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– ¿Qué han hecho? -gritó-. ¿Qué han hecho, monstruos?

Tomé una lámpara con un pesado pie de bronce y lo golpeé para dejar que Laüme se aprovechara de la sangre caliente de los jóvenes cuerpos tendidos, sin sufrir las jeremiadas de su progenitor. Hacía años que no sacrificábamos niños. Yo no había hecho sacrificios a Taus desde mucho tiempo atrás, y aquello me vivificó de un modo extraordinario. Para el hada, la sangre era un líquido dinámico que modificaba la química de su organismo. En cuanto a mí, era el acto homicida en sí mismo, no la absorción de la materia, lo que constituía un poderoso coadyuvante. En mi caso, daba igual degollar a un retrasado o a un genio. Laüme, en cambio, se mostraba excesivamente sensible a la calidad sutil de lo que absorbía. Cuanto más desarrollado estuviese el espíritu del niño, más vitalidad extraía el hada de su fluido. Lo que sacó de los niños Bentham la llevó al éxtasis.

Terminada nuestra obra, partí a la caza de las tres criadas que dormían como benditas en su habitación y las maté sin ni siquiera despertarlas. De regreso al salón, esperaba encontrar a Bentham todavía inconsciente, y pensaba asestarle el golpe de gracia para ahorrarle el horror y la culpabilidad. Pero el viejo lord se había arrastrado fuera de la pieza y no pude encontrarle, pese a una búsqueda frenética. Había amanecido. Oí el canto de un gallo. El cielo estaba gris y caía una fina lluvia desde las nubes bajas. Era peligroso quedarnos en el castillo. Volví junto a Laüme, la sumergí en una bañera esmaltada, lavé su cuerpo de todas las escorias que lo cubrían, y después la vestí y la instalé en el asiento trasero del automóvil, bajo una cálida manta. Lánguida, sumida en un profundo torpor, el hada no había salido aún de su éxtasis. Al verla tan vulnerable y confiada, sentí de repente deseos de matarla allí mismo. Una furia me poseyó y corrí a las cocinas para apoderarme de dos grandes cuchillos de trinchar. Empuñando las armas volví al coche y me incliné sobre ella. Seguía tendida, inmóvil, parecía una presa fácil. Sólo tenía que hundir simultáneamente las dos hojas en su corazón y en el lugar donde debería estar su ombligo o en su coronilla para poner fin a su existencia y complacer a mi dios Taus… me encontraba apenas a un segundo de la inmortalidad. Mi corazón se puso a latir desenfrenado. Levanté las armas por encima del hada. De inmediato, sus guardianes sutiles me atacaron. Un terror creció en mi interior al tiempo que un terrible mareo se apoderaba de mí. Pero yo ya estaba entonces bastante curtido para luchar contra esos hechizos de bruja. Sin ceder al pánico, mi espíritu conservaba la voluntad de cometer el crimen, aunque mis músculos estaban demasiado contraídos para permitirme lanzar un golpe simultáneo. Pese a mi rabia, preferí renunciar. Dejé caer los cuchillos en la grava, me senté al volante, arranqué en tromba y corrí a toda velocidad por las carreteras campestres llenas de baches hasta Douvres.

Por la noche, hice embarcar a Laüme a bordo de un ferry. Ella titubeaba y la gente creía que estaba ebria. Hicieron falta aún cuarenta y ocho horas para que aquella especie de etilismo desapareciera,- pero cuando dos días después de regresar a Berlín nos presentamos en casa de Goering, el hada había alcanzado el cénit de su belleza y su encanto.

