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Wolf Messing aplastó nerviosamente su cigarrillo y encendió otro al momento.

– Sí, eso es lo que ocurrirá, en efecto. Ya no tengo veinte años. Soy demasiado viejo para empezar de nuevo desde cero y no quiero verme relegado al olvido hasta el fin de mis días. Es humano, ¿no?

– Muy humano y bastante comprensible -reconoció Monti mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro-. Si he comprendido bien, lo que ocupa sus pensamientos, pero aún no me ha dicho, es el deseo de que yo le libre de Galjero.

– Es un peligro para mí y usted quiere cazarlo. Estamos hechos para entendernos.

– ¿Qué plan tiene en la cabeza, Messing? Sabe que yo no quiero asesinar a nuestro hombre, porque es la puerta que conduce a Laüme.

– Aunque quisiera no podría matarlo, soy consciente de ello -matizó Wolf-. El plan que tengo en la cabeza no implica su eliminación física, sino, digamos… su desplazamiento territorial, como mucho.

– ¿Su desplazamiento territorial? No le entiendo…

– La razón de la presencia de Galjero en la URSS sólo tiene un nombre: Nuwas. Si éste deja el territorio, Galjero le seguirá. Dalibor no nos interesa en un plano político. No está en nuestras oficinas por convicción, se lo repito.

Monti se incorporó, estiró su cuerpo embotado por la larga inmovilidad de la noche y dio algunos pasos. Su frente se arrugó por efecto de una intensa reflexión.

– ¿Va a sacarme del país en compañía de Nuwas? Eso conlleva un enorme riesgo para usted, Messing.

– Mucho menos que dejar que Stalin se interese por Galjero. Además, sería un buen compromiso para un patriota como usted. Los soviéticos tienen en funcionamiento desde hace mucho tiempo un departamento de investigación parapsicológica, un término genérico para designar todos los fenómenos que escapan a una explicación científica lógica. Y estos fenómenos son numerosos, usted no lo ignora. ¿Se imagina los progresos que podría hacer ese departamento si Galjero colaborase con nosotros? Su equivalente americano, creo que existe uno, ¿no es así?, sería literalmente aplastado. El porvenir del planeta no tendría más que un color, ¡el rojo!

Monti gruñó. Messing tenía razón. Su venganza personal era una cosa, pero el interés de su país obedecía a una razón superior que él debía tener en cuenta.

– Sus argumentos no carecen de peso -concedió-. Digamos que yo podría dejarme convencer. ¿Dónde está ese Nuwas?

Wolf Messing exhaló un discreto suspiro de alivio. Al jugar de aquel modo contra su propio bando, el espía arriesgaba mucho, y compartir sus secretos con Monti no había sido la más fácil de las etapas a recorrer hasta alcanzar su objetivo. El americano ya estaba de su parte. Ahora le quedaba lanzar el mayor desafío. Messing inspiró a fondo y replicó:

– Sé dónde está Nuwas. Pero el problema es que…

– ¿Qué?

– Que va a serme muy difícil sacarlo sin comprometerme. Tendrá que encargarse usted de eso.

– ¿Y cómo me lo llevo? -exclamó Monti-. ¿Plegado en mis maletas?

– No. Sus amigos se encargarán de sacarlo de donde está. Usted saldrá del país como entró: en compañía de la delegación americana del CPUSA y, sobre todo, sin llamar la atención.

Luigi Monti se rascó la nuca y resopló como un toro.

– ¿Dónde tiene escondido a ese Nuwas?

– En realidad, no ha abandonado Rusia desde el asesinato de Rasputín. Por lo que he podido reconstruir de su historia, se dejó arrastrar al bando equivocado de la revolución y pactó con los blancos. Ya le preguntará usted los detalles de sus aventuras si le apetece. Como quiera que sea, en la actualidad se encuentra en un campo de prisioneros.

– ¿Desde hace treinta años? -exclamó Monti-. ¿Un hombre como él? ¡Eso no es posible!

– ¿Cómo? ¿Aún no lo ha comprendido? Nuwas se volvió como usted y como yo… quiero decir, que sacrificó su inmortalidad. Ya no tiene ningún poder, solamente recuerdos.

