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Ninguno de los dos había vuelto a abordar ese tema desde el día en que ella me reprochó haber mancillado su matriz con el germen de un monstruo.

– Eso llegará algún día. Pero tengo que encontrar un padre. Es una labor difícil.

– Yo te ayudaría a encontrar tu semental. Te lo debo. Y también los niños necesarios para tus rituales.

– ¿Por qué habrías de hacer eso, Dalibor?

– Nunca he saldado la deuda que tengo contigo -afirmé-. Te debo mi segunda vida. Aunque nunca nos hayamos entendido bien, y a veces nos hayamos detestado, sigues siendo la que me arrancó de las sombras. Y además…

– ¿Sí?

– Cada vez que tú me has echado o me has escupido tu desprecio a la cara, no he podido dejar de volver a ti. Y siempre me has abierto los brazos… Lo quieras o no, Laüme, estamos unidos.

Ella sonrió sin responder y se limitó a poner su mano furtivamente sobre la mía. Para Laüme, desde hacía siglos, yo era el único compañero de verdad, el único rostro que no había visto envejecer. Incluso, tal vez, el único amigo que había tenido en toda su existencia. Yo jugaba astutamente con esa debilidad.

– Quiero estar a tu lado cuando tengas un hijo. El hombre que te fecunde, sea quien sea, nunca te conocerá como yo te conozco. Por muy feroz, por muy bárbaro que sea, no podrá igualarme en el crimen… Me necesitas, Laüme, reconócelo.

– Acepto tu ayuda -dijo ella después de un silencio-. ¿Qué propones?

– He pensado una estratagema para procurarnos niños en grandes cantidades sin despertar sospechas. Los tiempos son menos favorables que en el pasado. Debemos avanzar con prudencia y, sobre todo, encontrar el medio de no alimentarte con sangre viciada o demasiado débil. Necesitas sacrificios de excepción. No niños de la calle, sino críos cuya inteligencia y sensibilidad pasen a tus venas. Quiero asegurarme de sus cualidades y su fuerza. Estoy convencido de que ésa es la condición esencial para el éxito de tu proyecto… Vamos a abrir centros de educación o de acogida para niños de las colonias. Nos apoderaremos de los ejemplares más brillantes, los más vigorosos, y los llevaremos a Europa o América bajo pretexto de darles estudios. Allí, los sacrificaremos a tus necesidades…

Yo hablaba con un aire de visionario inspirado que avivó el interés de Laüme y despertó sus instintos de fiera. Con las pupilas achicadas, contemplaba algún paisaje interior cuyo horizonte me era inaccesible. Eso me asustó. Pero también me atrajo. Ella tomó mi mano y posó su boca sobre la mía. Intercambiamos un beso muy lento, voluptuoso…

El primero de los establecimientos que inauguramos fue un dispensario para niños enfermos en Ceilán. Bajo la apariencia de un mecenazgo, se trataba de procurarnos niños sin demasiados riesgos y con la posibilidad de escogerlos y estudiarlos previamente. Un gabinete de abogados de Suiza se encargó de las formalidades administrativas necesarias para el establecimiento de una fundación cuya financiación garantizamos por entero. Durante algunos meses, nos aplicamos a interpretar a la perfección nuestro papel de benefactores, y hasta fuimos a visitar a los piojosos recogidos y atendidos en el edificio en el que trabajaban médicos competentes y monjas abnegadas. Unos meses más tarde, abrimos una réplica de este hospital en Buenos Aires y otra en Dakar. Una vez que nuestra reputación de generosidad quedó bien establecida, iniciamos la segunda fase de nuestra acción y creamos escuelas. Laüme dio instrucciones formales a los educadores para que nos indicaran los niños que se distinguieran por capacidades intelectuales o artísticas particulares. Sin embargo, encontrar tales perlas se reveló más difícil de lo que habíamos previsto. Cansados de esperar, regresamos a Nueva York.

– La estructura está creada -dijo Laüme para consolarse-. Démosle un poco de tiempo. Los sujetos interesantes acabarán por aparecer.