Tuvimos que esperar casi hasta el alba antes de ser admitidos a presencia del Führer. Habíamos pasado horas conversando con unos conocidos bajo la copa de un árbol gigantesco donde habíamos encontrado a Ciano, Simpson y Mitford en compañía de algunos SS de alto rango. A uno de ellos, por cierto, un corpulento oficial de origen noruego, le confiamos la misión de ayudarnos en una demostración espectacular destinada a probarle al canciller la eficacia de nuestros poderes protectores. Era la primera vez que veía a Thörun Gärensen, y me pareció muy simpático. Muy diferente de todos los otros miembros de la Orden Negra que había conocido hasta entonces, llevaba el uniforme como si él mismo no se lo creyera. Sin embargo, era uno de los colaboradores más cercanos de Heydrich y desempeñaba un papel eminente en las SD. Sus modales eran corteses, y su conversación animada por referencias tan variadas como eruditas. Tenía reputación de mujeriego pero -y esto quizá sea lo que lo hacía más especial- en ningún momento puso una mirada concupiscente sobre Laüme y, cuando ella se prendió de su brazo para cruzar un tramo de césped, se condujo como un verdadero hombre de mundo. De todos modos, deslumbrante en su vestido negro, ella hipnotizaba a todos los hombres presentes en Karin Hall. Hasta el terrible Reinhard Heydrich, de ordinario tan frío y distante, no pudo reprimir alguna mirada húmeda hacia ella. Y cuando rogamos a Gärensen que dejara la pieza para servir de sujeto de nuestras demostraciones de brujería, se retiró muy dignamente, a pesar del ingrato papel que le habíamos obligado a interpretar ante Hitler.

Tal como habíamos previsto, Hitler manifestó un gran interés por nuestra experiencia. Era un hombre de espiritualidad muy desarrollada. Quizás él mismo fuera un poco médium. Aunque no rechazó nada de lo sobrenatural, tampoco se mostró fascinado por lo oculto, y encargó a su ministro Himmler que nos proporcionase todo lo que necesitáramos para la realización de una serie de fetiches protectores dedicados a las principales personalidades de su gobierno. Al contrario que su señor, Himmler era un auténtico apasionado del ocultismo y la magia. Semanas antes de la recepción dada por Goering había ordenado la creación de un instituto de investigaciones, el Ahnenerbe, una de cuyas ramas estaba consagrada oficialmente al estudio de los fenómenos ocultos. Gärensen había sido nombrado director de ese organismo.

Algunos días después de nuestro encuentro en Karin Hall, recibí una invitación a cabalgar en su compañía en el parque de Tiergarten. Como yo, el noruego era amante de los caballos. Montaba un soberbio animal que le había regalado Heydrich. Repetimos varias veces aquellos paseos. Thörun hablaba poco, pero me gustaba su compañía. Sentía que era al mismo tiempo ingenuo y perspicaz, débil y voluntarioso: unas paradojas que eran un poco las mías propias. Descubrimos que teníamos algunos intereses comunes y empezó a crearse una cierta confianza entre ambos, hasta el punto de que le pedí visitar aquel Ahnenerbe que tanto me intrigaba. El instituto tenía interés y ciertamente estaba lleno de gente de buena voluntad, pero pronto comprendí que los que participaban en él y los pretendidos especialistas que lo animaban eran vulgares universitarios, y no auténticos practicantes del ocultismo como yo había esperado. Le hice este comentario, no sin presunción, a Gärensen y, cuando le dije que yo mismo era un poco brujo, me tomó por un loco.

Me estaba despidiendo de mi anfitrión cuando, en el pasillo que llevaba a su oficina, me crucé con una joven cuyo rostro y apariencia llamaron mi atención. Alta, rubia, atlética, poseía un encanto extraño pese a la dureza de sus rasgos y su gélida mirada. Nos miramos un segundo y después dejé a Gärensen para regresar al Edén. A lo largo de todo el trayecto no dejé de pensar en esa muchacha de quien lo ignoraba todo. Después de la pequeña parisina Sandrine, no había vuelto a enamorarme. Había deseado a las mujeres, cierto, y a menudo había amado apasionadamente a Laüme, aunque con un amor fuera de lo normal, inhumano, violento, rencoroso, incomparable con ningún otro. Pero yo sabía que había cambiado profundamente desde la época de los románticos y que ya no podría volver a enamorarme como entonces. Y sin embargo, el rostro de aquella desconocida había hecho mella en mí.

Laüme era extremadamente sensible a mis humores, y percibió enseguida que una imagen asediaba mi mente. Cuando aquella misma noche le hice el amor, en mis pensamientos era a la sílfide a la que tenía en mis brazos. En lugar de enojarse, el hada se divirtió.