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– Sepa que comparto por entero sus puntos de vista -le dijo al aristócrata-. La guerra que acabamos de atravesar debe servir como preludio a un cambio radical, a una revolución, a la entrada en una nueva civilización. Más fuerte, más dominante. Hace mucho tiempo que acaricio esa esperanza. Quizás al fin se acerque el momento…

Holgazaneamos en Italia hasta que Mussolini accedió al poder. Supimos enseguida que aquélla era la primera manifestación del cambio por el que hacíamos votos. Caetano y los intelectuales de su entorno manifestaron, como nosotros, una gran simpatía hacia el partido de los camisas negras. Algunos incluso se adhirieron al movimiento, con la esperanza de inspirar directamente la política del Duce. Caetano, por su parte, se guardó de llegar hasta ese extremo. Quería conservar su independencia, aunque sus convicciones se encontraran en perfecta consonancia con las líneas generales del programa fascista. Tras la ascensión al poder de este nuevo gobierno, bastaron algunos meses para constatar que el rostro del país cambiaba en efecto. La economía marchaba mejor. Se trazaban carreteras, se construían viviendas, se desecaban ciénagas, y zonas agrestes se convertían en cultivables. Italia parecía recuperar la confianza en sí misma, después de siglos de guerras intestinas, de dominaciones extranjeras y de difícil unidad. Laüme y yo nos trasladamos a Roma, donde adquirimos una nueva mansión en el barrio burgués. Gracias a la mediación de un miembro del círculo de Caetano, empezamos a frecuentar los ámbitos del poder y no tardamos en ser presentados a Mussolini en persona. El hombre me impresionó menos de lo que había esperado. En cambio, Laüme pareció experimentar una admiración por él que bastó para que yo sintiera celos.

– Ese tipo te gusta, ¿no es así? -le pregunté al hada la noche de aquella primera entrevista.

– En más grosero, en más «pueblo», este hombre me recuerda a César Borgia, lo reconozco. Está lleno de la misma fuerza vital. Algo de lo que tú careces en ocasiones, como muy bien sabes.

Guardé silencio, pero su observación me hirió hasta el punto de provocarme un sordo rencor que rumié durante un nuevo viaje en solitario. Mientras Laüme se quedaba en Roma con sus amigos, yo me dirigí a la Europa central. Pasando por Trieste llegué primero a Liubliana, después a Maribor y a Budapest, antes de cruzar la frontera de mi país natal por primera vez desde hacía un siglo. En Bucarest, tuve la absurda idea de dejar que mis pasos me llevaran a los lugares donde había transcurrido mi infancia. El recinto de nuestra casa ya no era más que un campo de piedras y escombros que asomaban a ras del suelo. Un incendio, provocado o accidental, lo había destruido todo hacía mucho tiempo. A pesar de los años infelices que había pasado allí y del drama que había ocurrido, sentí una profunda tristeza. Una oleada de recuerdos me invadió y tuve ganas de llorar. Por la noche, para ahuyentar aquella congoja, me embriagué con alcohol fuerte en el café Capsa en compañía de cinco o seis muchachas que acudieron atraídas por mis aires de príncipe y libertino espléndido. Después, hice instalar en la mejor suite del palacio donde me alojaba dos grandes camas para que todas mis amantes se acostaran juntas conmigo.

En Rumania, como en numerosos países de la región, el fascismo italiano servía de ejemplo a muchos pequeños partidos sedientos de poder. No sé cómo, pero la noticia de mi presencia se extendió pronto por la ciudad. Se supo que venía de Roma. Pedían conocerme; acepté invitaciones sin saber en realidad de quién procedían. El portero del hotel era mi mejor informador: en pocas frases bien formuladas bosquejaba el retrato de cada interlocutor que venía a hablar conmigo del futuro del país. Conocí así a socialistas y liberales, monárquicos y demócratas, reaccionarios y revolucionarios. Unos me eran más simpáticos que otros pero, al final, lo único que les interesaba a todos ellos era mi dinero. Me negué a patrocinar explícitamente ninguna causa. Hacía mucho tiempo que todo sentimiento patriótico me había abandonado. No hubiera tenido sentido que interviniese abiertamente en la política; los sueños de poder y las intrigas se los dejaba a Laüme. Por mi parte, prefería proseguir con mi existencia despreocupada de viajero, de contemplativo y de vividor. Volví a ocupar por un tiempo mi palacio de Estambul y después pasé un año entero en la India, en la casa de Shapur Street, sin abrir un periódico, sin preocuparme de la marcha del mundo, limitándome a leer, soñar, errar de ciudad en ciudad, conducir automóviles de lujo a toda velocidad y acariciar a bellas indígenas…