Durante los meses que siguieron, completamos nuestra red con la apertura de centros en Siria y otros lugares. Como consecuencia imprevista de estas acciones, nuestro nombre se difundió como nunca lo había hecho entre ciertos círculos de la alta sociedad internacional. La generalización de las comunicaciones telefónicas, el servicio postal, el desarrollo de las compañías marítimas y la extensión constante de las carreteras y los ferrocarriles contribuían al nacimiento de una verdadera comunidad de privilegiados para quienes las fronteras eran ya un concepto obsoleto, destinado a desaparecer un día.

Por el mismo fenómeno que se había producido durante mi estancia en Rumania, quisieron conocernos. Nuestro aire «exótico» y nuestros modales intrigaban y seducían. Laüme se divertía con esta corte de admiradores solícitos. Tanto ella como yo tuvimos nuevos amantes. En diversas ocasiones, nuestra longevidad nos permitió abrir nuestra cama a los descendientes de parejas conocidas decenios atrás a ambas orillas del Atlántico. Estábamos celebrando la llegada de 1930 en los salones del flamante edificio Chrysler cuando un hombre al que no había visto desde hacía quince años se acercó a mí. Con la edad, Bentham había ganado peso, su figura se había redondeado bastante, pero su rostro se mantenía animado por aquella llama particular que ya había advertido en nuestro primer encuentro, treinta años atrás. A diferencia del hijo de Caetano, él no mostró ninguna extrañeza de volver a encontrarme tan joven como el día en que mi amigo Franck y yo lo hicimos prisionero a orillas de una marisma africana.

– Buenas noches, señor Galjero -dijo, como si nos hubiéramos separado el día anterior-. El clima de Nueva York es hoy menos desagradable que el de nuestro querido San Petersburgo en vísperas de la Revolución de Octubre, ¿verdad?

– Leningrado -puntualicé, sonriente-. Así es como los bolcheviques han bautizado ahora a la ciudad.

– El tiempo puede cambiar el nombre de las ciudades, querido amigo, pero no lo ha cambiado nada a usted. Dígame: ¿dónde esconde su retrato?

No capté la alusión.

– ¿Mi retrato?

– Pues sí. ¿No es usted como el Dorian Gray de Oscar Wilde? ¿No tiene un retrato que se encarga de envejecer en su lugar?

– Mi secreto es menos novelesco, querido Oswald Rayner -respondí para hacerle notar al inglés que no había olvidado su antigua identidad de conspirador en la corte de Rusia.

– ¡Oswald Rayner! -repitió él, encantado-. Ese hombre lleva muerto mucho tiempo. ¿Sabe que nunca volvió a Gran Bretaña? Dicen que está enterrado cerca de Kursk, o en Odessa. A veces sueño que una bella babushka acude a depositar un narciso a su tumba en recuerdo de las horas felices pasadas en sus brazos.

– ¡Vaya, si es usted poeta, amigo mío! Y muy imaginativo. Ignoraba que cultivara usted esa facultad.

– La imaginación es una virtud cardinal para caminar con dignidad por este mundo. ¿Se acuerda del corresponsal de guerra del Daily Telegraph en compañía del cual me capturó en el Transvaal?

– Se llamaba Churchill, ¿verdad?

– Winston. Winston Churchill. Ahora es un político que sigue una bonita carrera. Ha sido lord del Almirantazgo y hasta ministro de la Guerra. Un chico brillante, gran orador y un mentiroso del demonio. Cuando volvió de África del Sur relató sus experiencias en cuatro libros que tuvieron un éxito increíble. Durante meses dio conferencias en diversas regiones del país explicando cómo fuimos sorprendidos por los bóers y de qué manera nos escapamos. Usted conoce la verdadera historia de aquella captura, evidentemente, pero él ha transformado aquel episodio banal en un canto de la Ilíada… Su imaginación, su puñetera imaginación, es lo que le ha servido para edificar su éxito.

– Por lo que recuerdo, Churchill no me fue muy simpático. Su impostura no me sorprende en absoluto. Pero usted, en tanto que conoce sus pequeñas mezquindades, ¿por qué no lo ha desenmascarado?

– ¿Y para qué, dígamelo? Churchill me ha ayudado mucho. Digamos que nos apoyamos mutuamente. En gran parte, a él le debo mi posición actual.