Monti se dejó caer en un sillón que gimió bajo su peso.

– ¿Dónde lo tienen? ¿En Siberia?

– No. En la actualidad se encuentra en la orilla sur del mar Aral. Decenas de millares de deportados están cavando canales allá abajo para irrigar los nuevos campos de algodón cerca del desierto. Él forma parte del lote.

– ¡Está usted loco, Messing! ¿Cómo quiere que recuperemos a ese tipo en un presidio en pleno territorio soviético? Es sencillamente imposible.

– Un imposible que usted hará posible, Monti -sentenció Messing con una sonrisa tranquila-. Ésa es ahora su única oportunidad de recuperar a Galjero. Haga que Nuwas se fugue, o tendrá que olvidar para siempre sus pretensiones de venganza; y que América se prepare para cantar La internacional.

Vstavay, proklyat'yem zaklyeymyennyy, Vyes'mir golodnykh irabov! Kipit nash razum vozmushchyennyy I v smyertnyy boy vyesti gotov. Vyes'mir nasil'ya my razrushim Do osnovan'ya, a zatyem…

Entrecortados por breves despertares, tan repentinos como angustiosos, los sueños de Bubble Lemona rezumaban cánticos extraños y músicas marciales. Después de tres días separado de Luigi Monti y retenido en un cuartucho sin ventanas, el italo-americano intentaba matar el tiempo y calmar su inquietud durmiendo. Su sueño, apacible durante las primeras horas, se había ido llenando poco a poco de las imágenes más improbables y de las perspectivas más sorprendentes. Había vuelto a ver el rostro de su madre e imaginado el de su padre, al que nunca conoció; había repasado los ingredientes de sus menús favoritos, que temía no volver a disfrutar nunca más; después, sus pijamas de seda desfilaron uno tras otro ante sus ojos. Había contado mentalmente sus camisas y sus trajes, realizado el inventario de sus sombreros y de sus corbatas, cuidadosamente alineadas y ordenadas por tonos en sus varillas de latón, había examinado sus cuarenta y un pares de zapatos confeccionados a la medida… En sus sueños dominaba también la cama de caoba sobre la cual había tomado memorables cursos de ruso de Natasha. «¡Ah, Natasha!», pensó Bubble en un duermevela. Aunque nunca volviera a patear las aceras de Nueva York, sí, aunque su vida de viejo caballo en retirada debiera terminar en la grisalla del Moscú de 1947, al menos habría conocido a Natasha. Bubble jamás había conocido a una mujer como aquella tigresa. Ninguna como ella había sabido divertirlo ni darle tanto placer entre las sábanas. Si salía de aquélla -se lo prometió solemnemente aquel día- se casaría con esa chica y le daría una carnada de pequeños Vladimir y de pequeñas Olga.

Con un nudo en la garganta, resoplando y apretando los dientes, el viejo soldato della famiglia se dio la vuelta en la repisa de obra que le servía de cama. Se subió el abrigo por los hombros y deslizó las manos entre sus muslos para conservar un poco de calor. La pieza estaba provista de un radiador de metal demasiado pequeño para conservar calientes las paredes heladas. Bubble soñaba aún cuando la puerta de su celda se abrió por fin. Despertó sobresaltado, y abrió unos ojos sorprendidos.

– ¿Don Monti? -exclamó al ver recortarse en el umbral la silueta del siciliano-. ¿Qué es lo que ocurre, porca miseria? Los rusos nos han atrapado para siempre, ¿verdad?

– Eso es lo que ha estado a punto de suceder, viejo amigo -respondió el senador con una voz que delataba la fatiga acumulada-. Pero he llegado a un acuerdo con uno de sus peces gordos. Ha sido bastante especial, ya te contaré. Ahora date prisa, nos vamos de aquí al galope.

Bubble se calzó con dificultad sus pies talla 45, anudó los cordones y abotonó su abrigo cruzado. Tres minutos después, salía acompañado de Monti del inmueble de la Lubianka. Un coche sin distintivos los esperaba delante de los escalones de la entrada. Messing estaba dentro, sentado junto al conductor.