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– Bien. Hagamos lo que propone, coronel. Es cierto que ya no estoy en condiciones de imponer mi punto de vista. Me voy a mi habitación y no saldré hasta que nos marchemos. Avíseme con tiempo de los detalles del viaje de regreso, ¿quiere?

Sin decir palabra, David Tewp contempló cómo Garance salía del salón y desaparecía con pasos cortos por los pasillos alfombrados del Pera Palace. Tewp acudió enseguida al mostrador de recepción y le pidió al empleado que llamara a la agencia de detectives privados Xander, en Londres. Al otro lado del hilo telefónico, el hombre encargado del asunto Galjero no tenía ninguna información nueva que darle. Lewis Monti había llegado sin problemas a Moscú, pero desde entonces no había dado noticias.

– ¿Y Gärensen? -preguntó Tewp.

– Desaparecido. Hemos difundido sus señas personales entre nuestros contactos en todo el mundo, pero de momento sin resultados. Es evidente que el señor Gärensen ha fingido ayudarnos con la única intención de sonsacarle dinero a lord Bentham. Lo más sensato sería no contar más con él…

Tewp reservó un pasaje doble para Marsella antes de ir a llamar con suavidad a la puerta de Garance. La encontró acostada, consumida por la fiebre. La energía extra que la había animado desde su partida de Francia acababa de agotarse de pronto y la enfermedad, negada demasiado tiempo, reclamaba sus derechos. La francesa aceptó sin protestar al especialista que Tewp llamó a su cabecera. El inglés esperó en la antecámara, nervioso, hasta que terminó la consulta.

– El estado de su señora madre es muy preocupante -explicó el médico, sin que Tewp le corrigiera-. No es posible trasladarla en estos momentos. Necesita mucho reposo. Tenían previsto emprender un largo viaje, según me ha dicho ella.

– Sí.

– Pues tendrán que alterar sus planes. Y hágase a la idea de que tal vez su madre no pueda regresar nunca a su país natal.

Tewp palideció y sus manos se humedecieron. Cuando se presentó junto al lecho de Garance, la mesa de noche estaba de nuevo abarrotada de píldoras y de frascos con olor a hospital. Los ojos de la francesa estaban cerrados. No quiso despertarla; cerró la puerta con suavidad y salió a caminar por los barrios de Galata, sin dudar por un segundo que uno de los lingotes de oro que llevaba madame de Réault acababa de pasar al maletín del médico y que, en su cama, la francesa estaba muy satisfecha de la comedia que acababa de representar.

– Su herida es superficial -dijo Grusha Alantova echando una ojeada a la pierna de Messing-. Déjese de hacer muecas y responda a mis preguntas.

Messing, que apretaba su pañuelo empapado de sangre contra la parte inferior del muslo, no compartía este optimismo.

– Por eso me ha disparado, ¿verdad? Para que no huya del interrogatorio hipnotizándola.

Messing había dado en el clavo. Alantova sabía desde hacía tiempo que el dolor neutralizaba los talentos del mago y nublaba su fuerza psíquica.

– Explíqueme en detalle lo que está tramando, Messing, y convénzame de lo bien fundado de sus actos. Y emplee solamente argumentos racionales.

Wolf Messing hizo una mueca. Los cuarenta años durante los cuales había manipulado a los demás modelando su voluntad como un alfarero da forma a la arcilla le habían hecho descuidar el arte de la retórica.

– Muy bien. Como guste. ¿Qué quiere saber, camarada?

– ¿Quién es ese norteamericano al que ha enviado a Bonn esta misma mañana, en avión, por iniciativa propia?

– Un tipo del que nuestros colegas sospecharon por un tiempo que se había infiltrado en una célula del CPUSA por mandato del FBI. Me pidieron que lo interrogara, cosa que he hecho a conciencia. No era lo que pensábamos. Lo devolví junto a sus compañeros de viaje. Eso es todo.

Messing adoptaba un aire desenvuelto, y su tono habría engañado a cualquiera, pero Grusha Alantova lo conocía demasiado para dejarse enredar tan fácilmente.

