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El cuerpo de Lewis se distendió de golpe y sus músculos recuperaron toda su flexibilidad. Sin detenerse a reflexionar, las piernas le llevaron tras los pasos del marino. Pero su silueta se fundía ya con la oscuridad. Monti corrió con todas sus fuerzas, procurando mantener los ojos fijos sobre la forma borrosa, pero Green guardaba distancia con el senador. Giró a la derecha y dejó el asfalto de los muelles; pasó un amplio terreno entre dos hangares, cubierto de contenedores y de viguetas de hierro retorcidas; después, se dirigió en línea recta hacia el edificio en el que desde hacía treinta años reposaban bajo una capa de hormigón los esbirros a los que Monti había matado por haber torturado inútilmente a un policía. Green subió el tramo de escalera de la entrada y entró en el edificio. Aminorando el paso, echó un vistazo en torno al lugar, tratando de entender. Su instinto de combatiente estaba despierto. Presentía una trampa. Adivinaba además que no obtendría respuesta hasta que hubiera franqueado el umbral de la vieja casa. Un letrero luminoso anaranjado brillaba con luz débil a modo de enseña sobre la fachada. Sobre las facetas de cristal del farol estaba escrito con fina caligrafía: «Cabaret Flanders». El corazón estaba a punto de estallarle cuando puso la mano sobre el picaporte, abrió la puerta y entró lentamente. Siguió casi hasta el final un largo pasillo polvoriento, apenas iluminado y percibió los ecos apagados de una trompeta con sordina y de un piano agrio detrás de una puerta, al final del corredor. Una oleada repentina de calor le subió a la cara y sus axilas se humedecieron de sudor. Todo su cuerpo temblaba como un barco atrapado en la tempestad, mientras que una voz desconocida, en el fondo de su interior, le gritaba que diera media vuelta. Sin embargo Maddox Green estaba allí, justo en la pieza adyacente. Monti lo sabía. Había que elegir: afrontar el miedo helado que nacía en él, o batirse en retirada, huir lastimosamente y arriesgarse a no saber nunca… Monti empujó el batiente de la segunda puerta y entró en una simple sala de bar. La vasta pieza estaba abarrotada y apestaba a sudor. En un estrado, dos músicos negros destilaban una música lasciva a cuyos compases hombres y mujeres danzaban lentamente. Más allá no se veía nada, las ventanas estaban tapiadas. El tugurio le recordó a Monti los establecimientos clandestinos de los locos años veinte en los años de la prohibición. Él mismo había poseído antros como aquél; como los otros mañosos, había hecho de ellos la base de su fortuna. Sin embargo, los tiempos de la caza de espiritosos ya habían pasado. En 1947 no estaba prohibido emborracharse en América. Pero Monti presentía que la gente apiñada en el Cabaret Flanders no eran vulgares borrachos. Algo distinto de la sed de alcohol los había conducido hasta allí. Monti se abrió camino entre los cuerpos en movimiento hasta el mostrador de cobre, donde se acodó entre dos figuras imprecisas. El humo de los cigarrillos, el sudor exhalado, el ritmo agobiante de la música, todo ello turbaba los sentidos, embotaba el pensamiento. El senador escrutó en vano los rostros en busca de Green. Cambió de lugar una vez y después otra. Cuando llegó al extremo del bar, Maddox se había vuelto invisible. Sin que Monti lo pidiera, el camarero puso ante él un vaso lleno de un licor púrpura. Sediento, con la garganta seca, Monti se mojó los labios. El líquido era suave, desprendía aromas que le recordaban su infancia, el campo siciliano aplastado bajo el sol, los manojos de hierbas y de flores que su abuela Giuseppina y su madre, Leonora, dejaban secar en su cabaña de curanderas, en las colinas… Monti bebió hasta la última gota. Mientras dejaba el vaso, un hombre tomó asiento a su lado, un gigante con ropas de cuero: ¡Maddox Green!

