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¡La muerte de Laüme! Mi espíritu se anegaba en sombras ante ese pensamiento. Y sin embargo, sabía que Nuwas estaba diciendo la verdad: la muerte de Laüme era el precio de mi inmortalidad.

– Sé fuerte, Dalibor -me conjuró Nuwas-. Laüme es para ti una raíz exangüe de la que ya no puedes extraer fuerza alguna. Ella te rechaza y busca con avidez a otro hombre para que la haga madre.

Ya ni siquiera me sorprendía que Nuwas conociera aquellos hechos. ¿Para qué preguntarle de dónde los sacaba? Lo cierto era que sus palabras eran justas. Laüme me había prometido la inmortalidad, pero nunca me la había concedido. Y ahora, he aquí que me arrojaba de su lecho y no me quería como padre de su hijo. ¿Con quién intentaría la experiencia de la maternidad? ¿De qué libertino tomaría la semilla? Y si lograba sus fines ¿qué ser surgiría de sus entrañas sino el usurpador de la línea Galjero? ¡El usurpador de mi propia carne, de mi propia vida! Decididamente, Nuwas estaba en lo cierto: más valía matar al hada antes que tales infamias tuvieran efecto.

Estos pensamientos encendieron en mí una cólera inmensa.

– ¿Tú sabes cómo dar muerte a las frawartis? -pregunté-. ¿Es posible matarlas?

– Sí. Es complicado, pero es posible. Yo conozco el medio.

– ¿Cuál es?

Nuwas abrió la boca, pero nada salió de sus labios. Pareció dudar un instante entre la revelación y el silencio.

– Existen dos -declaró por fin-. El primero es complejo y aleatorio. Casi irrealizable, tanto que exige que se reúnan unas circunstancias excepcionales. No podremos utilizar éste con Ta'qkyrin. En cambio, con Laüme…

– ¿Qué circunstancias? -le apremié.

– La frawarti debe manifestar la voluntad de abdicar parcialmente de su estado. Como en el caso de Laüme, debe haber emprendido el camino de su metamorfosis. Si logra hacer que la vida eclosione en su interior, durante su embarazo perderá cada día un poco de su poder. Eso es tan inexorable como el movimiento de la marea descendente. En el momento del parto, será tan vulnerable como una humana. Después, recuperará su fuerza rápidamente, pero ya será demasiado tarde.

– ¿Matar a Laüme cuando dé a luz?

– En el preciso instante en que su hijo asome la cabeza. Entonces, por un breve soplo, dejará de ser un hada.

Permanecí en silencio, absorto en mis pensamientos. Sentado en una poltrona, apretaba la cabeza entre mis manos para reflexionar mejor.

– ¿No me preguntas cómo hacer para matar a Ta'qkyrin? -preguntó Nuwas después de haber respetado aquellos instantes de reflexión.

Absorto en la perspectiva del asesinato de Laüme, me había olvidado por completo de Rasputín y del complot tramado en torno a él. Con un movimiento de la barbilla, indiqué que estaba atento de nuevo.

– Puesto que mi propia frawarti, al contrario que la tuya, no manifiesta ninguna veleidad maternal, tendremos que afrontarla siguiendo un ritual. Eso exigirá de nosotros coordinación y concentración… ¿estás dispuesto a consagrar muchas horas al entrenamiento?

– ¿Qué hay que hacer?

– Traspasar en perfecta armonía dos puntos vitales de Ta'qkyrin. Tu objetivo será el corazón, con exclusión de todo lo demás. El mío, la fontanela, los riñones, o bien el punto donde debería estar su ombligo. Las circunstancias lo decidirán.

– ¿Y si fracasamos?

Sin contestarme, Nuwas se acercó a una mesa, tomó una garrafa y sirvió dos vasos de alcohol fuerte.

– Nuestras aventuras se detendrán ahí, Dalibor. Será mala suerte para nosotros, pero habremos vivido mejor que nadie sobre este perro mundo.

