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Tras heredar su título, Bentham se había convertido oficialmente en lord. Dignatario del reino, ocupaba un alto cargo en el Foreign Office y viajaba por todo el mundo por motivos tanto oficiales como oficiosos. Al encontrármelo en aquel lugar y en aquel momento, pensé que, junto con el conde Caetano, el inglés era el único hombre a quien yo había dejado entrever mi verdadera naturaleza sin temor. Lo llevé aparte para poder hablarle con discreción, y le hice la pregunta que no había dejado de quemarme los labios desde el comienzo de nuestra conversación.

– Nuwas -murmuré como si me dañara pronunciar el nombre de mi viejo maestro-. ¿Sabe qué ha sido de él?

Bentham mojó los labios en su copa de champán antes de contestar.

– Le hice la misma pregunta a ese golfante del conde Yusúpov hace dos o tres años, en París, figúrese. El príncipe se salvó cuando los bolcheviques atacaron el Palacio de Invierno. Me dijo que suponía que los rojos habían degollado a Nuwas, porque la clínica donde lo atendían por entonces fue saqueada e incendiada por los revolucionarios.

Estábamos meditando en esta imagen cuando la música de ambiente se interrumpió de repente y las voces de los invitados se unieron para desgranar los últimos segundos del año 1929.

– Diez, nueve, ocho -Lord Bentham levantó su copa a mi salud.

– Siete, seis, cinco…

Yo hice lo propio. Vi que abría los ojos como platos.

– Cuatro, tres, dos -Apretó las mandíbulas.

– Uno, ¡cero!

– Bienvenidos a los años treinta, señores -declaró Laüme, que acababa de salir por detrás de mí para hacer tintinear su flauta de cristal contra las nuestras.

– Tu amigo Bentham es bastante convencional -dijo Laüme, desgarrando con negligencia el sobre que acompañaba un magnífico ramo de rosas.

– Sé indulgente con él -contesté en tono de disculpa-. Ese hombre no es ningún tonto. Se está haciendo mayor y le encantan las mujeres bonitas. Sé que tú le gustas. Está probando suerte contigo, nada más.

– ¿Quieres que le complazca? ¿Te gustaría?

– ¿Hablas en serio?

– ¿Y por qué no? Podría ser una distracción para nosotros dos. Bentham no es más feo que otros, después de todo, y es un lord, ¿no? Me parece que nunca me he entregado a un lord. Es una excelente ocasión de llenar esta laguna. ¡Invítale pronto!

A pesar de su apretada agenda, Bentham no se hizo de rogar y acudió a visitarnos aquella misma noche. Hizo bien, porque Laüme le deparó una acogida extraordinaria. Los cabellos ocultos a la sultana bajo un estrecho turbante de seda traído de la India, el cuerpo envuelto en un vestido ceñido que realzaba sus formas, con una abertura que permitía entrever sus bien moldeadas piernas entre los bajos adornados con broches de plata, era una Lilith venenosa y sensual, una efigie viviente a la que ningún hombre hubiera podido resistirse, ni aun el más consumado asceta. La manera en que se entregó aquella noche al inglés, yo fui testigo, alcanzó una perversidad extrema. Rara vez había visto al hada tan lasciva, tan voraz, en compañía de un solo amante. Alternaba los papeles: tan pronto era la esclava escrupulosa y solícita como el ama severa y exigente. Púdica de súbito, ocultaba su desnudez bajo las manos como una adolescente asustada; un instante después, guiada por su solo capricho, volvía a ser lúbrica, abriendo las piernas para exhibir la fabulosa geografía de su sexo, haciéndose lamer los senos, el vientre, la vulva, por un Bentham enloquecido, casi tan rojo y sudoroso como cuando había sufrido bajo mi varita de ámbar en los salones del príncipe Yusúpov.

Cuando se marchó por la mañana, el lord no podía ni hablar. Tenía los ojos fijos y todos sus miembros temblaban. Tras envolverlo en una manta, lo confié a los cuidados del chofer, que parecía escandalizado por el estado de su señor, de ordinario tan digno y reposado.

– Por muy aristócrata que sea, no es un buen amante -concluyó sin embargo Laüme cuando me reuní con ella-. Su esperma es rancio como la mantequilla pasada y su lengua no sabe a nada. Sus dedos son timoratos y su verga es del montón. No quiero nada más de tu amigo.

