida. A mi lado, un hombre al que no había prestado atención sacó de un bolsillo un revólver y apuntó el cañón sobre el starets al grito de "¡Viva la revolución!". Justo antes de que su dedo apretara el gatillo, descargué el puño sobre su brazo y lo desarmé. La policía lo capturó y me presentó al mujik, que no había perdido detalle de la escena.

»-Me has gritado algo que no he entendido, y ahora me salvas la vida… ¿quién eres?

»-He dejado mi país para salir en tu búsqueda después de haberte visto en mis sueños -expliqué-. Pero no sé todavía quién de nosotros es el maestro y quién el alumno. Sea como sea, no dudo que el destino ha querido reunimos.

»Las circunstancias de nuestro encuentro intrigaron a Rasputín. Me hizo subir a su coche y me llevó con él al Tsarkoie Selo, el Palacio de Invierno, donde tenía sus apartamentos. Numerosos aprendices habían venido a mí en el valle de Lalish. Todos eran excepcionales y tú, Dalibor, lo eres más aún. Pero Rasputín os supera a todos en materia de poderes extraños. De su persona emana un brillo, un aura de una intensidad sin igual. Sin embargo, no sabía nada de Taus ni de los yazidis. Ignoraba todo lo que le nombraba. Después de conversar un rato con él comprendí que no era más que un campesino inculto y miserable, aunque bastante dotado para aprovecharse de un carisma extraordinario y de cierto don de magnetismo que le hacía pasar por un brujo o por un santo, según sus maneras provocaran rechazo o atracción. Porque era ante todo un seductor, un macho cabrío eternamente en celo que no podía vivir sin las mujeres. Conquistadas y trastornadas a la vez por su cuerpo, que no lavaba jamás, las delicadas condesas de la corte rusa se entregaban a él con voluptuosidad, y rumores persistentes daban a entender que la propia zarina gozaba de su miembro más a menudo que del de su esposo. Por su parte, él advirtió que yo no era un hombre corriente e intentaba averiguar mi identidad. Éramos como dos lobos que se olfatean sin saber qué les conviene más, si combatir o confraternizar. Indeciso todavía, Rasputín ordenó que me acompañaran a la salida prometiéndome una pronta nueva audiencia. Aquella misma noche, la Ojrana puso cerco a mi buhardilla y la asaltó. Tuve que huir por los tejados para escapar a la brigada movilizada. Sin duda juzgándome más peligroso que amigable, Rasputín había ordenado eliminarme.

»Dormí en cuadras o en sótanos, me escondí de las patrullas de policía que peinaban la ciudad y no hablé con nadie hasta que, con el empleo de algunas de las artes que te he enseñado, me introduje en el Palacio de Invierno. Rasputín ya era mi enemigo declarado, y quería matarlo. Sin embargo, cuando después de no pocos ardides llegué al fin cerca de las ventanas de sus apartamentos, vi al mujik en conversación con una esbelta criatura de cuerpo fino, envuelto en un vestido ajustado. Fue como si me arrancaran el corazón porque, ya lo has adivinado, ¡aquella muchacha era Ta'qkyrin! Mi brazo se debilitó y mi espíritu se tambaleó. Me batí en retirada sin intentar nada aquel día. Necesité tiempo para aceptar lo que había presenciado, pero por fin aquella escena daba cierto sentido a todas las aventuras por las que había atravesado desde la noche en que soñé por vez primera con aquel desconocido en la nieve. Seguramente Ta'qkyrin había sentido como yo la misteriosa llamada del mujik… Pero ella la había interpretado mejor y, no me atrevía a imaginar de qué modo, se había convertido en su musa y protectora. Los dones naturales del hombre unidos a los poderes fantásticos del hada convertían a Rasputín en un adversario formidable. Si quería que Ta'qkyrin volviera a mí, necesitaba encontrar aliados para abatir a aquel perro lúbrico. Hacía tiempo que había comprendido que el corazón de Rusia bullía de enemigos del starets. A pesar de la policía, que me seguía el rastro, no me fue difícil acercarme al más encarnizado de sus adversarios, Yusúpov. Por más que fuera un príncipe de sangre real, el gran duque estaba menos protegido que el mujik milagrero. Le demostré mi valía con algunos trucos fáciles que le impresionaron y le convencieron de que si había un hombre capaz de enfrentarse a Rasputín de igual a igual ése era yo. Me brindó su protección y juntos planeamos varios atentados contra nuestro objetivo. Todos fracasaron, y tuve que rendirme a la evidencia: protegido en la sombra por el hada Ta'qkyrin, Rasputín era invencible. Necesitaba un compañero tan versado en las artes mágicas como yo. ¡Necesitaba a Dalibor Galjero!

La historia de Nuwas era increíble y aterradora, pero me exaltó la perspectiva de enfrentarme a un brujo poderoso por primera vez en mi existencia. Me guardé, no obstante, de mostrar mi entusiasmo, porque me asaltaban algunas preguntas.

– ¿Qué suerte le reservas a Ta'qkyrin? -le pregunté al yazidi-. ¿Pretendes convertirla de nuevo en tu prisionera en el valle de Lalish? ¿La castigarás con tu látigo durante siglos?

Nuwas extendió sus manos encima del fuego que crepitaba en el hogar. Cuando se volvió hacia mí, su expresión era de absoluta crudeza.

– No, Dalibor. Voy a matarla. Y después te ayudaré a deshacerte de tu Laüme.

– ¿Matar a Laüme? -exclamé-. Pero ¿para qué iba yo a hacer algo así? ¿Porqué?

– Debes hacerlo. Es el precio que debes pagar por los dones que te ha concedido Malek Taus. Es lo que te exige por haberte sacado del río del tiempo y haberte hecho inmortal. Es también su condición para librarte de los espectros que esperan el instante propicio para vengarse de ti.

Ante esas palabras, un sudor infecto se deslizó entre mis omoplatos. Por una fracción de segundo, reviví las terribles semanas pasadas en la India conjurando los fantasmas de mis víctimas, y me eché a temblar.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunté con la voz quebrada.

Erguido en toda su altura, Nuwas recobró ante mí la estatura de mi antiguo maestro. Sonrió.

– Nada de lo que te concierne me es ajeno, Dalibor. A pesar de tu traición, tu suerte siempre me ha importado. Ahora, te ha llegado la hora de cumplir tu destino. Lo sabes en lo más profundo de tu corazón: la muerte de Laüme es la garantía de tu porvenir.