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– Estás pensando en otra, Dalibor, lo noto -dijo, para picarme-. ¿Por qué no te vas a buscarla?

– No sé quién es. Y no tengo intención de ponerme en ridículo buscándola por todo Berlín.

– Como gustes, mi buen Dalibor…

Desnudas, más que desnudas, vestidas sólo con sus joyas y sus altos escarpines, las dos permanecían delante de mí. Laüme y Ostara Keller. En nuestra suite del Edén, las dos muchachas se entregaban al placer desde hacía una hora sin que yo gozara aún del derecho a unirme a ellas. Era la regla del juego. Yo no sabía bien cómo, pero Laüme había conseguido encontrar para mí a la muchacha que me había gustado tanto en los pasillos del Ahnenerbe. Desde que se dejó desvestir, Ostara no había dejado de sorprenderme. Bajo su apariencia glacial, era una furia, una gozadora experta y sibarita que aceptaba con docilidad toda suerte de fantasías. Laüme, yo lo sabía, no había practicado sobre ella ningún hechizo destinado a desatar unos sentidos adormecidos o a abrir por la fuerza un espíritu púdico al libertinaje. No: Ostara era sensual y perversa por naturaleza. Cuando por fin llegó mi turno de poseerla, me dio satisfacciones raras y prolongadas que Laüme contemplaba sin interrumpirnos. Desde aquel día, Keller se convirtió en una habitual de nuestros juegos eróticos. A menudo consagrábamos noches enteras a acariciarnos mutuamente.

Keller ocupaba no sé qué puesto en el Ahnenerbe, y era una patriota ejemplar. Al igual que Laüme, estaba convencida de la superioridad del régimen nacionalsocialista y detestaba las democracias tanto como el bolchevismo. Sus convicciones eran tan vivas que, después de pasarse horas en nuestros brazos, aún era capaz de sostener una discusión política con Laüme. Cuando esto sucedía, yo dejaba la habitación y me encerraba en el salón a leer, fumar o escuchar un concierto en la TSF.

Un domingo soleado de octubre, Gärensen quiso llevarnos a la costa a Laüme y a mí. Llegado en 1931 a Alemania, el noruego frecuentaba con regularidad la estación balnearia de Heringsdorf. La anécdota no merecería ser mencionada si no fuera porque, al regreso a Berlín, de pronto Laüme me pareció muy soñadora.

– ¿En qué piensas? -le pregunté.

– En todas esas obras que florecen en Berlín.

– Creo que son los preparativos para los Juegos Olímpicos. ¿Por qué te interesa eso?

– Porque será algo grandioso. Habrá una muchedumbre vibrante de pasiones exacerbadas. Es una energía que podríamos captar en nuestro provecho… y que podría servir para alimentar un palladium, por ejemplo. Esa piedra permitiría proteger toda la ciudad y actuaría, igual que los fetiches, en provecho de una persona en particular.

Me estiré en la cama y crucé las manos detrás de la nuca para reflexionar un instante.

– ¿Crees que sería posible? ¿Conoces la forma de operar de un talismán así?

Laüme dejó caer el vestido a sus pies, desnudó sus senos y aguzó con los dedos sus puntas rosadas antes de venir a cabalgarme. Mi sexo se hundió con delicia en el suyo. Su piel sabía a sal y arena.

– No conozco el ritual exacto -reconoció, iniciando un suave balanceo de caderas-. Pero podríamos buscar referencias. Los Juegos se desarrollarán dentro de nueve meses. Eso nos concede algo de tiempo…

Aunque no lo juzgué demasiado pertinente, simulé interesarme en la idea de Laüme. Veía en esas investigaciones una excelente oportunidad para dejar por un tiempo Berlín, cuya atmósfera cuartelaria empezaba a pesarme.

– Vittorio Caetano posee informaciones interesantes en su biblioteca -sugerí-. Quizá sería una buena idea ir a verlo.

