– Madame de Réault sabe lo que quiere, muchacho -observó Monti, dando una palmadita en el hombro del inglés-. Y la necesitamos. Vamos, déjela hacer. De todos modos, no se haga el ingenuo: ya sabía desde el principio que esto acabaría así.
– A ciento cincuenta millas de aquí en dirección al nordeste, coronel, vive un hombre que puede prestarnos ayuda -añadió Garance-. Si yo no les acompaño, él jamás aceptará ayudarles.
Vamos, subamos al coche y tome el volante. ¡Conducir le impedirá pensar demasiado!
Tewp no insistió. Monti y la francesa tenían razón. No fue por azar que el coronel se detuviera en París después de acudir a Londres para presentar su informe a los delegados de la agencia Xander. Negarlo hubiera sido una flagrante hipocresía. Giró la llave de contacto, y dejó que el motor se calentara un minuto antes de lanzar el vehículo por la carretera del norte. Garance había tomado asiento a su lado. Silencioso en el asiento de atrás y apretado entre las vituallas y los bidones de combustible, Monti rumiaba pensamientos que no deseaba compartir.
En el vasito lleno, el vodka polaco teñido de hierba de bisonte tenía reflejos de absenta. Wolf Messing bebió un trago y dejó el vaso haciendo que resonara sobre la bandeja.
– ¿Cuánto tiempo va a tenerme prisionero en mi despacho? -le preguntó a Alantova-. ¿De verdad piensa que puede prolongar esta situación por mucho tiempo, camarada general?
Sin responder, Grusha Alantova abrió las cortinas y giró el pomo de la ventana para que entrara un poco de aire fresco en la pieza.
– Anteayer por la noche adopté a tres gatitos. Pelirrojos. ¿Se lo había dicho?
Una vena azulada se hinchó en la frente de Messing, y sus mandíbulas se crisparon.
– Es la segunda vez que menciona a esos animales, camarada. Parece que ocupan sus pensamientos más que yo o que Galjero…
– Es que son muy traviesos, ¿sabe? No se imagina los estragos que esas criaturas, que sólo pesan unos gramos, pueden causar en un apartamento. Las patas de los muebles ya están llenos de arañazos, y me han estropeado algunos libros con sus dientecitos.
– Créame que lamento sus disgustos domésticos, Grusha, pero son problemas que se ha creado usted misma. Es usted una víctima voluntaria.
– ¡Exactamente igual que usted, mi querido Wolf! Usted también es completamente responsable de su situación actual. Sus problemas nacen de su propio miedo. Si hubiese afrontado la contrariedad que le supone Galjero, ahora no estaría pendiente de mis labios para conocer mis disposiciones.
El corazón de Messing se puso a latir más deprisa.
– ¿Por fin ha tomado una decisión?
– Sí -admitió Alantova-. Y voy a decirle lo que les va a ocurrir a partir de ahora a usted, a Galjero y a esos occidentales a los que usted tan desconsideradamente incitó a violar nuestro territorio.
Era una doble hilera de alambre oxidado, tendida entre estacas de metal. A lo largo de decenas de kilómetros, la frontera se reducía a aquel delgado cordón metálico. Sin torres de vigilancia, sin búnkeres, sin puestos de guardia ni barreras levadizas. Y no más de una patrulla cada tres semanas para reparar las brechas que los nómadas kazajos practicaban con grandes tenazas.
David Tewp se pasó la mano por la cara. La navaja de afeitar no había rasurado su piel desde hacía varios días, y le picaban las mejillas. Había detenido el vehículo cerca de un boquete de unos veinte pies de largo, el primero que descubrían después de haber recorrido en vano la línea durante más de cien millas al nordeste de Bender-Sha.
– Al atravesar este punto, entraremos en la Unión Soviética. ¿Están seguros de que eso es lo que quieren?
– Seguro -respondió Monti.
– Segura -dijo Garance.
