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– ¿Por qué la tribu de su hijo no deja estos territorios? -preguntó Tewp-. La frontera está lejos, pero no es inaccesible.

– Tiene usted toda la razón. Creo que sólo necesitan el impulso de una mujer de carácter…

Nadie del grupo durmió aquella noche. Al alba, Garance vio que Tewp cerraba los ojos y empezaba a adormecerse.

– ¿Cuál es su paisaje preferido? -le preguntó ella al oído.

– El campo inglés en el mes de abril.

– ¿Tiene un buen recuerdo de la comida que celebramos juntos en Les Halles?

– Excelente -respondió él, esbozando una sonrisa involuntaria.

– ¿Y qué piensa usted de David Tewp?

– David Tewp es alguien que hace lo que puede, madame.

Ella suspiró aliviada.

– ¡En fin! Veo que va progresando, monsieur Tewp.

Sus camaradas le habían dejado al soldado de guardia un bidón de café frío, tres limones y un fondo de botella de vodka. El iván guardó para sí el alcohol y les dejó los demás productos a los tres occidentales y el nómada. Monti se terminaba su cubilete de café con una mueca, cuando resonó el ruido de un motor. Según lo prometido, era la patrulla que venía a su encuentro. Una vez que la gran autoametralladora se hubo detenido, el sargento saltó a tierra e hizo descender a un hombre. Iba vestido de gris como los demás prisioneros, era alto y entrado en años. Largos cabellos grises y sucios enmarcaban su rostro demacrado. Su barba de varios meses, hirsuta, enredada, completaba su aspecto de mendigo o de loco. En sus ojos apenas brillaba una débil chispa.

– Os traigo al hombre al que buscaban -alardeó el sargento dirigiéndose a Garance-. Ahora, llévenos hasta el tesoro.

– ¿Quién es usted? -le preguntó en inglés la vieja dama francesa al prisionero.

Pero el hombre no reaccionó. Ella repitió la pregunta en persa y después en ruso.

– Mi nombre es Nuwas -respondió entonces el hombre con voz insegura.

– ¿Conoce a un tal Gabor Galjero? -preguntó la vieja dama, cambiando el nombre a propósito.

– ¿Gabor? No. Pero conocí a un Dalibor Galjero. Lo conocí bien. ¿Es él quien les envía?

– En cierto modo -replicó Garance-. Creo que, en efecto, se trata de nuestro hombre, caballeros -les dijo a Tewp y a Monti-. Procedamos ahora a la retribución de los señores soldados.

– ¿Cómo puede estar segura de que no nos liquidarán después de poner la mano sobre su oro, madame? -le susurró Monti a Garance cuando se hubieron instalado en el blindado.

– Si se vuelven amenazadores, lo dejo en sus manos, senador. Después de todo, usted es un hombre de acción.

El trayecto hasta el lugar donde Garance había ocultado sus lingotes y sus piedras fue penoso y agotador. Los guardias, ansiosos por apoderarse de la fortuna que les habían prometido, estaban extremadamente nerviosos. Tewp no apartaba los ojos de Nuwas. Encogido en el suelo del vehículo, el hombre parecía al borde del agotamiento. ¿Cuánto tiempo había estado prisionero de los soviéticos? ¿Diez, quince años? Quizá más… El inglés habría deseado hacerle mil preguntas. ¿Era de verdad quien pretendía ser? ¿Había combatido contra las legiones romanas? ¿Había pasado todos esos siglos dominando a la frawarti unida a sus pasos? ¿Había sido, en fin, el maestro de Dalibor Galjero? Pese a todo lo que había constatado con sus propios ojos, la razón de Tewp se resolvía a admitir la autenticidad de esa historia. Cruzado de brazos, con los párpados cerrados, dejó vagar su espíritu hacia otros horizontes. Un rostro se dibujó en sus pensamientos, el de una mujer, Perry Maresfield. Volvió a verse con ella, en el espigón de Brighton, escuchando el rumor de las olas. Eso le hizo bien… Garance le dio un codazo en el costado para sacarlo de su ensueño.

– Vamos, muchacho, ya hemos llegado. Espabile, la cosa puede ponerse peligrosa.

Cuando Tewp salió del vehículo, ella estaba indicando a los soldados el lugar exacto en el que había enterrado su oro. El sargento estaba tan ansioso por desenterrar el botín, que él mismo tomó una pala para cavar con sus hombres hasta que sacaron a la luz el codiciado botín.

