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– Dobryï vetcher, gospodin Lemona -dijo la chica hinchando sus labios rojos.

– Daubri vesser, gauspauda Natasha -respondió torpemente Bubble, que casi temblaba.

– ¿Como siempre? -preguntó la extranjera en un inglés impregnado de un delicioso acento eslavo-. ¿Le doy la clase en su dormitorio?

– Desde luego, pequeña, desde luego.

Y mientras ponía sus ojos golosos en el cuerpo de la escultural profesora de lengua que se había procurado, Bubble Lemona se dijo que su viaje a Rusia con Monti, si bien exigía algunos pequeños sacrificios intelectuales, también se anunciaba bajo auspicios prometedores…

A aquella avanzada hora de la noche, el portal del cementerio de Santa Cruz estaba cerrado desde hacía horas. Lewis Monti hizo que le dejaran ante la verja, avanzó hasta la ventana iluminada de la casa de un piso en la que vivía el guardián y golpeó el cristal con la punta de los dedos. Un hombre respondió a la llamada. Por la ventana abierta escaparon aromas de cebolla frita y sopa de legumbres. Con una servilleta a cuadros anudada al cuello, el sepulturero saludó respetuosamente a Monti, tomó sin remilgos el billete de diez dólares que le tendía el senador y salió con una lámpara en la mano para abrir la puerta del jardín de los muertos.

A solas, Monti remontó el paseo de cipreses que conducía a las tumbas gemelas de su esposa y de su hijo. Siempre que sus asuntos se lo permitían iba a meditar junto a las sepulturas. Y siempre experimentaba la misma emoción, la misma cólera. Como si los acontecimientos se hubieran desarrollado la víspera, volvía a ver a su hijo echarse sobre él, con el alma corrompida por un veneno diabólico, y arañarle la garganta con sus uñas. Un perro rabioso no habría actuado con más fuerza, con más determinación de matar. Con la misma precisión, con el mismo horror, Monti rememoraba la cara descompuesta de su mujer cuando apretó el gatillo del revólver que había apuntado contra su propia sien. Precisamente el arma que ella acababa de utilizar para poner fin a los días de su hijo enloquecido. Gian y Carla. Dos nombres ahora grabados uno junto a otro en el mármol de un panteón.

Monti alzó los ojos hacia el cielo negro. No brillaba ni una estrella. La única claridad que iluminaba el parque, procedente de los tristes edificios que rodeaban el cementerio, no aportaba ningún bienestar. El siciliano se arrodilló para esbozar una rápida señal de la cruz, tocó brevemente con su mano la piedra pulida de la tumba y dejó el lugar con los hombros caídos y un nudo en la garganta. Muy pronto partiría hacia Rusia, donde esperaba encontrar a Dalibor Galjero, satélite de su verdadera presa: Laüme, objeto de su venganza y a quien responsabilizaba de la destrucción de su familia. El viaje era peligroso, irracional, pero era la única vía que se le ofrecía. Imposible sustraerse a él sin perder el poco respeto hacia sí mismo que aún conservaba. Caminó un rato sin destino concreto. Sus ojos fatigados no miraban a la gente ni la calle. En el mostrador de fórmica de una tienda de barrio, se tomó dos tazas de un café sin aroma mientras que en la radio sonaba Old Lamp-Lighter, la canción de Sammy Kaye, número uno del hit parade; después, le echó una moneda de medio dólar al dependiente, sin mirarlo, y volvió a su deambular. Sus pasos le condujeron a un bulevar animado, en el que se alineaban restaurantes y cines. Durante unos momentos miró las fotos fijadas con alfileres de La senda tenebrosa, la última película interpretada por Bogart y Bacall, pero renunció a comprar una entrada cuando vio la larga cola que esperaba ante la taquilla.

En busca de la sombra y el silencio, caminó hasta los muelles del East River. Allí, entre dos enormes cargueros amarrados, discernió la silueta rasa de un pedazo de tierra en medio de las aguas. Blackwell's Island. La isla donde había estado recluido unos meses en el módulo de los condenados a muerte de la penitenciaría, antes de subir a la silla eléctrica y que un milagro le salvara la vida. Desde su infancia siciliana hasta la hora ya próxima de su vejez, Monti había vivido muchos episodios trágicos, a menudo inexplicables. Esa era su herencia. Una herencia que ya no conservaba y que no intentaba comprender. Otros en su lugar quizás hubieran visto tambalearse su razón a fuerza de intentar descifrar el sentido de esa vida. Él, Monti, hacía mucho tiempo que había renunciado a aclarar tales misterios. Esa resistencia era sabiduría. Le había permitido superar todas las pruebas: la de las muertes de su madre y su abuela, asesinadas por el populacho cuando él apenas era un niño; la de su llegada a América, solo, sin dinero, abandonado por todos; la de su ascenso en la Mafia, desde sus principios como pequeño matón a sueldo en las calles de Little Italy hasta su consagración como don reconocido por sus semejantes. Contaba con disponer de esa energía una vez más para liquidar a los Galjero, sus últimos adversarios, los que le habían arrebatado a Carla y a Gian.

Con la punta de su zapato bien lustrado, Lewis Monti pateó una piedra que lanzó sobre las aguas negras, donde se hundió. Conocía bien aquella parte de los muelles. A principios de los años veinte, en los cimientos de un edificio entonces en construcción, había sepultado los cuerpos de dos esbirros demasiado aficionados a torturar al prójimo. El edificio aún estaba allí, apenas a doscientas yardas, rodeado por la niebla que ascendía lentamente de las olas. Por la pasarela de uno de los dos barcos amarrados al espigón, que tenía la carena arrasada por el óxido, unos marinos descendieron en brigada. Eran cinco, tal vez seis. Figuras pesadas, andares lentos, zapatos con herraduras que resonaban en la noche contra el metal del pontón. Los primeros pasaron a la altura de Monti sin ni siquiera mirarle y se alejaron rápidamente hacia el barrio de los placeres que lindaba con los pontones. El último, surgido como de la nada silenciosamente detrás de Monti, le empujó con el hombro sin excusarse. El tipo era fuerte, más corpulento que el senador y más joven también, y Monti, desequilibrado, estuvo a punto de caer en el fango. Cuando se disponía, furioso, a alcanzarle para pedirle cuentas, el hombre se dio la vuelta. En la claridad difusa de un neón parpadeante, sus rasgos se dibujaron tan limpiamente como en un dibujo de tinta china negra sobre papel blanqueado al cloro. Una gran sonrisa llenaba su rostro señalado de golpes. El corazón de Monti dejó de latir. Petrificado como si hubiera recibido un lanzazo en pleno pecho, se llevó instintivamente la mano a la funda de la pistola de la que nunca se separaba. Pero su gesto se interrumpió… ¿Qué poder tenía un arma de fuego contra un fantasma? Con la misma seguridad con la que hubiera reconocido el rostro de Gian entre una multitud de un millón de jóvenes, Monti acababa de reconocer a Maddox Green, el hombre con el que había compartido algunos días de cautividad en el módulo de los condenados a muerte de Blackwell’s Island. Green, el bruto infecto que se complacía en describirle los sufrimientos que le reservaba la silla eléctrica, y que había sido abatido a tiros por los guardianes.