Tewp cerró los ojos un instante. Para darse valor, pensó en Habid Swamy y en los niños de Calcuta asesinados por los Galjero. Empleó la cólera nacida de esos recuerdos como estímulo para hundir nerviosamente el pedal del acelerador y atravesar la línea de demarcación con la rabia en el vientre. Llevaba cuatro días conduciendo, sin aceptar que Monti le relevara, a pesar de las contracturas de sus brazos y sus piernas, que las breves pausas del mediodía no aliviaban. Garance indicaba la dirección de forma vaga, a ojo. La brújula que se habían procurado en Bender-Sha no servía de nada: enloquecida por potentes magnetismos naturales, la aguja giraba en todos los sentidos sin detenerse. Al alba, tomaban como referencia el sol naciente; a la hora del cénit, plantaban un bastón en el suelo para corregir su dirección; después, en el vivac de la noche, Garance se tendía en una manta para escrutar la bóveda celeste y determinar su posición. La francesa se sabía al dedillo los nombres de los astros, en su lengua materna y en otros quince idiomas.
– En esta estación las tribus se encuentran más al este. Hay que avanzar para encontrarlas -dijo.
– ¿Cuánto tiempo aún?
– Menos de una semana, senador Monti. Si la suerte está de nuestra parte…
– ¿Y si no?
Garance no contestó, pero trazó un signo de interrogación en la arena con la punta de su bastón. No obstante, la fortuna les sonrió. Después de tres jornadas durante las que atravesaron un paisaje desolado, vieron elevarse una columna de humo en el aire ligero del atardecer. Era un campamento kazajo compuesto por cuatro yurtas bajas y veinte caballos encerrados en una cerca de cuerda. Pequeños y robustos, los animales eran excelentes para la estepa rasa y las franjas de desierto, pero incapaces de saltar obstáculos, de atravesar ríos o de realizar largas carreras sobre campos de hierba.
Garance se encargó a solas del primer contacto. Impresionados por la anciana mujer de piel blanca surgida de ninguna parte y que hablaba su lengua con acento desconocido, los nómadas se dejaron convencer para compartir su fuego con los extranjeros. Monti y Tewp bebieron y comieron de buena gana lo que les ofrecieron, sin saber en qué hincaban el diente. A final de la comida, una mujer molió granos de café en un gran cilindro de madera que servía también para moler el trigo salvaje. Mojado apenas con un poco de agua hirviendo, el brebaje era fuerte, negro como la tinta y tan espeso como la arcilla. Con gran ceremonia, el jefe del clan sazonó la mezcla con una pizca de polvo que sacó de una caja. El inglés y el americano agradecieron sin comprender. Garance también dio las gracias y, después, mientras tomaba el líquido ardiente a pequeños sorbos respetuosos, se divirtió contemplando al inglés y el americano ingurgitando sin saberlo las cenizas del último difunto de la familia, esparcidas en la bebida con el fin de atraer la buena suerte sobre los viajeros.
Durante este encuentro, Garance reunió informaciones que le permitieron guiar mejor la expedición. La francesa y sus compañeros ya no estaban solos en el desierto. Cada día tomaban la dirección de una tribu o de un clan que les indicaba con exactitud su posición, y cada noche, o casi, encontraban refugio entre nuevos anfitriones, que a su vez los enviaban al alba en dirección a sus vecinos más cercanos. El desierto sólo es vacío, soledad y ausencia para los habitantes de las ciudades. Para los nómadas, por el contrario, es un lugar vivo, con sus ritos y sus leyes, sus hábitos y sus necesidades. El azar no tiene cabida en él. Garance lo sabía, porque había pasado mucho tiempo recorriendo estepas, tundras, desiertos y landas. Por vieja que fuera, no había perdido ni un ápice de su intimidad con la naturaleza ni de su amor por la belleza del mundo que se percibe en las regiones remotas más que en ninguna otra parte. A veces, le pedía a Tewp que detuviera el vehículo un instante para contemplar durante unos minutos el reflejo de las nubes sobre el espejo inmenso de una llanura de arena, o la llovizna suspendida encima de un curso de agua. Dócil, Tewp obedecía siempre, y a menudo incluso se sentaba a su lado en silencio; su ánimo también agradecía aquellos altos en el recorrido. Monti, por su parte, se mantenía al margen, sin comprender por qué sus compañeros desperdiciaban de aquel modo un tiempo precioso.