Выбрать главу

– ¡Haga algo, Galjero! -chilló Bentham-. ¡Mátelo!

Fue como si saliera de un sueño. Saqué mi varita de ámbar y la apunté hacia Rasputín. Apenas empezaba a concentrarme cuando el monje se dirigió directamente hacia mí. Rodeó mi talle con los brazos e intentó quebrarme el espinazo. Mi varita se rompió bajo la carga y el ámbar se derramó por el suelo. Resistí con todas mis fuerzas el ataque del mujik y logré desequilibrarlo. Rodamos por el suelo, librados a un combate a muerte. Se había colocado encima de mí y presionaba mi tráquea cuando Bentham le dio un violento golpe en la sien que lo aturdió un instante. Me incorporé jadeante, pero el energúmeno tensaba ya los músculos para volver a la pelea. Su respiración era ronca y sus pulmones perforados silbaban de manera horrible. Yusúpov se acercó con un hacha que había ido a descolgar de una panoplia de la pared. Sin vacilar, abatió el hierro sobre su enemigo y le cortó el cuello a medias. Un geiser de sangre se elevó. El cuerpo del gigante sufrió aún algunas sacudidas; después, su carcasa se inmovilizó por completo. Durante largo tiempo contemplamos los despojos de Rasputín como si se tratase de un león monstruoso vencido tras una lucha épica. Estábamos extenuados, las ropas en desorden, empapadas de sudor y pegajosas de sangre.

– Echemos este trozo de carne al Neva -ordenó Yusúpov.

Hubo que transportar el cadáver por la nieve hasta la orilla del río, cuyas aguas estaban congeladas, y romper con picos la gruesa capa de hielo, lo que requirió cierto tiempo. Por fin pudimos deslizar el muerto en su tumba congelada. Nadie rezó por el descanso de su alma, tampoco nadie sonrió para celebrar su muerte, ni siquiera Yusúpov. Tan pronto como el cuerpo hubo desaparecido, regresé corriendo al Palacio de Invierno y me reuní con mi maestro en el lugar donde lo había dejado. El vendaje improvisado estaba rojo de sangre, y tenía los ojos cerrados. Su respiración era entrecortada. Me aplicaba en vano a sacarlo de su inconsciencia cuando Bentham irrumpió en la pieza. Incrédulo, se detuvo a observar el bloque de materia repugnante, de formas vagamente femeninas, en que se había convertido Ta'qkyrin.

– ¿A qué horrores han sometido a esta muchacha? -preguntó el inglés sin ocultar su repulsión.

– ¡Era enemiga de usted, Bentham! No lo olvide.

Él gruñó, y tocó con la punta del zapato el montón de polvo. La figura del hada se dispersó en el aire como el polen de diente de león esparcido por el viento. Bentham se encogió de hombros y se puso a registrar la pieza metódicamente. En el palacio resonaba ya una agitación insólita. La noticia de la muerte de Rasputín se propagaba… Enviados por Yusúpov, unos hombres de la Ojrana se reunieron con nosotros, y después el propio gran duque nos honró con su presencia. Se había cambiado y arreglado. Le echó un vistazo a Nuwas y prometió hacer que le atendiera su médico personal en la mejor de las clínicas imperiales.

– Yo me encargaré del restablecimiento de este hombre -aseguró-. Será mi huésped hasta su completa recuperación. Usted también puede quedarse, señor Galjero. La Triple Entente le debe un inmenso servicio. La guerra contra Alemania continuará sobre dos frentes, y ello es obra suya en buena parte.

Pero yo apenas escuchaba los agradecimientos del ruso. Los acontecimientos de la velada me habían destrozado. Había matado a Ta'qkyrin, la primera mujer a la que había poseído con plena conciencia, pero también, y sobre todo, una frawarti, la gemela de Laüme. Necesité varias horas para salir del abatimiento que me abrumaba, una fatiga que apenas fue atenuada por largas horas de sueño.