No sé con exactitud qué fantasía me impulsó a ello, pero invité a Thörun Gärensen a que me acompañara en aquel viaje. Por desgracia, me fue imposible entrar en contacto enseguida con Caetano. El viejo loco estaba en casa, pero inmerso en un trabajo de renovación corporal que exigía un aislamiento total y que aún se prolongaría durante unos días. Mientras esperaba a ser admitido en el palazzo, permanecí en compañía de Gärensen. Cuanto más frecuentaba al noruego, más digno de confianza juzgaba a aquel joven. Atrapado en una compleja maquinación, se había visto obligado a integrarse en las SS algunos años atrás para servir a los intereses de Reinhard Heydrich. Su historia me conmovió. En muchos aspectos guardaba similitudes con la mía. Ni él ni yo éramos dueños de nuestros destinos, y eso reforzó la simpatía que sentíamos el uno por el otro. Sin revelárselo todo acerca de mi pasado, llegué a confesarle sin ambages los motivos de nuestra presencia en Berlín. ¿De qué habría servido ocultarle la verdad a un hombre al que habíamos tomado como asistente en la demostración de nuestros poderes en Karin Hall? Como se mostró tan incrédulo como lo había sido Wallis Simpson, me entretuve, a fin de convencerlo, en confeccionar dos fetiches para su uso personal. El primero era un guardián, el segundo, un talismán seductor que lo transformó en un verdadero imán para las mujeres. Gärensen no podía dar un paso por las calles de la Serenísima sin ser objeto de una mirada poco discreta o de una invitación explícita. La ciudad era para él un parque de atracciones en el que todas las mujeres eran atracciones gratuitas, complacientes, disponibles de inmediato.

Mientras él dedicaba sus jornadas a complacer a sus amantes, yo acudía al domicilio de Caetano con el fin de consultar los innumerables volúmenes de su biblioteca. Casi llegado al término de su ejercicio de ascesis, el conde me había autorizado a recorrer los pasillos de su palacio tanto como me placiera. Durante quince o veinte días seguidos, hojeé sus colecciones sin encontrar nada que satisficiera mi curiosidad; después, mientras examinaba un texto de apariencia anodina, descubrí por fin elementos de ritual susceptibles de ser utilizados en la elaboración de una gran piedra protectora. El descubrimiento del Pretiosa Margarita Novella marcó el final de mi estancia en Venecia. Gärensen no regresó conmigo. Creo que se había enamorado de una chica a la que conoció en una recepción ofrecida a orillas del Gran Canal. En el tren que me llevaba a Berlín, releí el conjunto de notas que había tomado en casa de Caetano. Mis descubrimientos desbordaban ampliamente el estricto marco que yo me había fijado. Le había sustraído al veneciano dos textos únicos que hablaban con medias palabras de Izsfrawartis. Uno era un breve manuscrito redactado en griego antiguo en un estrecho rollo de papiro; el otro, un doble folleto en francés que encontré, sin razón aparente, colocado entre las páginas de una edición milanesa del Tiers Livre de Rabelais. Ambos escritos, que eran anónimos, tenían la estructura de epyllion, epopeyas muy breves que mezclan el relato de hazañas guerreras, pasajes eróticos, odas versificadas e imprecaciones erráticas. Para cualquiera no iniciado en el secreto de las frawartis, no eran más que piezas literarias mediocres. Para mí, en cambio, constituían testimonios auténticos, redactados por hombres que habían conocido el favor de las hadas.

Los dos relatos me aterrorizaron. Advertían sin cesar contra los demonios de vientre liso.

Si ocurriera que un ángel negro volviera hacia ti su sublime rostro, rehúsa sus avances, pues su cara no es más que una máscara bajo la que se ocultan las muecas más repugnantes. Se aferrará a tu destino y se arrogará el derecho de modelarte a su gusto. Te convertirás en su esclavo. Los placeres que te dé serán efímeros y vanos. Tus noches estarán tejidas de amargura y tus días serán semejantes a ríos de tristeza. Soldado, no seas demasiado ardiente en la batalla. Sacerdote, no seas muy ferviente en tus plegarias. Hombres, manteneos mediocres, u os exponéis al riesgo de que las garras de las mujeres-hada se posen en vosotros…