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– ¿De verdad es necesario que te prostituyas como una Mesalina con todos esos pobres tipos? -le pregunté-. ¿No ves que ninguno es digno de ti?

– Será mi vientre el que decida lo que quiere -afirmó ella-. Por ahora, mi espíritu le concede a él todo el poder.

– Avísame cuando llegue por fin ese día feliz. Estoy cansado de asistir cada noche a tus repugnantes ignominias. Necesito abandonar Berlín. Me marcho a mi casa de Venecia. Cuando estés lista para tus rituales, házmelo saber y vendré enseguida…

Atravesé Austria y entré una vez más en Venecia. Pero como no quería hospedarme en la casa donde había visto la luz el aborto de mi tercer hijo, decidí buscar un lugar sano para preparar mi enfrentamiento con Laüme. La máquina infernal se había puesto en marcha. Yo sabía que, tarde o temprano, un hombre acabaría por fecundarla. Después, aún tendría que aguardar nueve meses hasta el parto, y entonces, en el momento preciso en el que Laüme se encontrara más cerca del horizonte humano, la mataría como había matado a Ta'qkyrin…

Antes que aceptar la hospitalidad siempre apremiante del conde Caetano, dejé mi equipaje en el Danieli. Una tarde de junio en la que estaba ocioso, fumando y bebiendo solo en el salón, escuché a una pareja que hablaba cerca de mí sobre los acontecimientos dramáticos que se estaban desarrollando en Alemania. Dirigida por las SS, se había lanzado una purga de gran alcance contra Ernst Röhm y sus partidarios. Como resultado, hubo ejecuciones sumarias, el movimiento de los camisas pardas había sido disuelto y no había noticias del propio Röhm desde hacía cuarenta y ocho horas. Intenté comunicarme con Laüme por teléfono, pero fue en vano. Me disponía a salir con destino a Berlín cuando Laüme se presentó en el Danieli. Venía de un humor de perros, y se pasó la noche reprochándose amargamente su ceguera. Nunca antes la había visto tan desalentada y tan furiosa consigo misma. Hipócritamente, intenté tomarla en mis brazos para calmarla, pero estaba tan tensa que rechazó mis caricias.

– He fallado en algo esencial, he pecado de impaciente. Hubiera debido esperar a que el régimen se estabilizara para elegir mejor a quién abordar. Me he asociado con los perdedores. Ahora figuro en listas, hay fotografías muy comprometedoras que quizá ya estén circulando. Será complicado borrar todos esos rastros.

– ¿Qué te importa? Alemania no es el mundo. ¿Por qué no buscas en otra parte un vivero más rico para tus experimentos?

Los rasgos del hada se torcieron en una mueca impenetrable. Se encogió de hombros, apretó los puños y no me contestó, tumbada en un sofá, las piernas recogidas contra el cuerpo y los brazos obstinadamente cruzados.

Laüme se quedó postrada durante varios días. Se negaba a salir de su habitación y rehuía todos los placeres: la comida, mis abrazos, y hasta la luz del sol… Su abatimiento me puso de mal humor. Veía alejarse de mí el instante en el que podría por fin deshacerme de mi frawarti. Me encontraba ocupado en imaginar alguna nueva estratagema que sirviera para revivir sus deseos de maternidad, cuando un oficial fascista me abordó en el gran salón del palacio. Con la mayor cortesía me rogó que le acompañara hasta uno de los salones del hotel. En la pieza, custodiada por dos centinelas armados, me esperaba un hombre con el que había simpatizado diez años atrás, cuando Laüme y yo frecuentábamos el entorno de Benito Mussolini.

– Encantado de volver a verle, signore Galjero -me dijo el hombre con una gran sonrisa-. He pensado a menudo en usted desde nuestro primer encuentro.

Con poco más de treinta años, Galeazzo Ciano era un buen mozo esbelto y desenvuelto, de una elegancia natural. Su apretón de manos era franco y su mirada directa. Cuando me invitó a tomar asiento a su lado, reparé en un anillo que brillaba en su dedo anular.

– Felicidades por su matrimonio. He sabido de su unión con la hija del Duce.

Ciano sonrió torpemente.

– Espero que eso no me convierta en un vulgar intrigante a sus ojos, signore. Hace cuatro años que me casé con Edda, y el nuestro es un matrimonio feliz. Pero constato que usted también se ha casado. ¿Con aquella magnífica joven que nunca se separaba de usted?

Tuve que hacer un esfuerzo para entender la alusión del conde. Aunque en realidad nunca habíamos formalizado nuestra unión, Laüme y yo, en efecto, llevábamos alianzas desde la época en que fundamos nuestra obra benéfica. Una simple cuestión de conveniencia, evidentemente. De forma maquinal, tendí la mano e hice rodar el anillo en torno a mi dedo.