A mediodía del solsticio de invierno me reuní con Bentham a la orilla del Neva y fuimos a visitar a Nuwas al hospital. Yusúpov no había mentido: le habían asignado una enfermera para su atención permanente y había sido operado por los más hábiles cirujanos. Uno de ellos me aseguró que no habría que lamentar ninguna secuela física ni mental.

– La masa cerebral de su amigo está intacta o poco menos -dijo el médico-. El hueso sanará. Ahora necesita reposo. En unos meses, con un poco de suerte, estará completamente restablecido.

Tranquilizado en cuanto al estado de mi maestro, dejé Rusia en compañía del inglés.

– Oswald Rayner ha terminado su trabajo -bromeó Bentham-. Ya no tiene nada que hacer aquí. Regreso a la madre patria. ¿Qué va a hacer usted, Galjero?

– Aún no lo sé.

– ¿Por qué no me acompaña? Yo podría encontrarle un buen partido. Las inglesas no carecen de encanto, y muchas de ellas poseen fortuna.

Naturalmente, decliné la invitación; prefería reunirme con Laüme, a quien sabía en Nueva York. Mi instinto me impelía a ir con ella. Tenía que volver a verla a toda costa. ¿Intentaría convencerla de que me aceptara de nuevo a su lado? ¿O labraría su destrucción como quería mi dios Taus? Aún estaba indeciso…

En aquel mundo en guerra, el viaje fue largo y penoso. Cuando por fin llegué junto al hada, ella me abrió la puerta con tanta naturalidad como si nos hubiéramos separado la víspera. El extraño brillo de sus ojos me dejó helado y comprendí que, entre el Hudson y el East River, una nueva era había comenzado ya para nosotros.

Décima tumba de las Quimeras

La reina y el alfil

En su vasto despacho de la plaza Lubianka, Wolf Messing observaba con atención a Luigi Monti. Había transcurrido una noche entera desde que el agente soviético pulsara el botón del magnetófono para poner en marcha la bobina que recogía la confesión de Dalibor Galjero. La voz del rumano se extinguió y el final de la cinta giró en el vacío con un chasquido. Durante toda la audición, Monti había permanecido en silencio y Messing no había hecho ninguna observación.

Empezaba la mañana; frescos y dispuestos, los agentes administrativos de la central de espionaje soviético llegaban a sus puestos tras el descanso nocturno. Monti y Messing no estaban tan lozanos. Una sombra de barba cubría sus mejillas y sus ropas olían a sudor. Eso desagradaba a Wolf, quien se cambiaba de camisa dos veces al día.

– Haré que nos traigan café -dijo-. Más tarde, me ausentaré por espacio de una hora escasa. Después me dará sus impresiones sobre lo que ha escuchado.

Monti, que estaba hundido en su sillón, se irguió.

– ¿Por qué no ahora? ¿Por qué no me dice enseguida qué espera de mí y por qué razón me ha hecho escuchar esta cinta?

Messing se encogió de hombros y encendió el primer Benson & Hedges de la mañana. Dejó su pesado encendedor chapado en oro sobre la mesa y dio un bufido.

– Sea. Vamos al grano… Dalibor Galjero se ha entregado porque busca a un hombre que está en nuestro poder.

– Busca a ese tal Nuwas, ¿no es eso? -adivinó Monti-. Por fin se ha decidido a eliminar a su Laüme y reclama la ayuda de su antiguo maestro, ¿verdad?

– Es muy posible -convino Messing-. Pero las verdaderas intenciones de Galjero son extremadamente difíciles de predecir. De hecho, es imposible penetrar en su mente, incluso para un médium como yo. Crea que lo he intentado; pero no ha habido manera… Entre nosotros, Monti, ese tipo me produce un miedo cerval. Aunque yo lo niegue ante nuestros superiores, Galjero es sumamente peligroso. Si las conclusiones de la investigación que hemos realizado sobre él son exactas, le será presentado a Stalin y lo seducirá con una sola mirada. El viejo carcamal le concederá todo lo que le pida.

– Y ocupará su puesto, ¿es eso lo que teme?