Tewp se levantó y siguió a la vieja dama sin oponer resistencia ni intentar soltarse de ella. Así atravesaron los salones del Pera Palace bajo la mirada burlona de los altivos clientes y del estirado personal. Garance avanzó por un corredor hasta una pieza que parecía conocer bien, presidida por una mesa de billar inglés. A aquella hora de la madrugada, no había nadie más que ellos.
– Tome un taco -ordenó ella-. Vamos a jugar una partida.
Tewp suspiró. Aunque estaba acostumbrado a los caprichos de la francesa, no se sentía de humor para diversiones.
– No he jugado al billar en mi vida -protestó-. No me apetece…
– No se trata de jugar por jugar -explicó ella-, sino de ocupar su mente, lo cual es muy distinto. Esto es una especie de terapia. Vamos, muchacho, confíe en mí y tome ese dichoso taco.
Le lanzó el palo de madera que había tomado del taquero. Tewp lo cogió al vuelo.
– Bien. Ahora, fíjese. Golpee la bola roja con las bolas blancas, o a la inversa, no importa. ¡Pero ponga interés!
Tewp suspiró para manifestar que cedía de mala gana al capricho de Garance; después, se inclinó sobre la mesa. El primer golpe fue vacilante y falló. El segundo fue también vacilante, pero un poco mejor colocado. El tercero no estuvo tan mal…
– Está bien -juzgó Garance-. Continúe.
Durante algunos minutos, Tewp se concentró y empezó a encontrar un relativo placer. Ya no golpeaba al azar, sino que intentaba anticipar el recorrido de la bola, imaginando sus rebotes para calibrar la longitud y la fuerza que era necesario imprimir para que la bola se moviera según sus deseos. Cuando notó que estaba inmerso en el juego, Garance le soltó:
– Vamos a acelerar y nos divertiremos jugando a las asociaciones de ideas. Pero siga jugando y, sobre todo, conteste sin pensar. ¿Si le digo…MI6?
– Un servicio que no debería existir en un país civilizado. Rufianes que se dan aires de caballeros y caballeros que se comportan como rufianes.
– Respuesta interesante, pero demasiado larga -corrigió al instante madame de Réault-. Ahórrese los comentarios. Conteste con frases cortas, o hasta con una sola palabra. Sigamos probando. ¿Si le digo Calcuta?
– Los mejores años de mi vida -respondió el coronel mientras conseguía su primer golpe a dos bandas.
– ¡Mejor! -aplaudió Garance-. Ahora, ¿si le digo lord Bentham?
– Un reflejo… -respondió espontáneamente el coronel-. Sí, una especie de…
– Basta de Bentham. Esa respuesta me basta. Después, ¿si le digo Dalibor Galjero?
– Un monstruo sin corazón. Un depravado. Un enemigo.
– No hay ambigüedad en la respuesta. Siga jugando.
Garance dejó pasar tres o cuatro golpes antes de continuar.
– ¿La Segunda Guerra Mundial?
– La muerte de Occidente.
– ¿La magia?
– La muerte de la razón.
– ¿Thörun Gärensen?
– El hombre que me salvó la vida. Un amigo en quien confío.
Tewp golpeó con fuerza la bola roja, que pasó por encima del borde y rodó por el suelo. Garance se agachó para recogerla y la colocó en el centro de la mesa sin comentarios.
– ¿El doctor Ruben Hezner? -continuó como si nada.
– Un hombre que estaba en el sitio equivocado y en el momento equivocado. Se perdió por su excesiva confianza en sí mismo.
– ¿David Tewp? -remató Garance sin modificar su tono de voz.
– Un pobre tipo. Un incapaz, ¡un imbécil! -se enervó el inglés.
Su cólera era tan viva que el taco que manejaba se desvió en un ángulo imposible e hizo un desgarrón de más de treinta centímetros en el tapiz.
– ¡Demonio! -gruñó Tewp crispando las mandíbulas.
Garance se acercó para administrarle una bofetada magistral, que resonó tan fuerte como un disparo.
– ¡Vaya! Le juro que no lo he hecho a propósito -dijo el coronel para justificarse con respecto al tejido roto.
– Esta se la ha merecido Tewp, pero no se la he dado por su torpeza. Lo que es insoportable, estúpido y autocomplaciente es la opinión que tiene de sí mismo. De hecho, es usted un orgulloso. Su orgullo es inconcebible. ¡Terrible! ¡Gargantuesco! ¡Falstaffiano!
