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Cada amanecer, Laüme y yo regresábamos agotados del subsuelo de la torre. A causa de nuestros actos, los niños inmolados se transformaban en cadáveres desecados y quebradizos, momias grises y marchitas en las que solamente los ojos se conservaban curiosamente intactos. Por precaución, vertíamos oro fundido en sus órbitas para sellar definitivamente los cadáveres e impedir así que el fluido absorbido supurase por los orificios. Pese a todo, nuestros trabajos daban fruto. Tanto Laüme como yo sentíamos que el palladium perdía poco a poco su fuerza. En el momento en que el rey Eduardo VIII franqueaba la verja de nuestra propiedad de Shapur Street, casi habíamos conseguido su extinción. La llegada del rey, no obstante, era inoportuna. Su presencia conllevó el acantonamiento de nuevas escuadras de militares y agentes en nuestro parque, mientras que el joven Tewp se mostraba cada vez más desconfiado y empezaba a comportarse de un modo muy extraño. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando Ostara vino a informarnos de que el oficial le venía pisando los talones desde su llegada a la India. Ella había ejercido prácticas de brujería para neutralizarlo, pero había sido en vano.

– La magia no lo es todo, Ostara -le dije yo a modo de reprimenda-. Cuando el peligro es inminente, una bala en la cabeza es más rápida y cuesta menos trabajo. ¡No se lanza un hechizo cada vez que alguien te molesta!

– Es hora de partir -decidió Laüme-. El palladium ya no es un peligro para nosotros, pero el aire de Calcuta se está volviendo irrespirable con todos esos ingleses. El rey sale de caza mañana por la mañana. Aprovechemos para eclipsarnos.

Las manchas de sangre de mi mano no se iban frotándolas con un trapo seco. Al volante de su largo Bugatti, Laüme corría a gran velocidad justo delante de mi coche. Le hice señas con los faros para pedirle que se detuviera. Mojé mi pañuelo en una acequia y me libré de las manchas carmín incrustadas en mis uñas y en mis puños. Nuestro último gesto antes de dejar Calcuta había sido hacer desaparecer a los responsables de nuestro orfanato, que constituían testigos inoportunos. El asunto había salido mal, por desgracia, y nos habíamos visto obligados a cometer una carnicería expeditiva con todos los pensionistas.

– Tu traje también está manchado -observó Laüme.

– No pienso volver a Berlín -dije-. El fracaso del palladium no nos deja en buen lugar ante la cancillería.

– Lo sé -convino Laüme con un suspiro, mientras apretaba el nudo del pañuelo que llevaba en el pelo-. ¿Qué sugieres?

– América del Sur, quizás… o Asia.

De este modo, viajamos a China por primera vez en nuestra vida, y permanecimos allí varios meses, en un estado agobiante de aburrimiento e inactividad. Laüme echaba de menos Europa, pero habíamos dejado allí demasiados rastros sangrientos como para arriesgarnos a volver en mucho tiempo.

– Todo era más fácil en otras épocas -dijo Laüme-. El mundo era más vasto y las conquistas más estimulantes. Hoy en día, no sé qué objetivos fijarme.

– ¿Ya no quieres concebir un niño? -pregunté.

El hada se encogió de hombros.

– Algún día. Pero dentro de cierto tiempo. ¿Y tú? ¿Qué tienes pensado hacer?

– No lo sé -respondí sin mentir.

Nos fuimos a Estambul, donde vivimos juntos a la orilla del Bósforo. Después, una mañana, Laüme quiso partir. Fue poco después de que Francia e Inglaterra le declararan la guerra a Alemania. Yo no tenía ganas de volver a Europa, y América me repugnaba. Decidí quedarme. El hada me dejó sin revelarme su destino.

Fue en ese período, mientras el mundo entero se sacudía por la guerra, cuando se me ocurrió la idea de escribir mi historia. A ejemplo de los dos epyIlion encontrados en la biblioteca, narré en apenas cinco o seis cuartillas el niño que había sido en Rumania, cómo había sido condenado a muerte en la horca, cómo un ángel terrible y magnífico me había devuelto la vida y cómo había tenido que convertirme en un asesino y un torturador sin moral para sobrevivir a su lado. Cuando terminé de escribir, dejé mi relato en un escondrijo de la gran biblioteca, con el deseo de que un día fuera descubierto por un hombre más sabio de lo que yo lo sería jamás…

Acedia

La guerra había empezado lejos de mí. Turquía, territorio neutral, era un puerto de acogida para los apátridas, los cobardes, los fugitivos, las ruinas de todo tipo. Como yo pertenecía a todas esas categorías, Estambul era para mí una residencia muy indicada. Leyendo los periódicos cada mañana mientras tomaba café en el puesto de Galata, conocí los detalles de la derrota francesa, de la batalla de Inglaterra, los movimientos de las tropas del Eje en la Unión Soviética y la entrada en guerra de Estados Unidos. Después, un día de 1942, leí en el Times que Reinhard Heydrich había muerto. Los fetiches que habíamos fabricado para proteger a los dignatarios del régimen nazi ya no operaban. ¿Qué había pasado? Alguien había debido de destruirlos… Pero ¿quién? ¿Y cómo? De todos modos, la pregunta no me obsesionó demasiado, tan poca era la atención que prestaba a las locuras de este mundo.

Pensaba en Laüme. Lejos de ella estaba tranquilo, pero la echaba de menos. Sufría ese estado de acedia descrito a veces por los autores antiguos, que se caracteriza por una languidez, una tristeza abrumadora que me volvía amorfo, sin deseos, apático. Aquello había empezado desde el instante en que Laüme se inclinó sobre mí -cuando yo estaba tendido en la mesa de la morgue en Bucarest- para impedir que se extinguiera la línea de los Galjero. Y no había hecho más que crecer al hilo de los años. Un lento disgusto por la vida que nunca había sentido cuando era niño, ni como ayudante de Forasco, ni siquiera cuando sostenía a mi padre borracho como una cuba para lavar sus manchas. Tenía más ganas de vivir entonces que ahora. Cada vez que huía de ella, pensaba desembarazarme de aquel torpor, de aquella impotencia, y regresaba junto al hada creyéndome templado como el acero. Siempre. Incluso cuando atravesé solo los horrores del valle de Lalish al lado de Nuwas, o cuando había creído encontrar una prueba de mi fuerza en la ejecución de crímenes gratuitos.

Todo aquello no era más que engaño, teatro… Mi verdad tenía su fuente en Laüme y por eso, a la primera señal, volvía a su lado. La había obedecido. Simplemente había obedecido a su voluntad como haría un perro bien adiestrado, un drogadicto que vuelve a la jeringuilla después de una vana tentativa de abstinencia.