Выбрать главу

Garance no regresó a Occidente a buscar un compañero de su raza. Se dirigió a los desiertos y las estepas, donde sabía que su hijo podría crecer sin conocer fronteras, y marchar sin bajar nunca del caballo. Caminó mucho tiempo. Encontró hombres robustos y sanos que le gustaban y a los que habría podido seducir fácilmente; pero en cada ocasión, renunciaba y seguía su camino. Un día muy frío y seco, llegó a un inmenso desierto donde el suelo llano brillaba bajo el sol como un espejo. Allí vivía una tribu que parecía salida de la época de la Horda de Oro, compuesta por caballeros de gastadas botas de cuero, túnicas de seda rasgadas y guantes forrados sobre los que venían a posarse halcones de caza. ¿Eran los únicos supervivientes del imperio jázaro? ¿Los descendientes de los príncipes paganos barridos por los ejércitos del Profeta? ¿O una mezcla de todos esos pueblos que, desde Samarcanda hasta las planicies de Tartaria, habían dominado el mundo en otros tiempos y que no eran ya más que pastores sin otras riquezas que sus recuerdos y su orgullo? «Quiero un hijo de un hombre así», se dijo Garance. Avanzó sin miedo hacia ellos y les dejó ver que era bella. El jefe de los nómadas la tomó en sus brazos y la poseyó tiernamente. En algunos encuentros, le dio el fruto que ella esperaba. Se quedó nueve meses en la tribu sin que le hicieran preguntas, sin que la maltrataran. Su vientre se redondeaba y ella era feliz. Al fin, cuando sintió que se acercaba la hora del alumbramiento, encontró un hermoso árbol cuyas raíces se hundían en el curso de un torrente. Se acercó al tronco rugoso, se acuclilló en las aguas y dejó salir al niño. Era un hijo. Ella lo presentó al viento y a la tierra, al agua y al fuego del sol, y lo llamó Pahlavon, que significa «bravo» en la antigua lengua de los persas. La noche misma de su llegada al mundo, puso al bebé en brazos de su padre, Botirlik. Le susurró a la oreja el nombre que había elegido para el niño y partió para no volver. Había creado una vida y era la más feliz de las mujeres.

Botirlik ya no tenía ni un diente; su cabellera espesa había raleado al viento de treinta primaveras, hasta el punto de que se veía su cráneo rosado por debajo. Pero Garance lo encontró aún lleno de nobleza. Desde que la pata de un oso le había roto la espalda durante una batida, ya no era el jefe de su tribu, pero conservaba intactas la memoria y la sabiduría. Con las piernas paralizadas, pasaba los días fumando tabaco negro sentado en una silla horadada colocada sobre una apestosa letrina. Incluso al aire libre, el olor que envolvía al viejo era difícilmente soportable. El coronel David Tewp y el senador Lewis Monti dejaron que Garance conversara con él, pensando que aquel anciano era una baliza más que los enviaría al día siguiente hacia una nueva etapa, siempre más lejos y más adentro del desierto. Pero cuando vieron a todos los hombres de la tribu reunirse en torno al enfermo, y que este último les hablaba como si fueran niños, presintieron que, quizá, la monotonía de su periplo tocaría a su fin. Después de interminables palabras que escuchó sin intervenir ni una vez, la francesa se reunió con ellos, acompañada de un tipo extraño, de ojos azules y nariz recta.

– No sé cómo decírselo -empezó Garance-. Seguramente me juzgarán mal, ¡sobre todo usted, señor Tewp! De buena gana les hubiera contado una mentira, pero ahora no es prioritario mantener las apariencias. Así que… éste es Pahlavon -dijo refiriéndose al nombre que estaba a su lado-. Es mi único hijo y, piensen de mí lo que quieran, no lo había vuelto a ver desde el día en que nació.

Tewp frunció el ceño y Monti enarcó las cejas. Aunque querían comentar la noticia apenas lograron farfullar algunas palabras entrecortadas, sin continuidad. Garance lo encontró divertido.