– ¿Sorprendido de volverme a encontrar, hermanito? -susurró Maddox-. ¡Qué cara tan rara pones! Estoy contento de volver a verte… me recuerdas los buenos tiempos, cuando los dos estábamos prometidos a la silla eléctrica.

Monti escrutó con la mirada al hombre que tenía enfrente. Era el propio Maddox Green. Ni un sosias, ni su hijo, ni su hermano: Green en persona. Y Monti no sentía angustia ni sorpresa. Había trascendido los límites del miedo.

– Puedes tocarme, Monti -dijo Green, divertido-. Estoy bien vivo. No soy un fantasma… ¡Vamos! ¡Venga!

La gran zarpa de Maddox aferró la muñeca del siciliano y colocó con autoridad la mano de éste sobre su torso. Bajo el jersey de lana manchado, Lewis percibió el calor del cuerpo y el lento latir del corazón.

– Ya lo ves, hermanito, las balas de los guardianes de Blackwell no me hicieron tanto daño. Me abrieron el camino hacia el país de los muertos, eso sí, pero no cerraron la puerta detrás de ellas. He vuelto, hermanito, guiado por una luz, una bonita luz… Y ahora estoy vivo otra vez. Como antes. ¡Mejor que antes!

– ¿Qué quieres de mí, Green? -chilló bruscamente Monti.

La pregunta provocó una sonrisa burlona en los labios del otro. Monti se estremeció. Ya había visto antes ese rictus inmundo formarse en el rostro de Green: cada día, en la penitenciaría, a la hora del paseo común. Sabía que presagiaba los delirios del antiguo prisionero de Blackewll's Island y sus palabras envenenadas.

– Quiero hacerte ver la luz, hermanito… Quiero que la absorbas, que se convierta en parte de ti y tú en parte de ella. Y no soy el único que quiere esto para ti. ¡Mira quién viene a reunirse con nosotros!

Con la barbilla, Green señaló una figura que se abría paso entre el gentío. Era un hombre corpulento, con rostro asiático y caminar lento. Tomó asiento al lado de Monti y cerró los ojos para recitar:

– «Oh, semejante, tú estás en mí… Temes a un demonio invisible. El nos tiende el espejo que fascina y que cautiva… ¡Ah! Siento que cedes: ahora estás atrapado y me has abandonado. Ahora tú me miras: ése eres tú, y yo me reconozco…»

– Sé lo que está pensando, señor Monti -dijo el recién llegado abriendo los párpados-. Usted se pregunta: «¿Son éstas las sombras de los muertos que vienen de repente a profanar el suelo de los vivos?, ¿o soy yo quien, sin saberlo, he descendido hacia ellas?».

Preston Ware no se equivocaba: Monti había matado a aquel hombre treinta y ocho años antes. Le había disparado a bocajarro, una noche, en la oficina que el abogado ocupaba entonces cerca de la Quinta Avenida. Monti había visto el cadáver de Ware vaciarse de sangre por las balas, lo mismo que el de Green.

– Mis heridas se han cerrado, señor Monti -continuó Ware-. Una mano las ha curado. Ya lo ve, yo no estaba loco. Conocía la verdad de lo que me había sido prometido después de la muerte que usted me dio. Y Green también conocía esta verdad.

– ¡Exacto!

Maddox estalló en una carcajada, golpeándose las piernas, y vació su vaso de un trago.

– Ya lo ve, señor Monti; yo adoré mucho tiempo al diablo en mi juventud. Le dediqué un culto sincero, una devoción constante, ingenua pero fuerte. He sido un practicante obstinado. He hecho el mal, lo reconozco, sin remordimientos y hasta con placer…

– ¡Ésa es la condición! -puntualizó Green al tiempo que tomaba un mondadientes que había en el mostrador.

– Green ha hecho lo mismo, evidentemente -prosiguió Ware-. A su manera un poco más brutal, como puede imaginar…