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– Yo sólo les acompañaría hasta la frontera. Negociaría su paso con las tribus nómadas. No es una apuesta tan arriesgada. Soy consciente de que a partir de ahí yo sería más una carga que una ayuda, así que esperaría su regreso en Bender-Sha…

Hasta el último momento, David Tewp no creyó que el plan elaborado por Garance fuese realista; no podía aceptar lo inverosímil. En el curso de los preparativos del viaje a Teherán, el coronel adoptó una actitud pasiva, despegada, casi de resignación, asintiendo a las decisiones que se tomaban con simples movimientos de cabeza. Solamente cuando el Dornier despegó de su escala en Ankara para dirigirse hacia el norte con destino a la última ciudad importante antes de la URSS, Tewp comprendió que no se trataba de un capricho, sino que sus dos compañeros de viaje pensaban seriamente en llevar a cabo la operación. Por última vez, intentó que renunciaran al proyecto.

– ¡Necesitaremos semanas para llegar al mar Aral! -gritó para hacerse oír en la bamboleante carlinga-. ¿Y cómo vamos a volver? ¡Ni siquiera hemos tratado esa cuestión!

– Improvisaremos, Tewp -respondió Monti-. Siempre lo hemos hecho…

– ¡Y ya ve adonde hemos llegado! -ironizó el inglés.

– Ya no es tiempo de discutir, Tewp. Decídase de una vez. Abandone o sígame, pero sin reparos. No voy a implorarle que me acompañe.

Dolido, Tewp se abismó en la contemplación de la masa nebulosa que se extendía a mil pies por debajo del trimotor. En el antiguo avión militar reconvertido en transporte civil, el sistema de calefacción tenía serios problemas para mantener una temperatura aceptable. Tewp se volvió hacia Garance. Esta, envuelta en una abigarrada manta de lana, le hizo señas de que se acercase.

– Tiene usted la impresión de encontrarse frente a un muro, ¿no es así, David? Mire a donde mire, no ve el horizonte.

Con la voz ahogada por el nudo que le cerraba la garganta, Tewp respondió con un simple «sí».

– Esta búsqueda le consume desde hace mucho tiempo. Por su culpa, no ha construido nada…

– Lo sé, madame. Pero renunciar es imposible.

– ¿Aunque la muerte le espere al final del camino?

– Mi vida no cuenta para nadie. Excepto para usted, quizá. No tengo existencia, y está bien así. Sólo una sombra puede perseguir a otras sombras.

Si hubiera sido más joven, Wolf Messing habría podido sobreponerse al dolor causado por su herida en la pierna y concentrarse lo suficiente para subyugar a los guardias que la general Alantova había apostado delante de su puerta. Pero próximo a la cincuentena, aquélla era una hazaña que superaba sus capacidades. Desde hacía tres o cuatro años, sentía que sus poderes se debilitaban; hipnotizar a un sujeto para obligarle a revelar sus secretos le exigía más tiempo y esfuerzo que antes. Messing había intentado luchar contra la degradación de sus facultades sometiéndose a dietas alimentarias especiales y a una vida sexual menos intensa, pero esas privaciones le suponían demasiado esfuerzo y no retrasaban el declive de sus dones. Eso lo asustaba, aunque aún era una realidad que sólo él conocía. Había recurrido a toda clase de ardides para ocultarla y, por el momento, se las había ingeniado bastante bien para disimular la pérdida de sus poderes ante Stalin y Alantova. Pero un día, la verdad saldría a la luz. ¿Qué sería de él entonces? Todos los privilegios que había ganado con tanto esfuerzo le serían retirados. Se acabarían las cenas con caviar en los restaurantes reservados a los más altos dignatarios del partido y las bonitas muchachas venidas de Odessa o de Minsk para hacerle compañía en su cama. Nada de trajes y zapatos a medida. Convertido en un hombre como los demás, Messing debería regresar al arroyo de donde había salido. La perspectiva le resultaba insoportable. Estos pensamientos hicieron brotar un sudor frío en su frente. Por eso, la prioridad absoluta era eliminar el peligro que representaba Dalibor Galjero. Alantova, estaba seguro, no había tomado aún una decisión en cuanto al rumano. Nada estaba perdido todavía, sólo hacía falta luchar. A pesar del dolor, a pesar de la incertidumbre. Sí, luchar hasta el final…