– Puesto que parece haber unanimidad en cuanto a la futilidad de esta información, ahora ya puedo darles la buena noticia.

– ¿Qué buena noticia, madame? -preguntó Tewp, que se debatía entre reprender a la vieja dama o compadecerla.

– Pahlavon es un buen hijo. Acepta guiarnos lo más cerca posible de nuestro objetivo.

– ¿Conoce el emplazamiento del campo? -intervino Monti-. ¿Aún está muy lejos?

– Cinco o seis días, según explica. Pero a partir de ahora tendremos que extremar la prudencia. Los soviéticos patrullan más por esta región que por el resto del país. Las orillas del Aral se han convertido en una zona estratégica desde el advenimiento de su sabio loco.

Tewp y Monti no pasaron por alto la mención. Los dos sabían que, en el Kremlin, Stalin había dado carta blanca a un científico agrónomo iluminado llamado Lysenko para llevar a cabo gigantescos experimentos agrícolas, destinados a producir patatas a partir del trigo, tomates a partir de alfalfa, y hacer crecer cultivos en pleno desierto de guijarros. Esos proyectos faraónicos demenciales necesitaban ingentes cantidades de agua, por lo que decenas de millares de prisioneros cavaban desde hacía años canales en las orillas del mar interior con el fin de irrigar tierras baldías y alejadas a menudo varios cientos de kilómetros.

– ¿Y cuando estemos cerca del campo? -preguntó Tewp-. ¿Tiene su hijo alguna idea para ayudarnos a liberar a Nuwas?

– Cada cosa a su tiempo, coronel. Partiremos mañana en línea recta, y esto ya es un gran avance.

El viaje a bordo del vehículo militar duró, en efecto, cinco días. Silencioso, el hombre no osaba volver los ojos hacia su madre con demasiada frecuencia, no por temor o resentimiento, sino sobre todo por respeto. Cuando, aún muy joven, le preguntaba a su padre sobre la identidad de quien le había dado la vida, Botirlik le contaba que un día había aparecido en el horizonte una pequeña mujer de ojos claros y piel muy blanca bajo las manchas de hierba que salpicaban sus mejillas y su frente. Ella se le había entregado, y le había dado un hijo antes de partir para no volver jamás. «Creo que era una especie de parí -le dijo su padre-, un hada. Y tú, Pahlavon, eres un niño-hada…» Entonces, Botirlik ponía al pequeño delante de él en su caballo y ambos galopaban riendo hasta que el cielo estallaba en un millón de estrellas.

Hacía mucho tiempo que Pahlavon había dejado de ser un niño, pero seguía creyendo que su madre no era una mujer como las demás. Aunque la había conocido vieja y enferma, con el cuerpo encogido y los cabellos blancos, se sentía orgulloso de haber salido de ella. En el vivac nocturno, no encendían fuego por temor a ser descubiertos. Mientras que el bochorno del día era pesado, por la noche reinaba un frío glacial. Aunque dormía envuelta en tres mantas, Garance temblaba sin cesar. Pahlavon se tendía entonces a su lado y la apoyaba contra su vientre para que entrara en calor.

Un amanecer, mientras los demás estaban cargando el coche, la francesa tomó unos puntos de referencia y cavó un hoyo a unas decenas de metros de la pista, donde depositó su saco lleno de oro y piedras preciosas. No sin malicia, también guardó las dos últimas botellas de vino Nuits-Saint-Georges que había comprado en París a un comerciante del pabellón Baltard, la noche en que Tewp había ido a buscarla. Al final de una larga meseta de tierra agrietada comenzaba una pista, un delgado tajo de ruta definido por dos bandas claras dejadas por el paso regular de vehículos a motor.

– Los soviéticos patrullan por esta zona dos veces al día -explicó Pahlavon-. Una vez en un sentido, por la mañana, y en sentido contrario por la noche. Al final de esta vía, a cinco horas de ruta, está el campo que buscan.