– Lo ha tenido en su despacho toda la noche. Es mucho tiempo para un interrogatorio, aunque sea concienzudo. Por lo común, usted rompe las resistencias más feroces en cuestión de minutos. ¿Ese norteamericano le ha dado problemas insólitos?

– No en particular. Era un tipo interesante, con un recorrido original. Estuvimos charlando.

– ¿Charlando? -se asombró Alantova-. ¿Charlando como viejos amigos, quizá?

– No. Nunca lo había visto antes.

– Entonces ¿de qué podían hablar?

– De todo y de nada, se lo repito, camarada.

Alantova observó con atención la decoración del despacho de Messing. Era una pieza que conocía bien, había pasado muchas horas en ella trabajando con el médium. Conocía la combinación de la caja fuerte escondida detrás de las estanterías de libros. Sabía en qué cajón estaba el papel de cartas, en qué armario había que buscar para encontrar la tinta o una cinta nueva para la máquina de escribir, qué puerta abrir para hallar una botella de vodka o de whisky de malta importada de contrabando. Sabía incluso lo que Messing ignoraba de aquel lugar: la disposición exacta de dos minúsculos micrófonos ocultos en el muro bajo una delgada capa de yeso… Messing vio con angustia como la mujer escrutaba lentamente la totalidad del decorado y, con pánico, como detenía la mirada sobre el magnetófono en el que una bobina seguía aún colocada.

– Quizás era éste el motivo de su conversación -murmuró Grusha Alantova señalando la cinta magnetofónica con la punta de su arma.

Y antes de que él pudiera impedirlo, se levantó para manipular el aparato. Rebobinó un poco la cinta, y pulsó la tecla de reproducción. Se escuchó la voz profunda de Dalibor Galjero:

«De acuerdo con Yusúpov, elegimos la velada del 16 de diciembre para actuar. El príncipe, jefe del partido occidentalista favorable a la prosecución de la guerra, había invitado oficialmente al eslavófilo y pacifista Rasputín a una cena de reconciliación.»

– Le ha dado a escuchar la historia de Galjero al norteamericano, ¿verdad?

– Sí -admitió Messing, consciente de que era inútil seguir negando.

– Espero por su bien que tenga buenas razones para ello, Wolf, porque en caso contrario le espera la soga.

Lewis Monti descendió el primero por la pasarela del Constellation y suspiró de alivio al ver la bandera estadounidense ondear en uno de los mástiles del aeródromo. Se había mantenido alejado de los demás durante todo el trayecto y había guardado silencio cuando Sebastian Deinthel le preguntó por la suerte de Lemona. Sobre el asfalto esperaba un coche enviado por Dulles y Donovan. En el interior se encontraba un oficial de los servicios de inteligencia estadounidenses que se puso a disposición de Monti.

– ¿Adonde vamos, señor?

– Adonde pueda encontrar una taza de café y un teléfono -respondió el siciliano.

Grusha Alantova no sabía cómo discernir lo verdadero de lo falso entre los confusos argumentos que le había ofrecido Wolf Messing. ¿Había jugado limpio con ella? ¿O su historia no era más que una fábula para ganar tiempo? Pero en tal caso, ¿tiempo para qué? Con las manos apretando el tampón antihemorrágico improvisado que cubría su herida, Messing sentía que la cabeza le daba vueltas y que su estómago se contraía hasta la náusea. Si su herida no recibía pronto atención adecuada se desmayaría.

– He sido honesto con usted, camarada general -aseguró tan serenamente como pudo-. ¿Le he mentido alguna vez en quince años? Al contrario, siempre he procurado respaldarla, incluso cuando apenas la conocía. He guardado el secreto de su compromiso en tiempos del camarada Nikolái Yezhov. Aunque Stalin haya borrado la imagen de su amante de todas las fotografías oficiales, el viejo mezquino no se ha olvidado de su antiguo enemigo, ya lo sabe. No se vuelva contra mí, Grusha. Caminemos juntos, como antes…

– Galjero es una oportunidad única para nosotros -replicó la general-. Imagínese que los americanos se lo llevan. ¿Acaso cree que no aprovecharán la mina de oro que representa ese monstruo?