Выбрать главу

Mientras yo pasaba aquellos años en una especie de letargo, el mundo cambiaba a mi alrededor. La crisis económica de 1929 había repercutido gravemente en Europa y había precipitado en Alemania el advenimiento de un régimen autoritario bajo la férula del canciller Adolf Hitler, en enero de 1933. Por aquel entonces yo ocupaba mi mansión de Shapur Street, en Calcuta, y recorría regularmente los dispensarios y las escuelas que habíamos abierto en el país. Yo tan sólo había tomado tres o cuatro niños para mis necesidades particulares, pero Laüme aún no había tocado la mercancía. Regresaba yo de Ceilán cuando cayó la noticia del cambio de gobierno en Alemania. Esta no inquietó al principio a los anglosajones, pero en diciembre de aquel mismo año, a mi regreso a Nueva York, la situación internacional se había tensado de manera notable y los yanquis sostenían las opiniones más diversas sobre los nuevos amos instalados en Berlín.

«Los nacionalsocialistas del señor Hitler no son más peligrosos que los fascistas del señor Mussolini -aseguraban unos-. Y el tratado de Versalles impone demasiadas limitaciones a los alemanes para que puedan convertirse en una amenaza. La República de Weimar no dispone más que de politicastros incapaces. El establecimiento de un Estado con un poco más de brío constituye un excelente colchón entre París, Londres y la Unión Soviética…»

«Hitler ha escrito Mein Kampf -recordaban otros-. Si aplica el programa que expone, cabe esperar una nueva guerra en Europa en los próximos diez años…»

– Y tú, Dalibor, ¿qué piensas de esta nueva situación? -me preguntó Laüme algunos días después de nuestro reencuentro.

– ¿Por qué mostrarnos hostiles por principio a un hombre y a un régimen que no conocemos? Te propongo que vayamos y lo veamos por nosotros mismos. ¿Qué te parece?

– Me parece la mejor de las respuestas.

Igual que diez años antes le había gustado la Italia fascista, Laüme apreció mucho la Alemania de comienzos del nazismo. La capital alemana tenía por entonces más de teatro que de ciudad. Cada avenida, cada calle, estaba engalanada con los colores del NSDAP, y las paradas militares sucedían a los desfiles. Era la época de las camisas pardas y del poder de Ernst Röhm, una época de aurora radiante para los lobos de Berlín. Después de años de miseria y de caos, después de la carnicería de la guerra y las humillaciones de la ocupación, todo parecía posible de nuevo. La ciudad era una inmensa obra en la que los edificios, muy semejantes a los de Nueva York, se elevaban al ritmo de dos pisos por semana. A pesar de una modernidad que triunfaba a golpe de automóviles, de aparatos domésticos que funcionaban con electricidad, de productos industriales manufacturados en serie, la atmósfera de Berlín permanecía única. El aire que respirábamos daba la impresión de ser más cristalino, más vivo que antes. Laüme se exaltaba, y yo mismo sentía también una energía, una vibración que no podía definir, pero que me dinamizaba y me seducía más allá de lo racional.

– ¡Ya hemos llegado! -me dijo Laüme un día apretándome el brazo-. ¡Ya hemos llegado, Dalibor!

– ¿Qué quieres decir?

– Este lugar, este instante… Presentía su advenimiento desde hace mucho. Hoy se han hecho realidad. Llegué a creer que sería en Italia donde se produciría este milagro, pero me equivocaba. ¡Es aquí, en Alemania, donde se cumple!

– ¿Qué milagro?

– La gran puerta de los mitos se abre de nuevo sobre Europa. ¿No lo sientes? Se mueve con suavidad sobre sus goznes. Los dioses quieren volver. Pasarán en triunfo la puerta de Tannhäuser para encantar de nuevo al mundo. Debemos contribuir a su sueño y prepararnos a servirles…

– ¿Qué ves, Laüme? ¿Qué es lo que ves?

– ¡Una gloria que me ciega! ¡Una renovación para ti y para mí! Un camino que se abre sobre un mundo purificado. Un universo más bueno, más joven, más fuerte. ¡Y al padre de mi hijo! ¡Sí, lo siento! ¡Aquí es donde aparecerá!

