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– Galjero se niega a colaborar con los americanos y usted lo sabe. Detesta a los yanquis de Washington desde… desde hace mucho tiempo. Lo que quiere ahora es cumplir su destino y matar a su pareja. Ese es su único objetivo. Si le dejamos marchar, desaparecerá para siempre. No sacaremos provecho de sus saberes, es cierto, pero tampoco los americanos. ¡Match nulo! Para bien de todos…

– Los americanos poseen la bomba atómica -le recordó Alantova-. Si Galjero nos ayudara con algunos de sus poderes, podríamos equilibrar la balanza.

– Pero nuestros sabios ya trabajan en ello y sus investigaciones progresan a buen ritmo. En dos años, tres a lo sumo, Moscú hará explotar su propia bomba. ¡Es cuestión de meses!

La voz de Messing se desplazaba hacia los agudos. Por primera vez, el pequeño emigrado judío alemán perdía la calma, y en su boca se formaba una saliva amarga.

– ¿Qué trato ha hecho con Monti, Wolf? -preguntó Alantova-. ¿Cuáles suplan?

– Monti debe arreglárselas para sacar de la URSS a ese Nuwas, cuya ayuda desea Galjero.

– ¿Ya cambio?

– A cambio tengo a uno de sus compañeros retenido entre nuestros muros.

– ¿Cómo se supone que el americano va a apoderarse del prisionero Nuwas?

– No tengo la menor idea -murmuró Messing a punto de desmoronarse-. Parecía competente y dejé el problema en sus manos. Pensé que él encontraría una solución, por arriesgada que fuese.

Cada dos o tres horas, David Tewp llamaba a la puerta de Garance de Réault para asegurarse de que no necesitaba nada. Casi siempre, la vieja dama estaba adormecida y él regresaba caminando de puntillas. Alguna vez, cuando la francesa le indicaba que entrara, se sentaba junto a su cabecera, tomaba su mano y la entretenía unos minutos con una conversación trivial. Pero Tewp nunca había dominado el arte de hablar para no decir nada, y sus frases no suscitaban respuesta. Estaba buscando algún tema de conversación, cuando un botones vino a avisarle de que un tal señor Monti preguntaba por él en recepción.

– ¡Oh! -exclamó Garance, y se incorporó sobre las almohadas más deprisa de lo que lo habría hecho una enferma auténtica-. ¡Se diría que todo empieza a moverse de nuevo! Haga venir aquí a su amigo. No quiero perderme ni una de sus palabras.

Al entrar en la habitación, Monti tuvo un sobresalto a causa de los vapores de los medicamentos que saturaban el lugar. Primero creyó que Tewp estaba enfermo, después vio a Garance de Réault acostada y se quedó inmóvil. Tewp, incómodo, abrevió el protocolo de las presentaciones.

– Madame de Réault lo sabe todo de los Galjero -dijo para justificar la presencia de la francesa en Estambul-. Nos conocimos en la India, cuando yo era teniente. Tengo plena confianza en ella.

– Como guste -aceptó Lewis sin convicción-. Confieso que no tengo tiempo de discutir. Disculpen si entro en materia sin preámbulos.

En algunas frases bien formuladas, Lewis narró su viaje a Moscú, lo que había sabido de boca de Rodion, el informador, y de la de Messing, el médium del NKVD. En cada etapa del relato, Tewp perdía un poco más la esperanza de llegar al final de su cruzada contra los Galjero.

– Decididamente, vamos de Caribdis a Escila -dijo-, pero creo que esta vez nuestra aventura toca a su fin.

– Eso no es posible -replicó Monti-. Messing tiene un rehén. Hay que hacer lo que sea para recuperar a Lemona. No sé qué hará usted, Tewp, pero yo pienso respetar mi parte del acuerdo.

– ¿Es decir, sacar a ese tal Nuwas de su campo de prisioneros en pleno territorio soviético?

– Sí, sin la menor duda.

– ¿Sus amigos del OSS le ayudarán, supongo?

Monti se irguió en toda su altura y fijó su mirada en la de Twep.

– No. Es una operación que ellos no pueden organizar ni cubrir. Hablé largamente con Alien Dulles y Bill Donovan cuando llegué a Bonn. El infortunado giro que tomó el viaje a Moscú los ha dejado mustios. Lo último que han podido hacer por mí ha sido transferirme a Estambul desde Dakota. A partir de ahora, ellos están fuera de juego y no quieren saber nada de nuestras actividades.

