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Era la primavera de 1935, y fue por entonces cuando los acontecimientos comenzaron a encadenarse a una velocidad vertiginosa. Tal como me había predicho con medias palabras un año antes, Ciano formó parte del gobierno de su suegro, pero en calidad de ministro de Asuntos Exteriores. Más enterado que nunca de los juegos de la alta política, al italiano le seducía la perspectiva de disponer de una Laüme gravitando cerca del Führer. Quizás esperaba convertirla en la amante del tipo del bigotito; tal vez solamente quería colocar un peón en el campo alemán, a la espera de una oportunidad más definida. Todas esas hipótesis eran posibles, y no estoy en condiciones de confirmar ninguna de ellas. Laüme también era consciente del doble juego de Ciano, pero le importaba poco. A despecho de las pequeñas bajezas del conde, ella quería reemprender en completa seguridad el camino de Berlín, y eso era lo único que contaba. Después de reunir información y tender hábilmente una primera red de intrigas sobre algunos oficiales influyentes del SD, el servicio de inteligencia alemán, el yerno del Duce obtuvo con bastante facilidad el permiso de residencia en Berlín para nosotros. En junio de 1935, alquilamos por un año una gran suite en el hotel Edén. La ciudad, con su rica y larga tradición de artistas, de dramaturgos, de filósofos, era un centro cultural que rivalizaba con Londres y París. La mejor sociedad berlinesa desfilaba por nuestros salones: vedettes del cine y del musical, escritores, pintores, escultores…

Esos artistas, a menudo frívolos, no tenían ningún interés en sí mismos, pero creaban a nuestro alrededor una atmósfera alegre que pronto atrajo a personajes de mayor relevancia estratégica. Oficiales de la Wehrmacht primero, oficiales de alto rango después y, por fin, auténticos dignatarios nazis como el ministro de Propaganda Goebbels, con el que simpaticé, ya que era un hombre inteligente, divertido y un buen conversador. Le gustaba frecuentar a los extranjeros residentes en Berlín y mostró curiosidad por nosotros. Por su mediación conocimos a la joven pasionaria inglesa Unity Mitford, que se convirtió rápidamente en amante de Laüme. Era una joven exaltada y radical en sus posturas políticas. Diana, su hermana mayor, sentía también vivas simpatías por el nacionalsocialismo. Frecuentaba asiduamente a lord Mosley, el presidente de la British Union of Fascists, un movimiento político marginal que las autoridades inglesas vigilaban de muy cerca. La propia Unity era seguida por los espías que el MI6 había enviado al corazón mismo de la Alemania nazi.

– Es un período magnífico para los complots, la inversión de alianzas y las traiciones de toda naturaleza, Herr Galjero -me confió un día Goebbels-. Nuestra época es apasionante, hasta el punto que deberíamos dar gracias al cielo por vivir en ella.

Sonreí y aprobé por cumplido. En mi fuero interno, era incapaz de decidir si tenía razón o no. En el curso de una noche muy alegre pasada en los cabarets, Unity condujo hasta nuestra mesa a una aventurera americana a la que los periódicos de todo el mundo presentaban como la amante exclusiva del joven heredero de la corona de Inglaterra. Por mi parte, no encontré el menor encanto en la señora Wallis Simpson. Mis gustos siempre se han inclinado por las jóvenes bellezas, la piel fresca, las curvas perfectas, la inocencia de los rasgos. Seca, filiforme, ya arrugada, Simpson no tenía nada que me agradara. Por desgracia, ella era una devoradora de hombres de lo más emprendedora. Puso sus ojos en mí y tuve que ceder para que desistiera de una vez en su exasperante cortejo.

– Has hecho bien en sacrificarte -me felicitó Laüme-. Esa mujer es notable por su inteligencia y su voluntad, pero necesita consuelo. El príncipe de Gales sufre presiones enormes para que ponga término a su relación con ella, y ella me ha confesado que él es un débil que acabará por ceder…

– Quizá podríamos ayudarla a reforzar los sentimientos del príncipe hacia ella. ¿Por qué no hacer que esté en deuda con nosotros? Asegurar su posición con su amante puede reportarnos buenas oportunidades.

Feliz de verme tomar por fin una iniciativa, Laüme se entusiasmó con mi proposición. Sin embargo, convencer a Simpson de que nos otorgara su confianza no fue tarea fácil. Incrédula durante bastante tiempo, la americana nos exigió una demostración de nuestros poderes, y hubo que ofrecerle la prueba que pedía.

– Tráenos un cabello de una de tus criadas -le dijo Laüme-, y haremos que la muchacha reviente en una semana sin que los médicos puedan hacer nada por ella.

Echándose a reír, Simpson nos desafió a cumplir semejante proeza. Tres días después del lanzamiento de la maldición, vino descompuesta a suplicarnos que pusiéramos fin a la experiencia. Aunque era arriesgado, consentimos en interrumpir el fatal hechizo y procedimos a revertir el mal. La americana, conmocionada pero convencida, nos autorizó a obrar un hechizo de amor sobre el príncipe de Gales.

Con el fin de realizar la empresa en las mejores condiciones, decidimos desplazarnos a Gran Bretaña. Wallis facilitó que nos invitaran a una partida de caza organizada por el príncipe en las Highlands. Ya fuera por azar o por voluntad deliberada por su parte, resultó que lord Bentham y su esposa estaban entre los invitados. A la primera mirada que puso sobre Laüme, sentí que el inglés se volvía otra vez loco de deseo por el hada y, durante nuestra estancia, no dejó de devorarla con los ojos y buscar su compañía, sin preocuparse de las apariencias ni de las miradas escandalizadas de su mujer. Laüme se divertía con este renacer de la llama y no le ahorraba ninguna provocación a aquel hombre que ya estaba arrugado, abotargado, con el cráneo peinado con una rala corona de cabellos grises. Jugando con el pobre viejo como el gato con el ratón, lo desestabilizó hasta el punto de que Bentham acudió a mí para implorar mi ayuda. Era tan patético, tan vulnerable, que sentí una sincera piedad.

– Por desgracia, no tengo poder para abogar en su favor, amigo mío. Laüme no es un ser al que se pueda obligar, y yo mismo tengo poca influencia sobre ella. Entregarse a usted no fue más que un capricho y no se repetirá. Tiene que comprenderlo.

– ¡Pero estoy dispuesto a dárselo todo! -gimió-. ¡Todo, le digo! ¡Todo!

Un adicto reclamando de rodillas su dosis de opio no se habría humillado más. Cuando le relaté la escena, Laüme esbozó una sonrisa maligna.

– Ese Bentham es desde luego un desecho humano. ¿Hasta dónde crees que se rebajaría para satisfacer sus deseos?

– Pretende estar dispuesto a sacrificarlo todo, pero sus palabras eran las de un enfermo en plena crisis. Cuando la razón vuelva a él, dudo que se arruine por ti.

– ¿Y si Bentham poseyera algo verdaderamente precioso que yo deseara de verdad?

– ¿Tú, desear un bien material? No me tienes acostumbrado a semejantes fruslerías.