– ¿Cree usted en Dios, senador Monti? -le preguntó Garance un día, al percibir que la miraba con más severidad que de costumbre.
– No, señora -respondió el italoamericano en un tono casi provocador.
– Hace bien. Es un concepto de una imbecilidad profunda. No hay que creer en Dios, hay que creer en mucho más que eso. Hay que creer en lo divino… Este país rezuma lo divino por todas sus rocas, por todos sus cielos. Lo divino nos da de beber y nos alimenta, Monti. Nos da la fuerza para continuar nuestra búsqueda. Nuestros enemigos se han olvidado de contemplarlo desde hace mucho tiempo. Esta capacidad de abrirnos al mundo es lo que nos diferencia de ellos. Créame, es una diferencia que hay que cultivar con pasión, si no queremos comportarnos como monstruos nosotros también.
Pero la arenga no hizo mella en la indiferencia de Monti. Pese a todo lo que había visto en el curso de su vida, e incluso a pesar del asombroso paralelismo que no dejaba de notar entre Garance de Réault, su madre Leonora y su abuela Giuseppina, se negaba a conceder el menor valor al misticismo de la francesa. Desde hacía meses, el espíritu de Monti estaba velado por una angustia que lo atormentaba, y que aquella larga deriva por el desierto había exacerbado. Cada noche era el último en conciliar el sueño y el primero en despertarse al alba. Como un niño, preguntaba sin cesar cuándo iba a terminar aquel periplo y cuándo llegaría la hora de la acción. Réault no se cansaba de repetirle que tuviera paciencia y le recordaba que era preferible acercarse al Aral con prudencia por los senderos desviados de los nómadas a lanzarse en línea recta por una pista con el riesgo de ser capturados absurdamente por una patrulla soviética. Monti sabía que eso era cierto, desde luego, y no estaba tan loco como para contradecir a la francesa. Sin embargo, su malestar iba en aumento a medida que pasaban los días.
Llegó un momento en que incluso temía cerrar los párpados. Ningún pensamiento era lo bastante poderoso para distraerle del recuerdo de la noche pasada en el cabaret Flanders cuando, reducido a un estado de títere, había sido obligado a unirse a Laüme Galjero y verter su semilla en el vientre de la criatura a la que había jurado aniquilar. Pero ¿había vivido de verdad aquella noche de horror, o la había soñado? Era incapaz de decirlo. Cierto, todos sus sentidos habían quedado marcados al rojo vivo por aquel encuentro; recordaba las luces y las formas que se movían en el bar. Su oído había conservado la huella de las voces y los sonidos. Su piel se estremecía aún por el contacto del cuerpo de Laüme. Recordaba, como si lo estuviera aspirando, el perfume íntimo de la Galjero, y saboreaba aún la suavidad del licor rojo que había tomado en la barra en compañía de Preston Ware y Maddox Green, antes del acoplamiento forzado con la mujer a la que ellos llamaban Isis la Negra, la Gran Diosa a la vez maternal y destructora, virgen y mancillada, de la que creían que Laüme era reencarnación. Su memoria era una esponja de la que goteaban esos recuerdos combatidos durante tanto tiempo. A cada minuto, la barrera mental penosamente erigida para contener el oleaje de aquella pesadilla se agrietaba un poco más.
Cuando atravesaron la frontera de la República de Uzbekistán, Monti ya no estuvo en condiciones de seguir ocultando su estado. Garance ya había advertido su mal humor y su voluntad de aislarse, cada día más patentes. Tewp, por su parte, pensaba que el senador se preocupaba por la suerte de su amigo, al que los rojos mantenían como rehén, o que se inquietaba por Thörun Gärensen, desaparecido semanas atrás y que había dejado tras de sí indicios que señalaban un abandono, en el mejor de los casos, o una traición, en el peor. En realidad, Monti era incapaz de preocuparse de nadie más que de sí mismo, tan grande era su desesperación y tan trastornada estaba su alma.
