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– Muy bien -dijo Tewp cuando Garance tradujo las palabras del joven-. ¿Y ahora? ¿Quién puede decirme lo que se supone que vamos a hacer? ¿Monti? Usted nos ha precipitado en esta historia. Espero que haya pensado alguna solución.

– Primero terminemos este último tramo. Después se lo diré.

Tewp suspiró y volvió a poner el vehículo en marcha. Después de dos horas de dar tumbos sobre las piedras, Monti vio de pronto una nube de polvo que crecía detrás de ellos.

– Vamos a tener compañía -dijo mientras sacaba su automática de la axila y montaba un cartucho en el arma-. ¡Acelere Tewp!

Tras dar un vistazo inquieto al retrovisor, el coronel puso la marcha más larga, pero el vehículo no era lo bastante rápido para distanciarse de sus perseguidores. Pronto, dos autoametralladoras, más veloces que su coche a pesar del pesado blindaje, los flanquearon y los obligaron a detenerse. Resistirse habría sido una estupidez: con sus cañones dobles montados en las torretas, habrían destrozado el vehículo y a sus ocupantes en cuestión de segundos.

Tres soldados, a las órdenes de un suboficial, salieron del habitáculo y los amenazaron con sus armas. Réault hablaba un ruso excelente, y entabló unas negociaciones de las que Tewp no entendió gran cosa. Aunque había trabajado con los soviéticos en 1944 y 1945 para recuperar a los soldados hindúes enrolados por la fuerza en las tropas alemanas, apenas tenía un vago recuerdo de expresiones idiomáticas sin interés. De aquella conversación sólo captaba las interjecciones.

– Estos señores quieren registrar el coche -les explicó Garance-. Déjenles hacer y todo irá bien. Creo que vamos por buen camino.

Alineados contra la chapa de uno de los blindados, Tewp, Monti y Pahlavon, con las manos en la nuca, esperaron a que los soldados saquearan el vehículo. Mantas, provisiones, utensilios, los soviéticos se apoderaron de todos los pertrechos de los viajeros y confiscaron sus armas. Con el corazón en un puño, el coronel Tewp vio como su fiel Webley se alojaba bajo el cinturón de un sargento gordo, mientras que Monti fue despojado de su automática y Réault de sus dos Colt US Marine, de todos modos demasiado pesados para ella. También requisaron el largo puñal curvo de Pahlavon.

– ¿A esto le llama usted ir «por buen camino», señora? -ironizo

Monti en un murmullo-. ¡Me pregunto qué sucederá cuando le parezca que vamos mal!

Pero Garance se limitó a sonreír antes de pronunciar una frase en ruso. Una frase cuyo tono era el de una orden, no el de una súplica. Como si la obedecieran, los soldados empezaron a desmontar el asiento trasero del vehículo. Descubrieron, dentro de un triple envoltorio de papel de periódico, dos pequeños lingotes de oro pulido con el cuño del Banco de Francia y un diamante lo bastante grande como para suscitar el deseo de poseer otros parecidos. Entre risas y exclamaciones de alegría, los lingotes pasaron de mano en mano, pero la piedra se quedó en el bolsillo del suboficial. Este, un hombre de talla mediana con las mejillas hinchadas y el labio hendido, se acercó a Garance para iniciar, ahora en un tono confidencial, una nueva charla. Después de tres o cuatro minutos de diálogo durante los cuales el hombre se llevó más de una vez las manos a la cabeza de manera teatral, pareció rendirse por fin a los argumentos de la francesa.

– ¿Me equivoco, o la simpática anciana está a punto de enredarlos por todo lo alto? -murmuró Monti al coronel inglés.

– Con ella, todo es posible, senador.

– Prefiero haberla conocido ahora que cuando tenía veinte años -observó Monti-. Debía de ser una chica tremenda.

Pese a la tensión, Tewp no pudo impedir soltar un bufido. Los centinelas que los vigilaban gruñeron para hacerles callar. Pasaron algunos minutos antes de que Garance se reuniera con ellos, ahora apoyada en el brazo del rojo como si ella fuera su abuela.

