– Esta mujer es diferente -gruñó Nuwas en un tono maligno-. De ella emanan poderes que usted no puede concebir.
– ¿Poderes? ¿Qué quiere decir?
Permanecimos mudos. El espía insistió. Como nos negábamos a revelarle nada, nos amenazó:
– ¡No levanten una cortina de humo, señores! Tal vez el príncipe Yusúpov se deje tomar el pelo, pero yo no. ¿Quieren decirme de una vez de qué poderes están hablando?
Enervado por el inglés y harto de aquella conversación, saqué del cinturón la varita de ámbar que nunca me abandonaba y la apunté hacia él por un breve instante. De inmediato, Bentham empezó a gritar como un cerdo en el matadero. Su piel adoptó una tonalidad escarlata y su lengua se hinchó de tal modo que tuvo que abrir la boca para dejarla salir. Detuve mi sortilegio enseguida. Derrumbado en la alfombra, el falso agente secreto Oswald Rayner parecía haber sido víctima de una insolación. Su piel parecía castigada por una fuerte sesión de sol.
– He aquí «mis» poderes -dije, guardándome mi arma-. En cuanto a los de la mujer, son aún mayores…
– ¿Cómo… cómo lo ha hecho? -dijo mientras se levantaba, jadeante-. ¡Es imposible!
– ¿Quiere que repitamos la experiencia?
– ¡No! ¡Eso sí que no! Les concedo toda mi confianza. Hagan lo que mejor les parezca, gentlemen…
De acuerdo con Yusúpov, elegimos la velada del 16 de diciembre para actuar. El príncipe, jefe del partido occidentalista favorable a la prosecución de la guerra, había invitado oficialmente al eslavófilo y pacifista Rasputín a una cena de reconciliación. El objetivo era separar al starets de Ta'qkyrin para evitar una confrontación colectiva que no podía sino ponernos en franca desventaja. Matar a la frawarti era nuestra prioridad. Una vez abatida ésta, Rasputín no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir a nuestros ataques. Ocultos en un rincón del palacio de Tsarkoie Selo, esperé junto con Nuwas a que nos confirmaran la presencia del mujik junto al gran duque.
Dejamos pasar unos minutos antes de dirigirnos al apartamento donde sabíamos que se encontraba Ta'qkyrin. Tal como habíamos presentido, ella había protegido los accesos a su cámara mediante guardianes sutiles. Al entrar en su campo de acción sentimos los típicos efectos: angustia repentina, náuseas violentas. Por fortuna, habíamos puesto en práctica los medios de prevenirnos de esos ataques y franqueamos las barreras casi sin molestias. Echamos la puerta abajo e irrumpimos en la cámara de la frawarti, puñales en ristre. Sorprendimos al hada mientras reposaba, sin temor, en un diván. Nuwas, el rostro tenso y los ojos constreñidos como los de un tigre, se precipitó sobre ella, que no pudo esquivarle. Ambos rodaron por el suelo, enlazados. Por mi parte, yo buscaba descargar el golpe en aquel torbellino pero no encontraba el ángulo adecuado. Por fin, la zona del corazón pareció despejarse y asesté el primer golpe. Sentí claramente como mi hoja penetraba por el costado y horadaba una masa más densa. Había tocado el músculo cardíaco. Un raudal de sangre corrió por mi muñeca y mi brazo. Ta'qkyrin profirió un grito, pero su vigor estaba intacto. Tomó el reverso de mi chaqueta y me proyectó lejos, mientras aprisionaba con la otra mano la garganta de Nuwas. Choqué con la pared y, a resultas de la violencia del golpe, dejé caer mi arma.
Con mi puñal clavado en pleno corazón, Ta'qkyrin luchaba con vigor. Estaba sentada sobre el pecho de Nuwas y golpeaba el cráneo de mi maestro contra el suelo con una fuerza decuplicada, mientras profería palabras en una lengua desconocida para mí. Escuché un ruido de huesos al romperse, y un charco rojo manchó el parqué bajo el occipucio reventado de Nuwas. Blanca de cólera y de odio, Ta'qkyrin redoblaba con saña los golpes. Habíamos perdido la partida. Habían bastado unos segundos para desbaratar nuestro lamentable ataque y volver la situación a su favor.