Una mañana, al despertar, Réault y Tewp descubrieron que el senador había dejado el vivac. Sus huellas, sin embargo, no fueron difíciles de seguir, pues ni siquiera había intentado disimularlas. Lo encontraron varias millas más lejos, cubierto de polvo y arena, ardiendo de fiebre y casi delirante. Le desvistieron, lo lavaron y emplearon los recursos de su botiquín para atenderlo lo mejor que pudieron. La jornada transcurrió así. Por la noche, el siciliano abrió los párpados y pudo incorporarse. Su espíritu se había calmado y su corazón había recuperado un ritmo lento. Las palabras acudían a sus labios de forma natural. Como si se purgara de un maleficio, confió a sus compañeros el secreto de aquella noche en el cabaret Flanders, sin ocultar ni deformar nada de lo que sucedió. Finalizado su relato, Garance lo miró con evidente compasión, pero Tewp permaneció en silencio. Años atrás, cuando aún vivía en la India, había creído que Laüme se había deslizado en su cama una noche y lo había compelido a unirse a ella. Las palabras que había empleado Monti podría haberlas pronunciado él mismo. Las emociones que el don había sentido él también las había conocido. Pero habían pasado muchos años desde entonces y, por fuerte que hubiera sido la visión, casi la había olvidado. Sin embargo, el testimonio del americano había devuelto aquel recuerdo a la superficie, y una gran turbación se pintaba en el rostro del coronel. Garance se dio cuenta y adivinó la verdad.
– Ella también estuvo con usted, ¿no es así, David? -dijo con voz neutra.
– Sí. Durante mucho tiempo quise creer que no había sido más que un delirio nocturno, un sueño espantoso. Pero ahora ya no estoy seguro. Quizá Laüme Galjero se acostó conmigo en realidad.
Ninguno de los tres viajeros pudo conciliar el sueño aquella noche. Demasiadas preguntas habían quedado en el aire. Por la mañana, Tewp arrancó el motor pese a su fatiga y al desánimo que de nuevo se había abatido sobre él. El terreno estaba tan socavado que aquel día apenas avanzaron veinte millas. Quedaron bloqueados dos veces y se esforzaron durante horas para librar las ruedas de una arena tan fina que se colaba entre los dedos como si fuera líquida; pero por la noche, encontraron al fin al hombre que Garance de Réault buscaba en aquellas inmensas extensiones.
El prisionero del mar vacío
Había ocurrido treinta años atrás. Casi once mil días. Más de doscientas sesenta mil horas… Y, sin embargo, ni un solo detalle se había borrado de la memoria de Garance de Réault. La francesa ya no era una joven por aquel entonces; estaba exactamente en la mitad de su vida. Justo antes de pasar a «la otra vertiente de la colina», como dicen los anglosajones, o quizá justo después. Garance recordaba ese pasaje del punto sin retorno; no había sentido temor, ni pánico ni abatimiento, sino una ligereza, incluso una liberación repentina: «Ahora lo más difícil está hecho, muchacha -se había dicho-. La vida ya no puede quitarme nada, porque desciendo directamente hacia la tumba». Y no era una constatación del fracaso o una expresión de amargura, sino un sentimiento nuevo de libertad, una segunda infancia donde todo -sí, todo- volvía a ser posible.
Al final de la Primera Guerra Mundial, Garance se encontraba al abrigo de la agitación del mundo. Reclusa voluntaria en un monasterio de lamas de las altiplanicies tibetanas, no sabía nada de la suerte de los ejércitos franceses o ingleses que se batían en las trincheras contra la Alemania del emperador Guillermo, ni del naufragio de Rusia en Moscú o en Ekaterimburgo. Sus ojos solamente veían la cadena de montañas y, abajo, los valles verdes por donde corrían ríos cantarines. Su espíritu estaba henchido de belleza y sabiduría. Sin embargo, una sombra oscurecía sus pensamientos, una sombra íntima y secreta, que un hombre no podría comprender. Cada vez más a menudo, a veces sin darse cuenta, se pasaba la mano por el vientre y lamentaba que no hubiera dado fruto. «He vivido bien -pensaba-, y quiero seguir viviendo. Pero para conocerlo todo, es preciso que sea madre…» Reunió su exiguo equipaje, se puso su gruesa chaqueta de piel, ató los calentadores alrededor de sus piernas y volvió entre los hombres. «¿Qué clase de hijo quiero?», se preguntaba mientras caminaba sola, con un revólver pasado bajo el cinturón, a lo largo de las sendas pedregosas. «Sí, ¿qué clase de hijo?» Porque estaba segura de que traería al mundo un varón. Un lama se lo predijo un día, y ella lo había visto muchas veces en sueños… «Quiero un hijo grande y hermoso. Sobre todo, un hijo libre…»