Una mano de hielo oprimió mi corazón y empezó a apretarlo como si fuera un tornillo. ¿Qué significaban exactamente aquellas palabras en la boca de mi compañera? ¿Se inventaba las imágenes que describía, o las estaba viendo mentalmente? No lo sé. Galvanizada por la atmósfera que reinaba en Berlín, Laüme quería conocer a aquella gente que, salida de la nada, despreciada y marginal, sin el sostén de las bancas ni de los círculos ordinarios de la política corrupta, había llegado a elevarse al poder para obrar una transformación radical sobre todo un pueblo. Sin embargo, acercarnos a los amos de la nueva Alemania se reveló una empresa incierta, incluso para nosotros. Hitler no era Mussolini. Al contrario que el Duce, el canciller apenas cultivaba los contactos sociales y desconfiaba de los extraños de forma casi malsana. La maquinaria administrativa y policial de la que se había rodeado le proporcionaba una especie de escudo compacto, muy difícil de penetrar, e imposible de alterar por medio de fetiches u otros encantamientos. Por ello, supusimos que se encontraba bajo la protección de fuerzas sobrenaturales.

Aunque aquello nos intrigaba, no llevamos más lejos las averiguaciones porque tuvimos ocasión, sin utilizar ningún artificio, de acercarnos a Ernst Röhm, el jefe de las SA. Lo conocimos en marzo de 1934, con motivo de una reunión de camisas pardas a la que habíamos sido invitados gracias a un contacto de la embajada de Italia. En Röhm todo estaba hinchado: su figura de carnicero, pero también, y sobre todo, su pensamiento, sus palabras, sus maneras. Aquel hombre era un mosaico de algunos de los peores bribones que había conocido a lo largo de mi existencia: tan canalla como el adiestrador de perros Forasco, tan borracho como mi padre, Isztvan, tan lúbrico con Laüme, pese a su homosexualidad, como el banquero francés Fabres-Dumaucourt. Me repugnó más aún que Mussolini. Mi instinto me gritaba que nos alejáramos cuanto antes de ese tipo y de su equívoca pandilla. Laüme, por supuesto, encontró cualidades en él, y mis repetidas advertencias no surtieron ningún efecto. Exaltada por la vulgaridad reinante, como una loba segura de encontrar a su macho bajo el uniforme de las SA, se encontraba de nuevo dispuesta a intentar la experiencia de la fecundación, como en la época de Argyle Street.

– ¿Has elegido a ése para que te deje embarazada? -pregunté en un tono neutro.

– Tal vez, sí. Pero todavía no estoy segura. Aún es pronto para pensar en eso. En cambio, lo necesito para mis preparativos.

El hada quería obtener de Röhm autorización para abrir en Berlín una escuela de cadetes que acogiera a los pupilos más interesantes de nuestros pensionados de África y Oriente.

Nuestra fundación celebraría pronto su décimo año de existencia. Nos proporcionaba un notable barniz de respetabilidad. Sin embargo, aún no habíamos aprovechado la reserva de niños así creada, y Laüme pretendía poner fin a semejante despilfarro. Bajo el pretexto de perfeccionar su educación en establecimientos mejor equipados, ella proyectaba hacer venir a Europa a los niños más prometedores con el fin de tenerlos a nuestro alcance. Necesitábamos apoyo para eso, y Laüme estaba convencida de que Röhm era uno de los pilares más firmes del régimen. Creo que estaba fascinada por la brutalidad a flor de piel del personaje, una brutalidad que, al contrario de la mía, no necesitaba ningún artificio para surgir y expandirse.

Laüme jugó las cartas necesarias para manipular a Röhm. El jefe de las SA le concedió todas las facilidades que ella le pidió, y una academia abrió sus puertas en Berlín para acoger a nuestros «protegidos». Satisfecha tras este primer paso, de inmediato empezó su «caza del macho». Persuadida, no sé por qué motivo, de que el padre de su hijo se encontraba entre los oficiales de las SA, me obligaba a frecuentar a aquella gente, por la que yo sentía una profunda aversión. Testigo de los excesos a los que se libraba con ellos, debía dar mi opinión sobre cada uno de sus nuevos amantes. Durante semanas, incluso meses, nuestras veladas y nuestras noches estuvieron ocupadas por una abominable sucesión de orgías.