– ¿Cómo piensa arreglárselas entonces, Monti?

– Aún no lo sé, pero encontraré el modo. Con o sin usted.

– ¿Ha dicho usted el mar de Aral, senador? -preguntó Garance con una vocecilla.

– Sí, señora.

– Yo viví varios meses en esas regiones tras la muerte de mi esposo. Debía de tener unos veinticinco años, y guardo un excelente recuerdo. Si todavía viven, ciertos hombres de las estepas conservarán también alguna memoria. En fin, eso espero…

En los ojos de Tewp y de Monti nació el brillo de la incredulidad.

– Señora, no estará usted pensando…

– ¿Proponerles mis servicios como guía? Pues sí, senador, no ponga esa cara.

– Y bien, camarada general, decídase: ¿con cuál se queda?

Inclinada sobre la caja de cartón llena de serrín, Grusha Alantova miraba cómo jugaban los tres gatitos rojizos que le ofrecía la portera del inmueble del bulevar Petrovski.

– ¿Qué piensa hacer con los que yo no escoja?

– Nadie los quiere. Los ahogaré, claro.

– No. Entonces me quedo con los tres.

– Que le aprovechen, camarada. Tenga. Son suyos. ¡Ahora se ha cargado de familia!

Con la caja bajo el brazo, Alantova subió a su piso por la escalera, porque el ascensor, estropeado desde hacía un mes, aún no había sido reparado. Dejó los animales en la cocina y les puso un poco de leche en un platillo. «Nunca había tenido un gato y, mira por dónde, ahora adopto tres de golpe -pensó-. Desde luego, soy una vieja idiota.» De regreso al salón, se quitó las botas y se sentó ante el tablero para jugar una partida en solitario. Se atribuyó las blancas, e imaginó que su adversario era Messing. Jugó mucho tiempo aquella noche, desplegando toda su habilidad y manteniendo una perfecta neutralidad. En la jugada 38, el alfil negro tomó la dama blanca. En la jugada 41, la última torre negra y los dos caballos dieron mate al rey blanco. Los tres gatos se habían dormido hacía un buen rato unos contra otros en el sofá junto a ella. Alantova se levantó sin despertarlos y se desperezó. Aunque era noche avanzada, no se sentía fatigada. «Incluso cuando no está, se las arregla usted para ganarme, Messing», pensó mientras miraba el tablero con el ánimo afligido. Después, tomó la guerrera de su uniforme y su capote, y salió a la oscuridad para caminar bajo la lluvia helada hasta la plaza Lubianka.

La cama de Garance de Réault había desaparecido bajo los mapas extendidos sobre ella. Media docena de las cartas que habían sido adquiridas aquella misma mañana en una librería del bazar estaban marcadas con lápices de colores.

– Lástima que nuestro destino no se encuentre dos mil kilómetros más al este -suspiró Garance-. He recorrido más Mongolia, cerca del lago Baikal, que el desierto de Uzbekistán. En fin, qué le vamos a hacer. Eche un vistazo a esto, senador. Según el itinerario que les propongo, podríamos estar en la URSS dos días después de nuestra llegada a Teherán.

– ¿Y después? -preguntó Monti.

– La vía del ferrocarril termina en Bender-Sha, a veinte kilómetros de la frontera. En el peor de los casos habrá que cortar alambradas de espino para cruzarla. Después habrá que alcanzar las montañas lo más rápidamente posible y dirigirse hacia el norte. A continuación no habrá más remedio que atravesar una llanura enorme. Evitaremos todas las ciudades: Jiva, Tashauz…

– A vuelo de pájaro, esto supone un viaje de al menos cuatrocientas cincuenta millas en pleno territorio soviético -comentó David Tewp-. Sin albergue y sin cobertura de ninguna clase, a través de desiertos y de montañas. Suponiendo que no nos detengan, o que no sucumbamos a las trampas del terreno, después tendremos que penetrar en un campo bien vigilado para llevarnos a un prisionero medio loco al que no conocemos y que quizá se niegue a venir con nosotros. ¿Se da cuenta de lo absurdo de semejante tentativa? Y eso por no hablar de su estado de salud, madame.