Lewis pronunció algunas palabras sobre cada uno de ellos, omitiendo, desde luego, la pertenencia de David Tewp a los servicios de inteligencia británicos.
– Compañía poco numerosa pero muy internacional -observó Messing, después de saludar con cortesía a cada cual-. Debo admitir, Monti, que las cosas no se han desarrollado exactamente como había previsto; no obstante, la situación se ha resuelto al final. La oficial superior a cargo del caso Galjero acepta validar el acuerdo privado que cerramos en Moscú. Eso me ha costado muy caro, pero lo dicho, dicho está: puesto que ya tienen a su Nuwas, el señor Lemona les será devuelto ahora mismo.
Messing chasqueó los dedos para llamar la atención del teniente, que permanecía rígido detrás de él. Minutos más tarde, el aludido regresó en compañía de un Bubble Lemona un poco más delgado, pero en buena salud.
– Mis hombres les escoltarán hasta la frontera. Cuanto antes dejen el territorio de la Unión Soviética, mejor para todos. Por mi parte, regreso a Moscú. Con un poco de suerte, estaré allí mañana. Dalibor Galjero será advertido de que ya no tenemos en nuestro poder al hombre al que busca. Lo llevaremos a la frontera de cualquier país del Oeste. Creo que lo tendrán pisándoles los talones muy pronto, pero no quiero saber nada de lo que ocurra entre ustedes. Me atrevo a esperar que encontrarán ustedes el medio de eliminar a mi competidor.
– Es usted honrado, Messing -reconoció Monti-. Esta fea historia podía haber acabado peor. Mucho peor.
– Soy honrado hasta cierto punto -puntualizó el hipnotizador-. Mis hombres han reparado en ciertos lingotes de oro y algunas bonitas piedras preciosas que están en su poder. ¿Podría considerarlas un obsequio? Para subrayar su contribución a la causa revolucionaria, desde luego…
– Sería lo menos que podríamos hacer, en efecto -admitió Monti con una sonrisa torcida.
En su apartamento del bulevar Petrovski, Grusha Alantova se dejaba mordisquear los antebrazos por sus tres gatitos juguetones.
– Absténgase de fumar sus repugnantes cigarrillos rubios, Messing. ¡El humo irrita los ojos de mis gatos!
Apenas dos horas después de su regreso a Moscú, Wolf Messing había acudido enseguida a informar a la camarada general. Aplastó su Benson & Hedges en el cenicero a regañadientes y se guardó de hacer el comentario cáustico que le venía a la mente. Convenía mantener unas relaciones distendidas con Alantova, después de que ella le hubiera disparado un balazo en la rodilla y hubiera estado a punto de denunciarlo como traidor.
– No ponga esa cara, Messing. Aún me guarda rencor por esa ridícula herida, ¿verdad? No debería hacerlo. Cojea usted a la perfección. Tome ejemplo de Talleyrand y de Byron, eso no les impidió ser grandes seductores… todo lo contrario. Mejor cuénteme cómo se ha desarrollado nuestro pequeño arreglo. ¿Todo ha ido bien con los extranjeros?
– Estos diez días en ese campo con Nuwas sometido a vigilancia han sido un infierno para mí. Pero aparte de eso, sí, todo ha ido bien. Ya podemos soltar a la fiera. Galjero se pondrá ciego de cólera cuando sepa que ya no tenemos a su querido Nuwas. Tanto peor… ¿Se arrepiente de haber elegido deshacerse de él?
Alantova abandonó su sillón para colocar en su cesto uno por uno a los gatitos y se dirigió a lavarse las manos en el fregadero de metal.
– Me he pasado la vida echando tierra sobre asuntos desagradables, camarada. Después de todo, quizá sea ése mi verdadero oficio. Galjero es una aberración de la naturaleza, y su Laüme un monstruo peor aún. Si pueden caer en manos de gente decidida a suprimirlos, creo que la humanidad entera saldrá ganando.
Messing sonrió y se llevó a los labios un cigarrillo que no encendió.
– En suma, usted y yo vendríamos a ser los Sancho Panza de esos quijotes occidentales. Les ayudamos, pero sin ponernos en primera línea.
– No sé si la imagen es pertinente, Messing, pero me gusta bastante. Después de todo, Sancho Panza resulta más bien simpático, ¿no cree?
Y mientras Messing se acodaba un instante en el balcón para encender su cigarrillo, pensando en lo que haría con los diamantes de Garance, la general Alantova abrió la puerta de su gran estufa de metal para echar dentro una tras otra, sin el menor remordimiento, las tres cintas magnetofónicas en las que estaba grabada la declaración de Dalibor Galjero.