Como quería mi maestro, practicamos cinco días, soportando fastidiosas repeticiones. Primero nos entrenamos con maniquíes de paja; después, le pedimos a Yusúpov autorización para actuar sobre blancos vivientes con el fin de pulir nuestra técnica. El príncipe accedió a nuestro deseo y nos proporcionó cinco muchachas, aprendices de bolchevique o de anarquista, que se pudrían en sus calabozos desde había semanas. Las liberamos de sus cadenas, les entregamos puñales idénticos a los nuestros y las soltamos en los sótanos de palacio. Queríamos que se debatieran y que nos opusieran la resistencia más feroz, para acostumbrarnos a lanzar los dos golpes de forma simultánea incluso en circunstancias difíciles. Las traspasamos a todas sin vacilación y en una perfecta armonía.

– Por fin estamos listos -anunció Nuwas cuando hubimos acabado con la última prisionera-. Ahora debemos consultar a Bentham para fijar la fecha de nuestra operación. ¿Cómo es que os conocéis?

Le narré brevemente el incidente del Transvaal y le pregunté a mi vez cuál era el papel del inglés en la corte de los zares.

– Es un diplomático, hijo de lores y pronto heredero de un título. Es algo espía también, y procura evitar que Rusia firme un armisticio con los alemanes. Si eso ocurriera, Inglaterra y Francia tendrían que hacer frente sin otra ayuda a todo el peso de los ejércitos del Kaiser. La guerra estaría perdida sin remedio para ambos.

– El hecho de militar a favor de esa paz convierte a Rasputín en un enemigo directo de la corona británica.

– Exacto. Bentham es un hombre inteligente. Auguro en él un potencial interesante. Creo que él también lo presiente, pero ignora cómo hacer que fructifique. Le fascina todo lo oculto. Sin duda nos ayudará lo mejor que pueda.

– No estoy aquí bajo mi identidad oficial -me confió Bentham-. Mis documentos están extendidos a nombre de Oswald Rayner. Sólo el entorno inmediato del príncipe Yusúpov, Nuwas y usted conocen mi secreto, Dalibor. Espero poder confiar en usted y que no me traicione.

Sentado frente a mí, Bentham me escrutaba con una mirada extraña.

– No tengo ningún motivo para perjudicarle -aseguré-. Aquí menos aún que en el Transvaal. En África tenía buenas razones para matarle, y en cambio le salvé la vida. ¿Por qué desconfía de mí ahora?

– No es desconfianza, sólo precaución, eso es todo -dijo el inglés-. A fin de cuentas, Rasputín tiene poder para hacer que nos detengan y nos torturen a todos. Ya está detrás de usted, según creo. Si alguna vez tuviera usted que contestar a las preguntas de la policía secreta y pronunciara mi verdadero nombre por descuido, el huésped de Buckingham se vería en un aprieto.

– Puede tranquilizar a su rey -afirmé con una sombra de desprecio-. No me permitiría semejante desliz.

– Muy bien. ¿Cómo vamos a proceder para eliminar a nuestro hombre? Esta vez no quiero fallos. Ese crápula debe morir cuanto antes. Nada de métodos de aficionados, empleen los mejores medios. Y no me oculten nada, quiero saberlo todo de sus procedimientos.

Nuwas me dirigió una discreta señal de impotencia. Bentham era una carga más que una ayuda para nosotros, pero debíamos cumplir con sus exigencias para asegurarnos el éxito de nuestra acción.

– Si Rasputín sale indemne de todos los atentados, es porque goza sin duda de una forma de protección que yo conozco bien -dije-. Una vez nos desembaracemos de ese paraguas, se volverá tan vulnerable como un niño. Por tanto, el principal problema al que nos enfrentamos es privarle de su escudo.

– No entiendo palabra de lo que dice, pero parece apasionante -dijo Bentham, exultante-. Continúe, se lo ruego.

– Nuwas sabe igual que yo quién le proporciona su escudo. Es a esa persona a quien hay que hacer hablar.

– ¿Cómo? ¿Quiere decir que Rasputín no actúa solo? ¿Que recibe ayuda?

– Una gran ayuda, en efecto -recalcó Nuwas-, sin la cual jamás habría podido convertirse en el hombre que es ahora.

– Es una mujer -dije yo-. Es imprescindible que la matemos delante de Rasputín.

– ¿Matar a una simple mujer? -se asombró Bentham-. ¿Eso es todo lo que hay que hacer? Pues bien, caballeros, ¡acabemos con esa pájara, y a otra cosa!