El miedo me invadió de repente. Miedo a morir. Miedo a perder todo lo que había conseguido. Miedo, sobre todo, de no cumplir jamás mi destino. Quise huir, pero mientras me incorporaba, una llama de orgullo y de ferocidad consumió toda mi debilidad. Di un salto y arranqué el puñal de la mano del yazidi agonizante; retiré mi propia hoja del corazón de Ta'qkyrin y hundí al mismo tiempo las dos armas, una en el vientre y la otra en la coronilla del hada. La frawarti no gritó; se desmoronó sobre sí misma. Su cuerpo se arrugó como una hoja de papel aplastada. En un segundo, su carne se convirtió en ceniza, mientras que su larga cabellera volaba en destellos cristalinos. Saqué a Nuwas de debajo del horrible cadáver. Estaba inconsciente pero aún vivía. Su respiración era fuerte, su pulso firme. Lo extendí sobre un sofá y le hice un vendaje improvisado en la cabeza para detener la hemorragia. Mi maestro abrió los ojos un instante.
– Busca a los guardianes que Ta'qkyrin ha fabricado para proteger a Rasputín -me ordenó en un susurro-. Destrúyelos y ve a matar a ese perro. Date prisa, Yusúpov te espera…
A mi pesar, no sin antes prometerle que volvería, registré la pieza en busca de los fetiches protectores. Los encontré al fin en un secreter cuyos cierres tuve que romper a golpes de bota. Hice pedazos las estatuillas contra el suelo y dejé a Nuwas para cumplir sin más demora mi segunda misión. Mis ropas estaban rojas de sangre y no podía irrumpir en ese estado en la cena del príncipe sin provocar la desconfianza de Rasputín. Tuve que hacer un alto en mis aposentos para ponerme presentable. Por fin, a las once de la noche me hice anunciar en la sala donde se celebraba la cena. Bentham se adelantó a recibirme para informarse. En cuanto entró en la antecámara donde yo aguardaba, su rostro palideció.
– ¿Y bien, Galjero? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está Nuwas?
– Estoy solo -respondí con voz apagada-. Nuwas no vendrá. La cosa ha estado a punto de salir mal, pero yo puedo enfrentarme a Rasputín. Sus protecciones han saltado.
– ¿Está seguro? -preguntó el inglés.
– Absolutamente. ¡Vamos!, ¡terminemos con esto!
Siguiendo al supuesto Oswald Rayner, entré en la sala donde cenaba Rasputín. Me presentaron rápidamente a él, inventando para mí la condición de consejero. El personaje me hizo pensar en Forasco, el adiestrador de perros que había marcado mi juventud. Era igual de sucio que él y olía aún peor. Se sentía de inmediato que aquel hombre era un macho cabrío, una criatura del averno anclada en lo más profundo de la tierra: un animal antes que un ser humano. Su carisma era innegable, sin embargo. De su persona emanaba un encanto hipnótico que mesmerizaba y bajo el cual las almas blandas debían de fundirse sin resistencia. Incluso Yusúpov, que poseía la anchura de hombros de un luchador de feria, se encogía en su presencia y tartamudeaba cuando él le dirigía la palabra.
Me mantuve al margen durante unos instantes, observando, sentado en un canapé angular al lado de Bentham. A pesar de mi silencio, Rasputín dirigía la mirada hacia mí con frecuencia y me escrutaba más tiempo del que habría empleado si no hubiera recelado nada. En el salón, la atmósfera estaba saturada de olores de sudor agrio y de tabaco. Bentham esperaba a que entrara en acción, pero yo permanecía inexplicablemente inerte. Todos mis pensamientos estaban volcados en Nuwas, temía que muriese y eso aniquilaba en mí toda tentativa de acción. El inglés se retorcía de impaciencia a mi lado, e intentaba sacarme de mi torpor con discretos codazos en mi costado. Por fin, exasperado por mi inercia, sacó de pronto su revólver de la funda y abrió fuego a bocajarro sobre el mujik. Este, aunque herido, con una mancha roja extendiéndose por su pecho, apenas se sacudió con el golpe. Gruñó como un oso y se levantó cuan largo era para prepararse a combatir. Agarró por la garganta a un partidario de Yusúpov y le aplastó la tráquea con una sola mano. Bentham disparó otra vez y alcanzó a Rasputín en el torso, sin conseguir contener su furia en lo más mínimo. El propio príncipe tomó un cortaplumas de una consola y la arrojó contra su enemigo, pero la punta del arma se rompió contra la pesada cruz de oro que adornaba el pecho del starets. Bentham efectuó otros tres disparos, y uno más que falló. Inexplicablemente, el brujo seguía con vida.