Tercer libro de Dalibor Galjero
El ojeador
El New York Times del ir de noviembre de 1918 estaba caliente entre mis manos. La primera página me consternó. Por mucho que me hubiera preparado desde hacía meses para la victoria de los aliados, la noticia de la capitulación alemana me llenaba de una tristeza semejante a la que había sentido cuando la caída de Richmond y la de Johannesburgo. Tendida junto a mí, su negligé de seda abierto descuidadamente como un telón de teatro sobre la esplendorosa desnudez de su pecho, Laüme no parecía demasiado afectada por la situación. Fumaba un fino cigarrillo en una larga boquilla de concha, y expresaba su aburrimiento mediante largos suspiros y miradas llenas de reproches.
– Me ignoras, Dalibor -dijo-. No te dejes distraer por la mala propaganda de los vencedores de hoy. Mañana será otro día, y la rueda girará. Deja eso, y ven a enseñarme cómo se hincha tu bonito bálano.
Pero yo no estaba de humor. La indiferencia que opuse a sus caricias suscitó en ella una llamarada de cólera.
– Si hoy no quieres nada de mí, ya sabes que dispongo de otros amantes…
– Lo sé -respondí con frialdad-. Llámalos si quieres. Se alegrarán de festejar su victoria mojando tu cama. ¿O quieres que vaya yo mismo a buscarte carne un poco más sazonada?
Desde mi regreso de Tsarkoie Selo, Laüme y yo llevábamos una vida muy libre. Habíamos vuelto a ser amantes, pero nuestra relación no tenía nada de exclusiva. Al contrario. Vivíamos uno junto al otro, a veces con ternura, a veces con deseo, pero ya sin amor.
Ella tenía sus secretos y yo los míos. Sin embargo, yo adivinaba que ella persistía en su afán por fabricarse un vientre de mujer y que la maternidad aún era un objetivo para ella. Yo era consciente de que sus amantes no representaban simples placeres venéreos que se concedía para distraerse. Buscaba entre ellos un semental capaz de fecundar su extraña fisiología, y su consumo de hombres era consecuente con sus fines. Por mi parte, hacía tiempo que los celos me habían abandonado. Todo aquello incluso me divertía. Sentía curiosidad al ver hasta dónde llegaban a rebajarse hombres poderosos por merecer sus favores. Como su belleza, su encanto, su misterio, convertían en perrillos falderos a inflexibles magnates que, sin embargo, dirigían con mano de hierro fábricas a menudo más vastas que ciudades, bancas más ricas que antiguas naciones, empresas más influyentes que iglesias. Yo disfrutaba del espectáculo de sus esperanzas siempre postergadas, de sus sufrimientos y de su decadencia, semejante a una muerte lenta. Me gustaba la manera en que Laüme los humillaba sin darles nada a cambio, ni el menor beso, ni la más pequeña parcela de su piel ofrecida a la contemplación de sus ojos ávidos, a la impaciencia de sus dedos. Pero me gustaba también ver como era capaz de prostituirse por medio dólar a los desocupados que pululaban por los muelles o en el barrio de los mataderos. Como atraía a aquellos andrajosos a infames callejones y les dejaba saciarse de los esplendores de su cuerpo hasta la histeria. Igual que en otro tiempo había contemplado a Flora Ieloni tendida debajo de Forasco, igual que había visto a Laüme abandonarse a Fabres-Dumaucourt, me gustaba ser testigo de estas escenas. Eso me procuraba un placer turbulento, malsano, un puro placer de mirón, pero un placer de todos modos. Permanecía allí, oculto en la sombra, mirando cómo se entregaba de la manera más brutal a grupos de tres o cuatro tipos elegidos por ella, azorados, violentos, aturdidos de placer… Entonces iba a por ellos y les rajaba la garganta con mi cuchillo. No por una crueldad patológica o a causa de un orgullo herido, no. Mi gesto, creo yo, era de pura caridad y, en el relámpago de su agonía, interpreté que muchos de ellos lo comprendían. Porque, ¿cómo vivir después de haber gozado de Laüme, si no se podía aspirar a su amor eterno? ¿Cómo soportar el haber experimentado la emoción erótica más intensa que existe, sabiendo que nunca más se podrá gozar de ella? Para el común de los mortales, no quedaba otro consuelo que el tránsito para compensar esa nostalgia infinita.