Una pista de aterrizaje dibujada sobre una franja de hierba tan verde como el césped de una pista de rugby escocesa, dos barracas de tablas, un hangar de chapa oxidada. Una manga de aire que flotaba blandamente en lo alto de un mástil de madera pintado de negro. Aquélla era toda la infraestructura del aeródromo de Bender-Sha. Lewis Monti fue el primero en bajar la pasarela. Garance de Réault le seguía a unos metros, tocada con un pañuelo, y Tewp cerraba la marcha.

Escenario durante largo tiempo de rivalidades más o menos encubiertas entre Inglaterra y la Rusia de los zares, Irán acababa apenas de emanciparse de esta doble influencia. En un país independiente desde hacía poco tiempo, el orgullo nacional, largamente herido, se había exacerbado.

– Los persas difieren profundamente de los árabes -les explicó Garance-. Si la mayoría de ellos profesa el chiísmo y no el sunismo, al contrario de la mayor parte de los semitas musulmanes, es más por cultivar una diferencia aristocrática con sus vecinos que por convicción religiosa.

Monti se encogió de hombros y gruñó como un oso. Las observaciones de la francesa le interesaban poco: no se había trasladado hasta aquellos lejanos confines para disfrutar del color local, y esperaba que aquella mujer se diera cuenta de ello.

En la ciudad, los tres occidentales encontraron un hotel acondicionado en un antiguo edificio colonial que databa de la dominación rusa. Un gigantesco retrato de Nicolás II presidía aún, intacto, el vestíbulo, lo cual al parecer no había molestado a los soldados del Ejército Rojo que habían residido en el hotel durante la Segunda Guerra Mundial, puesto que ni siquiera le habían disparado una ráfaga. Tewp y Monti se repartieron una habitación con el parqué abombado y cubierto de polvo y con el yeso de las paredes desconchado. Garance se asignó una pieza más pequeña, mejor cuidada, adornada con frescos naif que representaban lesbianas entregadas a actividades bastante sugestivas. Bajo el efecto de lejanas reminiscencias, la francesa se durmió con una sonrisa beatífica que habría ofendido el pudor natural de David Tewp si la hubiera visto.

Al día siguiente, por la mañana, Garance de Réault sentía fuertes dolores en los costados. Con aliento entrecortado, la tez más pálida que nunca, tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para recorrer la ciudad en busca de un vehículo. Todavía hablaba bastante bien el persa, y se hizo conducir hasta un garaje donde algunos transportes militares reformados dormían bajo lonas desgarradas. A cambio de dos pequeños rubís, eligió un todoterreno soviético, en bastante buen estado a pesar de los impactos de bala que esmaltaban el contorno de su carrocería. Sobre el capó se veía una estrella de un rojo descolorido. Compraron vituallas para varios días y todo el combustible que cupo en los bidones.

– Le agradezco todo lo que ha hecho por nosotros, madame de Réault -dijo David Tewp cuando los preparativos hubieron terminado-. La acompañaremos al aeródromo y esperaremos con usted el primer vuelo a Teherán. Después, nos pondremos en camino hacia la frontera, y que Dios nos ayude…

– No sea ridículo, coronel -respondió Garance-. Sabe muy bien que no podrá deshacerse de mí tan fácilmente. No he venido aquí simplemente para comprarles un viejo trasto y tres banastas de dátiles. Es ahora cuando voy a serles útil de verdad. Sin mí nunca llegarían al mar Aral.

Tewp suspiró.

– ¿Y qué va a hacer si me niego categóricamente a que nos acompañe?

– Su amigo, el senador Monti, ya se ha aliado a mi causa, joven -afirmó la vieja dama con una dulce sonrisa-. Si se niega categóricamente a que vaya con ustedes, Lewis le sacude. Igual de categóricamente.