Herido, el inglés se fue con el rabo entre las patas a dejar el taco en el soporte. Después, se cruzó de brazos y se quedó inmóvil en un rincón. Por un momento había creído que la cólera de la francesa era simulada; pero no, Garance de Réault había perdido los estribos con todas las de la ley. Lo notaba en su respiración agitada y en sus ojos achicados.
– Si eso es lo que opina de mí -dijo él al fin-, sería mejor dejarlo así y que cada uno siga su camino…
– ¡Desde luego! En mi vida me había encontrado a nadie tan preocupado por su dignidad personal. Tewp, usted ya no es un muchacho. Lamento decírselo, pero a su edad ese tipo de coquetería es ridículo. Ya va siendo hora de que se vuelva adulto y se acepte tal como es. Se complace usted en una impotencia imaginaria. Como el mundo no es como usted quiere y usted tampoco es perfecto, se olvida de sus virtudes. Usted es un hombre de bien, Tewp, asuma su condición y siga adelante, caramba.
El coronel gruñó por puro formulismo y se frotó la mejilla magullada.
– Tiene usted una singular manera de argumentar -dijo en un tono más distendido.
– No se desprecie a sí mismo, Tewp. Es un vicio al que se entrega demasiado a menudo, y es el único defecto que le reprocho.
– ¿Qué haría usted en mi lugar?
– ¡Me movería, amiguito! ¿De verdad necesita a los otros para actuar? Usted no esperaba a nadie cuando estaba en la India, actuaba con audacia. Su actitud era anárquica y atolondrada, pero simpática, y al final dio buenos frutos, ¿no?
El rostro de Tewp se ensombreció y el corazón de Garance se encogió de pronto. Acababa de cometer una torpeza que amenazaba con sabotear todas sus sabias maniobras de aproximación. Tewp se apresuró a hurgar en la herida.
– ¿Buenos frutos? -señaló ásperamente-. Muertos por todas partes. Niños a los que no pude salvar. Habid Swamy arrastrado por mí hasta la nieve para que encontrara una muerte atroz. Mi propio rostro mutilado… Y los Galjero todavía libres, después de diez años de persecución. Perdóneme, señora, pero me parece que el balance no se inclina demasiado a mi favor.
– Son puntos negativos y no lo discuto. Pero también ha salvado niños, Tewp. Aquellos a los que Ostara Keller conducía al matadero le deben la vida. Sin su esfuerzo, sin su coraje, habrían sido sacrificados. Keller ya no puede hacer más daño gracias a usted. ¡Imagínese que no la hubiera cazado! Aún habría sobre la Tierra otra loca criminal en activo. ¿Cuántas vidas habrá salvado usted al encontrar su rastro? ¿Y quién sino usted habría hecho lo que hizo en Jerusalén? ¿Y quién habría…?
Tewp hizo una señal para pedir silencio a la vieja dama. Sus palabras eran la pura verdad, y él lo sabía. Ella había puesto tanto ardor en enumerar sus méritos como él en contabilizar sus fracasos, pero esa esgrima era un vano ejercicio de estilo. Nada podía surgir de aquel intercambio. Garance de Réault buscó en su bolso y extrajo de él una boquilla en la que insertó un cigarrillo corto negro. Dio algunas caladas antes de que un violento ataque de tos la obligara a aplastar la tagarnina. Tewp la ayudó a sentarse. Estaba pálida, con los rasgos marcados. La base de maquillaje y el colorete que había usado para mejorar su aspecto ya no surtían efecto: la enfermedad volvía a tomar ventaja.
– De nada sirve quedarse en Turquía -declaró Tewp-. Para usted es una fatiga inútil y peligrosa. Para mí, es una pérdida de tiempo. No será aquí donde atrapemos a los Galjero.
– ¿Qué decide entonces, coronel?
– Voy a llevarla cuanto antes a París. Allí recibirá los cuidados que precisa.
Garance bajó la cabeza con el corazón oprimido.
– ¿Y usted? -preguntó con un hilo de voz.
– Esperaré en Londres el regreso del senador Monti. A su vuelta tendremos más elementos de juicio. Después decidiremos de acuerdo con lord Bentham.