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Los cadáveres arrojados al río, los bolsillos lastrados con piedras, flotaban un instante antes de hundirse a plomo. Laüme y yo, jugando como chiquillos, reíamos mientras les tirábamos piedras para que se hundieran más deprisa. Volvíamos enseguida a nuestra casa, cerca de Central Park. Mientras yo conducía, Laüme se tendía en el asiento de atrás y se friccionaba con coñac o con gin para que desaparecieran de su piel olores y manchas. Otras veces, cuando ella no quería desplazarse, era yo el que hacía el papel de alcahuete e iba a buscarle parejas. Un fotógrafo, retribuido como un artista del Renacimiento, había realizado varias series de fotografías de Laüme desnuda. Un juego de clichés la mostraba voluptuosa y traviesa, sentada en un gran sillón cerca de una ventana abierta. Una segunda serie la presentaba más provocativa, expectante en su cama. Había otras, más explícitas todavía. Ojeador de una extraña caza, por la noche me lanzaba al azar de las calles a mostrar estas imágenes a los que me parecían adecuados a los gustos del hada. Los incitaba con facilidad gracias a esta primera visión, y los llevaba a su habitación, ya fueran marinos de permiso, ya honorables padres de familia o gallitos italianos de Brooklyn o de Hell’s Kitchen. Como los amantes de Dahut, la princesa de Ys, todos acababan degollados por mi arma al amanecer.

Sin embargo, no todos aquellos a los que Laüme quería ofrecerse tenían un final trágico. Las compañeras con las que se entregaba al tribadismo eran casi siempre jóvenes de la alta sociedad de la costa Este. Laüme las disfrutaba y después me las ofrecía y observaba a su vez cómo yo hacía gozar a las hijas de los yanquis. Esas muertes y esas orgías eran la leña con las que yo alimentaba las llamas de mi longevidad. Matar a los sementales de Laüme y poseer a sus compañeras me daban la fuerza para rechazar las sombras que rondaban a mi alrededor. También impedía que mis cabellos blanquearan y que mi piel se marchitase. Laüme lo ignoraba, era mi secreto. Pero las necesidades iban en aumento y yo sabía que la espiral sería imposible de controlar. Pronto, en algunos años, esta solución perdería eficacia y me obligaría a actuar. Pero aún no había llegado el momento.

El mal humor en que me había sumido la noticia de la claudicación alemana duró varios días. Laüme optó por distraerse con algunos amantes pasajeros que escogía ella misma entre su rebaño de cortesanos afortunados. Era evidente que algunos de aquellos payasos, demasiado conocidos para que yo los matara al final de sus sesiones, no daban la talla para fecundar al hada. La ciudad vivía un estado de júbilo. La victoria se celebraba por todas partes. Banderas estrelladas colgaban en todos los balcones y desfiles incesantes con trompetas y tambores resonaban en los muros de mi habitación. Llegó 1919, después 1920. Seguíamos viviendo en Nueva York. Laüme se encontraba a gusto, pero yo echaba de menos Europa. También me inquietaba la suerte de Nuwas… Lo había dejado en San Petersburgo bajo los buenos cuidados de Yusúpov sólo unos meses antes de que estallara la revolución bolchevique. ¿Qué habría sido de él? ¿Habría podido abandonar el país antes de la insurrección? ¿O se habría visto arrojado en medio de la tormenta sin poder escapar? Lo ignoraba. En vano, intenté desarrollar mis poderes de vidente, pero ese potencial jamás se manifestó en mí, lo mismo que se me negaba la capacidad de necromancia que tan bien dominaba Laüme. Así pues, embarqué en un transatlántico y pasé unas semanas estivales en París, donde el ambiente me pareció vulgar, sin nada en común con el que se desplegaba en otros tiempos y que había sido tan de mi agrado. La ciudad había cambiado. A menudo se veía por los bulevares gran número de negros. Con la cabeza erguida, una mirada arrogante que se plantaba en la tuya, se paseaban como si recorrieran la sabana. Eso me disgustaba: incluso en Nueva York, los negros permanecían en sus barrios y no eran tan visibles, no se mezclaban de forma ignominiosa con el resto de la población.

