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Por fin llegó la hora de tomar una decisión. Para activar el palladium, era necesario sacrificar a un adulto además de a los niños.

– Utilizaremos a tu pequeño protegido, Gärensen -decidió Laüme-. ¿Qué te parece?

No puse objeciones. Aunque él no fuera del todo responsable, Thörun me había traicionado y tenía ganas de castigarle por su debilidad. Por desgracia, la víctima exigida por el ritual tenía que haber pasado previamente una ordalía, una prueba calificadora, que no podíamos ignorar. Intensifiqué los acercamientos y aseguré al noruego que nada había cambiado entre nosotros pese a sus relaciones con mi esposa. No desconfió.

En aquella época, el Ahnenerbe organizaba trabajos de reparación en las ruinas medievales de Wewelsberg. Ese lugar era un don del cielo: un castillo totalmente aislado en pleno bosque, inmenso dédalo de torres hundidas, de corredores oscuros, de murallas y de salas gigantescas; resultaba un teatro idóneo para las operaciones que debíamos realizar en torno al palladium. Solicitamos el permiso de Himmler, e hicimos instalar la piedra en los subterráneos. Después, procedimos a los primeros rituales mortuorios. La piedra reaccionó perfectamente a las lustraciones de sangre. Animados, multiplicamos las oblaciones con vistas a reforzar la potencia del fetiche. La tarea que le habíamos asignado no era pequeña: la piedra debía -nada menos- convertir en un imposible la toma de la ciudad por ejércitos terrestres, desviar los ataques aéreos, e incluso expulsar a todos los espías de sus calles.

Ostara Keller nos secundaba ya oficialmente. Era ella quien nos traía a los niños antes de los sacrificios y se encargaba de los detalles de organización y articulación de nuestros trabajos con los servicios especiales de Himmler. Se consagraba por entero a su tarea y no manifestaba ninguna repugnancia al vernos asesinar a los niños. Yo admiraba su indiferencia, su frialdad. Si yo hubiese poseído su naturaleza despiadada, mi vida con Laüme habría seguido un curso diferente desde el primer día; en cambio, había tenido que franquear muchos obstáculos para llegar al punto desde el que Keller partía…

La noche del último día de abril de 1936, me presenté de improviso en casa de Gärensen para conducirlo a las criptas de Wewelsberg, con el fin de someterlo a la iniciación necesaria. Por fortuna, el noruego resistió de forma bastante aceptable las pruebas que le hicimos sufrir; de no haber sido así, habríamos tenido que buscar otra víctima; probablemente, sacrificar a Keller. Por fin llegó el período de los Juegos Olímpicos. Hicimos colocar la piedra en un escondrijo bajo la tribuna oficial, en la vertical de la posición de Adolf Hitler, exactamente allí donde se polarizaba la atención del público. Durante los quince días que duró el evento, el palladium se cargó de la histeria liberada por la masa berlinesa; después, una vez que la llama del pebetero que dominaba el estadio se extinguió, devolvimos la piedra a Wewelsberg. La hora del último sacrificio llegaba al fin…

Aquella noche nada sucedió como estaba previsto. Todavía hoy ignoro cómo pudo Gärensen prever su sacrificio, pero cuando estábamos a punto de traspasarle el corazón, consiguió inyectar una sustancia disolvente en el interior del palladium. Toda nuestra obra se destruyó en un instante. Las energías contenidas en la piedra entraron en ebullición y el talismán empezó a difundir su influencia de manera errática. Cuando una operación de carga se desarrolla mal, los fluidos se vuelven inevitablemente contra quienes la han iniciado. El choque era lo bastante poderoso para matarnos en unas semanas a Laüme y a mí. Así, después de desembarazarnos de Gärensen precipitándolo en las mazmorras de Wewelsberg, abandonamos el castillo en un estado de locura indescriptible. Tras errar sin fin en la noche cerrada, hasta la mañana siguiente no recobramos la calma para poder reflexionar con serenidad.

– Debemos desactivar la piedra -anunció Laüme-, y hay que hacerlo pronto.

– Entonces, empecemos esta misma noche. Pero no sé cómo preceder.

– Yo sí -afirmó el hada-. Pero vamos a necesitar mucha sangre, sangre de calidad. Además, será necesario actuar lejos de aquí. Lo más lejos posible de las energías contenidas en el palladium. Muy lejos de los nazis.