De vez en cuando, escogía una víctima a la que torturaba largamente en la stupa de mi parque, a fin de contener los avances de la vejez. Y después -debió de ser a principios de 1925, creo-, Laüme manifestó de pronto el deseo de reunirse conmigo en Calcuta. Pasamos algunos días en frenéticos abrazos. Había echado de menos al hada más de lo que me hubiera imaginado, y mi cuerpo no se cansaba de ella.

Comparadas con su belleza, todas las hembras exóticas a las que había tenido en mis brazos en Srinagar o en Goa no eran más que caricaturas de la feminidad, estatuas huecas, incapaces de hacer nacer una auténtica emoción en mí.

Desde el fin de la guerra, la moda femenina había cambiado mucho. Laüme llevaba por entonces vestidos fluidos, sin corsé, medias sujetas en lo alto de los muslos con ligas de seda, y zapatos con cintas. La humedad permanente pegaba esos delgados tejidos a su piel, y creaba en todo momento transparencias que aceleraban los latidos de mi corazón. En las habitaciones, en las terrazas o bajo el cenador del jardín, en la biblioteca o en la sala donde comíamos, solos o rodeados de criados atareados, no podía evitar desgarrar esas telas para poner mis labios sobre su piel fresca y lisa como la nieve. A Laüme le gustaba la casa de Shapur Street, pero quería descubrir otros lugares. Bajamos a lo largo de la costa hasta Ceilán, y después regresamos al continente para visitar Delhi y Bombay. En el trayecto de retorno, le planteé un proyecto que venía madurando desde hacía mucho tiempo…

Los salones del Danieli

Despegarse de la pena y del dolor. Saber sobrellevar la desdicha sin quejarse. Saber, sobre todo, ser indiferente al mal que hacemos, encontrar en él la alegría, la fuerza y hasta la paz… Nuwas me lo enseñó en otro tiempo, en el valle de Lalish. Siguiendo su ejemplo, yo había degollado a algunos niños aislados, mugrientos, incultos, encontrados al azar de mis peregrinaciones. Había cometido asesinatos similares en el oasis, cuando maté al pequeño nómada, en Francia, en la casa del estanque del Arsenal, y también en Florida o en las montañas de Transvaal. Para lograrlo había tenido que superar mi disgusto, mis reticencias iniciales, y eso había liberado energías en mí. La sangre de los niños, sus gritos bajo mi cuchilla, el olor de su piel crujiendo bajo los efectos de mi varita de ámbar cuando elevaba la temperatura de su cuerpo, habían actuado como bálsamos alquímicos que metamorfosearon mi espíritu y perpetuaron la juventud de mi cuerpo. De estas torturas había extraído también suficiente vigor para resistir a la terrible influencia de Laüme, para construirme una identidad propia y reafirmar mi voluntad. A pesar del precio exorbitante que había tenido que pagar por ello, no me arrepentía de nada. Pero el futuro iba a ser diferente. Como Nuwas me había advertido quince años antes, la condición de mi porvenir era la muerte de Laüme… Mi trampa estaba preparada. En la India fue donde tendí su primer resorte.

– Quiero ayudarte a realizar tu proyecto -anuncié a Laüme en el camino campestre por el que circulábamos-. Todavía quieres ser madre, ¿verdad?

El hada me miró con asombro y con una especie de malestar.