Me refugié algún tiempo en las orillas del Leman, después fui a pasar largos meses a Venecia. Una tarde me encontré con el heredero Caetano, que estuvo a punto de desmayarse al reconocerme. Por entonces ya era un hombre de edad madura, pero se acordaba perfectamente de nuestro primer encuentro, cuando él no era más que un niño caminando al lado de su padre.

– No ha cambiado usted nada -me dijo con voz trémula-. Ni una arruga en la cara, y su figura no se ha hecho más pesada. ¿Cómo es posible?

Evoqué con medias palabras algunas de las maravillas que había descubierto a lo largo de mis viajes. Eso le hizo entrar en trance. Su fascinación pueril suscitó al mismo tiempo mi piedad y mi regocijo. Me quedé a su lado dos o tres semanas para debatir en profundidad temas de esoterismo, que no había dejado de apasionarle. Pero Caetano no era sólo un sabio que se cultivaba para su exclusivo provecho. Escribía bajo seudónimo en algunas revistas especializadas y era una especie de sol negro en torno al cual gravitaban discípulos e intelectuales interesados en las ciencias ocultas. La época, por lo demás, era favorable. La desmesura de la Gran Guerra había invalidado en parte la herencia de las Luces y del positivismo, y se buscaban nuevos referentes, nuevos horizontes en todas partes. El bolchevismo captaba las esperanzas de muchos. El ocultismo, a menudo teñido de un orientalismo fácil, fascinaba a no pocos intelectuales exaltados. Caetano y su Areópago sostenían, por su parte, consideraciones políticas cada vez más firmes.

– Nuestro período es propicio al cambio -afirmaba el conde-. Europa debe reencontrar su propia espiritualidad y sus cultos anteriores a la decadencia cristiana. Necesitamos de una revolución no comunista, y en primer lugar religiosa, la única que nos permitirá refundar el Imperio.

Porque Caetano, como un puñado de otros en Italia, en Alemania y hasta en Francia, soñaba entonces con una transformación cultural de gran calado.

– La cosa es posible -aseguraba el veneciano-. Pero es a nosotros, a los hombres de amplias miras y de saberes profundos, a quien corresponde preparar el advenimiento de esta nueva era. No se hará nada si no incorporamos a artistas y pensadores, profesores y hombres de acción. Hay que convencer. Debemos fortificarnos, impregnarnos, sobre todo, de la importancia vital de nuestra misión para el porvenir de la civilización, y para que ésta no sea arrastrada por la mística de los rojos o por el pragmatismo de los mercaderes de Wall Street. Usted, Galjero, sería un maravilloso portaestandarte de nuestro proyecto.

Sin embargo, por mucho que insistió Caetano, me negué a complacer su petición. Para mí, ponerme a la cabeza de cualquier movimiento quedaba fuera de cuestión. La idea, sin embargo, suscitó mi interés lo suficiente para que aceptara conocer a algunos amigos del conde y leyera los textos de los que eran autores. A la vista de mis experiencias pasadas, yo encontraba numerosas ingenuidades, pero también algunas perspectivas que consideraba pertinentes, así como la exposición de valores que yo compartía de manera instintiva.

En 1921, Laüme vino a reunirse conmigo a orillas de la laguna. Cuando la vio, Caetano se abstuvo de todo comentario, pero yo sentí que presentía la esencia sobrenatural de la criatura que me acompañaba. Sin embargo, el pobre tuvo que resignarse a la ignorancia, ya que, naturalmente, yo no revelé nada de mi verdadera historia. Laüme, en cambio, manifestó un interés real por los temas abordados por el conde.