– Laüme es mi esposa, sí -dije.

– Solían vivir en Nueva York, si no ando equivocado.

– Exacto. Aún tenemos allí una residencia y algunos amigos… ¿por qué lo pregunta?

Ciano guardó silencio mientras escogía sus palabras.

– Porque yo era muy joven cuando nos conocimos, pero fui sensible de inmediato al encanto excepcional de su esposa. También a su inteligencia y su gran cultura… ¿Cómo no reparar en todo eso? Habría hecho falta ser idiota…

– Ignoro adonde quiere ir a parar, conde -bromeé-, pero me parece bastante peligroso…

Ciano dejó escapar una risita forzada. Continuó: -El azar nos ha reunido aquí, en Venecia, Galjero. Yo no le buscaba. La coincidencia es perfecta, y es precisamente esta circunstancia particular la que me impulsa a hablarle de un proyecto que tenemos en mente desde hace algún tiempo.

– ¿Un proyecto? ¿Qué proyecto? ¿Y a quién se refiere al decir «tenemos»?

– En la actualidad ocupo el cargo de cónsul de Italia en Shanghai. Esta misión está a punto de terminar. Aún no es oficial, pero dentro de unos meses asumiré el cargo de ministro de Cultura. Ésa será la última etapa antes de otra cartera mucho más importante, para la cual ya me estoy preparando… En fin, admito que este prólogo es un poco largo. Vamos a lo esenciaclass="underline" nuestro gobierno quiere conocer a sus amigos en suelo americano. Allí hay asentada una gran comunidad italiana, que acaso tenga un peso decisivo a nuestro favor si la dirigimos correctamente. ¿Empieza a ver el cuadro con más claridad?

– No puede estar mas claro, querido Ciano -respondió Laüme, que acababa de hacer su irrupción en la sala.

Servicios secretos

Al aceptar trabajar para los italianos, Laüme solamente pensaba en rehabilitarse a ojos de los alemanes. Durante mucho tiempo me pregunté cuáles serían las razones profundas que la impelían a desear ganarse a toda costa las simpatías de Hitler y su banda. Quizás hubiera que remontarse más atrás en el tiempo, conjurar el recuerdo de Mose Tzadek y de Yohav, o incluso hasta evocar su juramento al rabino renegado antes de que ardiera vivo en su apestosa mazmorra. «Te hago saber que la línea de los Galjero no se ha extinguido -había dicho ella-. Pronto nacerá un nuevo heredero, y otro después de éste. Un emperador surgirá de ese tronco, y yo estaré ahí, a su lado, cuando él les ponga el yugo en los hombros a tus semejantes.»

Era la promesa que había hecho, el juramento escarlata proferido justo antes de la ejecución del peor enemigo al que había combatido jamás. Cuatro siglos no habían podido romper aquel voto. Ahora, yo lo sabía, ya no se trataba de que viniera al mundo un emperador que llevara el nombre de los Galjero. Otra apuesta, otro sueño, se había puesto en pie. Yo ignoraba su naturaleza exacta, pero sabía que el hada avanzaba con obstinación hacia él, movida por la fuerza que lanza las mareas al asalto de la orilla.

Galvanizada por la proposición de Ciano, Laüme aceptó volver a Nueva York para tramar una suerte de coalición entre las familias mafiosas, simpatizantes por naturaleza con la causa italiana, y ciertos movimientos locales potencialmente profascistas. Por mi parte, no quise prestarme directamente a ese juego, lo cual decepcionó profundamente a Laüme. De todos modos, saqué algunos nombres de mi cuaderno de direcciones para ayudarla. De este modo conoció a Ephraim Cassard, el nieto de Absalon, gobernador del Ku Klux Klan en Luisiana al final de la guerra de Secesión. Yo apenas tenía unos vagos recuerdos de lo ocurrido en aquel período en Estados Unidos. Laüme se movió durante una breve temporada en el entorno de los padrinos mañosos, cuyas actividades intentó orientar -sin gran éxito- hacia objetivos más políticos. Sus proyectos no llegaron demasiado lejos. Aunque la empresa distó mucho de responder a las expectativas, el conde Ciano quedó agradecido por sus esfuerzos, hasta el punto de que le prometió hacer que recuperara el favor de los dirigentes del Reich. Cuando me comunicó la noticia, Laüme estaba radiante como una niña la mañana de Navidad. Su entusiasmo era tan franco, tan sincero, que me emocionó e hizo nacer en mí una brusca oleada de ternura.