– ¿Por qué no en la casa de Calcuta? Tenemos un gran pensionado en la ciudad, y la mansión de Shapur Street es muy vasta. Nadie vendrá a molestarnos…

A Laüme le satisfizo la propuesta y nos dispusimos a trasladar el palladium a la India. Bajo la tapadera de una misión de espionaje para la SD, Ostara Keller fue enviada con el fin de preparar nuestra llegada y secundarnos en nuestras operaciones; pero la desgracia nos persiguió durante aquel viaje y las contrariedades se acumularon. El azar quiso que por aquellos días el rey Eduardo VIII emprendiera una gira por sus provincias hindúes. Aunque Wallis Simpson iba a su estela más que nunca, no podía mostrarse a su lado oficialmente. Por eso, y a la espera de que él concluyera su gira formal, nos pidió permiso para residir en nuestra casa en Bengala. Insistió tanto que nos fue imposible negarnos.

– No te inquietes -me dijo Laüme pasándome los dedos por los cabellos-. Somos lo bastante fuertes para neutralizar la piedra y quedar bien con Wallis. Está aquí para pedirnos un deseo que redunda en nuestro interés y que no podemos negarle.

– ¿Cuál es su nuevo capricho? ¿No le basta con la posición de amante única del rey?

– No, Dalibor. ¡Ahora quiere ser reina!

Quizá tendríamos que haber elegido otra ciudad en vez de Calcuta e ir a África en lugar de a la India. Desde que supieron que Wallis Simpson iba a ser nuestra huésped, los servicios secretos de la Corona sometieron nuestra propiedad a vigilancia y enviaron a uno de los suyos para velar por Wallis, como una carabina. El tipo en cuestión era un oficial muy joven del MI6 con un apellido galés tan ridículo como impronunciable, de una torpeza crónica y de un candor inimaginable. Patoso hasta lo indecible, sin duda virgen, enrojecía como un volcán en erupción cuando veía a Wallis o a Laüme pasearse ligeras de ropa ante él. Riendo como colegialas, las dos amigas multiplicaban las provocaciones y las bromas para excitarlo. En algún momento creí que acabaría por mandar a hacer gárgaras su dignidad y sus elevados principios para convertirse en un perrito obediente deseoso de rodar a los pies de Laüme; pero eso no ocurrió. Por otra parte, aunque a Tewp le faltara seguridad, no era apático ni estúpido como yo había creído. Muy al contrario, se mostró lo bastante perspicaz como para sospechar que a nuestro alrededor se producían acontecimientos extraños. Más de una vez lo sorprendí rondando sin razón aparente cerca de la stupa, en cuyo subsuelo habíamos hecho depositar el palladium. No me inquieté demasiado por ello, porque había hecho construir la torre según el modelo de los edificios yazidi del valle de Lalish. Rodeada de guardianes, suscitaba en los que se acercaran indebidamente vómitos, malestar, angustia y terror.

Los días durante los que Wallis residió en nuestra casa fueron notablemente agotadores. De día, debíamos representar el papel de mundanos despreocupados, mientras que de noche nos ocupábamos en neutralizar las energías mortales que emanaban del palladium. Deshacer el trabajo que habíamos cumplido en las criptas de Wewelsberg exigía una labor aún mayor. Ni Laüme ni yo habíamos participado nunca en una obra tan peligrosa, e ignorábamos si nuestras prácticas llegarían a buen término o se saldarían con un fracaso irreversible. Lentamente, procedimos a la extracción del líquido condensador contenido en la piedra negra: una operación que resultó más mecánica que litúrgica. Nuestros rezos y cantos no eran más que pretextos para la concentración; nuestra desnudez ritual, una manera de significar nuestra humildad. Sabíamos que en cuanto el palladium estuviera vacío la materia que formaba su alma se lanzaría en busca de sus creadores. Por eso debíamos interponer víctimas entre ese ácido sutil y nosotros. Una vez más, recurrimos a los niños de nuestra fundación de Calcuta. Al principio, los suizos que dirigían el establecimiento nos dejaban disponer de los niños sin más preguntas. Pero como nuestro trabajo se retrasaba a causa de la presencia en casa de Tewp y Wallis, terminaron por inquietarse por la suerte de sus pequeños pensionistas. Les hicimos esperar, con diversos pretextos, todo el tiempo que pudimos.