– Pueden bajar los brazos, señores -dijo con voz un poco trémula-. El trato está cerrado. A partir de ahora no somos prisioneros y guardianes, sino socios.

Apretujados en el estrecho habitáculo de la autoametralladora soviética, Réault, Tewp, Monti y Pahlavon se esforzaban por no sufrir demasiado el repugnante olor a sudor y aceite rancio que reinaba. Sentados frente a ellos, dos soldados les ponían buena cara, pero sus índices no se alejaban mucho del gatillo de las armas atravesadas sobre sus rodillas. Después de una hora larga de trayecto, el vehículo se detuvo y les hicieron descender. Caía la noche. Muy cercanas, más allá de un acantilado de tierra amarilla, flotaban extrañas luces de reflejos danzantes como olas.

– El campo se encuentra un kilómetro más allá de esa duna -le dijo el sargento a Garance-. Les dejaré aquí con un solo hombre. Sé que no podrán huir a pie. No hay adonde ir, y usted es vieja. Aunque sus compañeros la llevaran, no llegaría usted muy lejos. Al amanecer, vendré con el prisionero y usted nos conducirá adonde dice que ha escondido el resto de su oro. Si nos ha mentido, los liquidaremos a los cinco. Ese es el trato.

– Así es, sargento -aprobó Garance con tanta indiferencia como si se dirigiese a un botones del hotel Crillon.

Los dos blindados de la estrella roja hicieron roncar sus motores y desaparecieron entre las sombras del desierto. Pahlavon cubrió a su madre con su largo abrigo de piel y la tomó en sus brazos. Garance parecía en el paraíso.

– ¿Recuerda lo que le dije aquella famosa noche en la que vino a llamar a la puerta de mi casa de París, coronel Tewp?

– ¿Qué me dijo usted, madame?

– Le dije que usted había venido a mí porque yo lo había llamado. Yo lo necesitaba, coronel, más de lo que usted me necesitaba a mí. ¿Lo comprende ahora?

Al coronel Tewp se le hizo un nudo en la garganta. Con los ojos clavados en las pupilas de Garance, comprendía en ese momento por qué la anciana había insistido tanto en sumarse al viaje.

– Para la gente como nosotros no existe el azar, Tewp. ¡Jamás!

– El iván acepta dejarnos dar un vistazo desde lo alto de la loma -anunció Monti dándole una palmada en la espalda al coronel Tewp-. Deje de soñar despierto, muchacho, y a la carrera. No querrá perderse esto…

Tewp se puso al paso del americano. En fila india detrás del ruso, subieron al trote hasta lo alto de la duna. Desde allí, cuerpo a tierra, observaron largamente el paisaje que se extendía ante ellos. A dos o trescientos metros, perfectamente visibles bajo los proyectores gigantes que iluminaban la obra mejor que a la luz del día, millares de hombres con casacas grises, picos y palas en mano se ocupaban en cavar canales largos y profundos. De pie sobre pasarelas de hierro, desde miradores y protegidos por kilómetros de alambre espinoso, guardianes armados vigilaban a los prisioneros. Monti, con un signo del mentón, señaló una colosal puerta de acero ajustada como una exclusa, al fondo de la zanja principal.

– El mar debe de estar justo detrás -susurró-. Cuando hayan terminado los canales, abrirán ese tapón y el Aral se vaciará como una vulgar bañera.

Tewp guardó silencio. Cerrando los ojos, dio gracias al cielo por haberle ahorrado tener que buscar por sí mismo al prisionero Nuwas en el seno de aquel hormiguero humano, en aquel laberinto de campamentos de barracas, casernas, vertederos, terrenos de escombros y terraplenes donde los prisioneros no eran mejor tratados que los esclavos de la antigüedad. De regreso con Garance y Pahlavon, Monti y Tewp contaron lo que habían visto. Al final de su relato, Pahlavon se lanzó a una parrafada que sólo su madre podía comprender.

– A los soviéticos no les gustan los nómadas -tradujo ella-. Los fuerzan a abandonar su modo de vida y a instalarse en las ciudades que construyen para ellos. Si se niegan, los enrolan a la fuerza, aquí o en otras partes de las obras, o bien los deportan a Siberia como enemigos del Estado.