– Pero si yo no te lo he impuesto -repliqué riendo-. Tú eres la única responsable de este capricho.

– Hazme el amor, Dalibor -susurró el hada enlazándome-. Tú sabes satisfacerme un poco mejor…

La noche que pasó gozando de Laüme marcó profundamente a Bentham. Durante su estancia en Estados Unidos anheló varías veces repetir la aventura, pero ella quebró sus esperanzas con la más fría indiferencia. La situación se deterioró hasta el punto de que seguramente hubiera estallado un escándalo si yo no lo hubiese evitado templando los intentos de mi amigo con seriedad.

– Laüme se ha divertido con usted, lord Bentham -le dije al inglés-. Lo ha hecho con muchos otros y seguirá haciéndolo. Su actitud no debe sorprenderle ni desesperarle. Conserve el recuerdo de sus caricias como un don precioso, un don sublime y único, pero no espere nada más de ella en adelante, a riesgo de perderse sin remedio.

Bentham suspiró e hizo ademán de comprender.

– Sí… corregiré mi conducta y dejaré de perseguir a ese sol negro que sólo puede conducirme a la humillación y a la muerte, lo sé. Sin embargo, una cosa…

– ¿sí?

– Dígame quién es ella en realidad. Usted, que me ha echado en sus brazos, me lo debe, Galjero.

– No tengo el poder de dominar a Laüme. Nadie puede. A duras penas consigo vivir a su sombra. Y aun así, me veo obligado a pagar un alto precio para no ser aplastado por ella, como usted mismo ha estado a punto de serlo. En cuanto a decirle quién es en realidad… A pesar de las décadas que he pasado a su lado, y aunque conozco retazos de su historia, eso sigue siendo un misterio para mí. Sepa tan sólo que es hermana de aquella criatura con apariencia de mujer a la que nos enfrentamos una vez en Rusia.

Bentham se arregló el nudo de la corbata, miró con aire desolado la punta de sus botines y enderezó sus hombros caídos.

– Yo soy un caballero -balbució, como para convencerse a sí mismo de ello-, antiguo oficial del Ejército real, hoy miembro del Foreign Office. Aguantaré el tipo. La vida debe seguir su curso. Le agradezco sus palabras. Me parece que han llegado en el momento justo.

Aprobé su declaración de intenciones con una sonrisa y un último gesto de ánimo, aunque en mi fuero interno estaba convencido de que mi tardía intervención no contrarrestaría el veneno violento que fluía por sus venas. Sin embargo, pronto pude constatar que me equivocaba. Bentham consiguió seguir al pie de la letra el programa que había enunciado ante mí. En unos días volvió a ser el hombre que nunca hubiera debido dejar de ser: ejemplar, trabajador, consagrado a la Corona y a su familia. Volví a verlo varias veces antes de que dejara temporalmente Nueva York para un viaje a la colonia británica de Hong Kong. Su calma, su rectitud, su dignidad recuperadas me impresionaron tanto que me arriesgué a hacer alusión a Laüme con el fin de ponerlo a prueba. Fue como si le hubiera mentado una conocida cualquiera, ni su voz ni sus rasgos mostraron el menor trastorno. Definitivamente convencido, me despedí de él y le prometí informarle de mis desplazamientos para que no perdiéramos ninguna ocasión de volver a vernos.

Aún estoy viendo el momento en que el gran navío en el que se embarcó para reunirse con su esposa y sus hijos, ya en China, se alejaba mar adentro a la sombra del crepúsculo. Era en junio de 1930, y aquella misma noche, quizás embriagado por el olor de las olas, decidí abandonar América una vez más. Durante tres años dejé sola a Laüme en Nueva York. Regresé por unas semanas a París y a Bucarest, y después resolví visitar lugares que no conocía. Al otro lado del mundo recalé en sitios improbables llamados Adelaida, Canberra o Wellington… Aparte de aburrirse, no había nada que hacer allá abajo. Las mujeres eran tan feas que se me fueron los deseos de gozarlas, y los hombres se revelaron tan pobres de espíritu que era imposible aspirar a mantener una conversación interesante.