– Llegó el momento de la verdad -dijo Monti-. O nos vuelven a meter en nuestro cacharro y nos dejan marchar, o nos fusilan aquí mismo, y no sé cómo impedírselo.

Profiriendo gritos de triunfo, los rusos saltaban de alegría como chiquillos. Mientras disparaban al aire para manifestar su alegría, rompieron los golletes de las dos botellas de borgoña, que vaciaron en pocos tragos, indiferentes al horrible sabor a vinagre que había adquirido el caldo agitado sin contemplaciones durante semanas en el corazón de aquel desierto de Asia central.

– Los ivanes tienen estómago -masculló Monti.

– Eso es precisamente lo que vamos a ver, senador -respondió Garance con aire misterioso-. Manténgase alerta.

El sargento regresaba junto a ellos, riéndose aún de la buena fortuna que le había llevado a cruzarse con aquellos idiotas occidentales. Se disponía a montar su automática para eliminarlos a ellos, a su guía y a su andrajoso prisionero, cuando un violento retortijón en el estómago lo obligó a doblarse. Atacado de vómitos, cayó entre temblores. Enloquecidos, sus hombres quisieron llevarlo al vehículo, pero la epidemia se extendía entre ellos de manera fulminante. Al comprender que el vino estaba envenenado y que habían firmado su sentencia de muerte al primer trago, uno de ellos tuvo energía suficiente para apuntar a Garance con su arma, pero Pahlavon saltó como un lobo, lo desarmó y le rompió la nuca con una llave muy diestra. Monti se apoderó del arma del soldado y, de forma metódica, les dio el golpe de gracia a todos sus camaradas, que agonizaban entre atroces dolores.

– He aquí que nos hemos librado de un serio problema -dijo Garance, manifiestamente satisfecha de su pequeño ardid-. Ahora sólo nos queda regresar.

– ¡Señora…! -exclamó Tewp, incrédulo-. ¡Ha inyectado veneno en las botellas!

– Sí, coronel. Una pequeña mezcla explosiva y muy personal de cianuro y curare. Conozco la naturaleza humana, figúrese, y ya había dado este golpe en 1915 en Manchuria. Pero en aquella ocasión fue con una botella de Saint Estephe, creo recordar. No importa, también cumplió su cometido.

Monti elevó los ojos al cielo y se echó a reír.

– ¡Estas francesas! -exclamó.

Sin embargo, cuando ya habían recuperado el oro y las piedras, un nuevo ruido de motores rugió sobre la pista. A juzgar por el estrépito, se trataba de un convoy de varios vehículos rápidos. Bajo sus máscaras de polvo, todos palidecieron de repente.

– ¿Le queda curare, madame? -ironizó Monti.

– Ni una gota, senador…

– Entonces, tendremos que prepararnos para acabar nuestras vidas cavando un canal para vaciar el Aral.

Tewp recogió un arma y se puso en posición detrás de la auto-ametralladora.

– Eso es una locura, coronel -dijo el americano-. Frente a lo que se nos viene encima no resistiríamos ni tres minutos. Será mejor que nos rindamos. Siempre encontraremos un modo de negociar.

Pese a la insistencia de Monti, Tewp no se movió de su sitio. Aguardó con paciencia a que se acercara la fila de cinco vehículos que avanzaba directamente hacia ellos. El primero era un Mercedes civil negro, cubierto de polvo; un banderín de la Unión Soviética flotaba en su calandra. La puerta de atrás se abrió y, apoyándose en un bastón, salió un hombre elegante con traje claro.

– ¡Tewp! ¡No dispare, por Dios! -gritó Monti, que acababa de reconocer a Wolf Messing.

A la sombra de un toldo caqui levantado a toda prisa por soldados impecablemente uniformados, Wolf Messing empezó a desentumecerse. Recluido desde hacía once días en una habitación de oficial del campo de prisioneros, había estado esperando con impaciencia a que Monti se manifestara por fin.

– Ha conseguido organizar un selecto equipo, senador -le confesó al americano mientras, para darle un toque de dandismo a su claudicación, hacía girar entre sus dedos el bastón con puño de plata que se había regalado-. Presénteme a sus compañeros, ¿quiere?