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A principios de 1944, Laüme ocupaba de nuevo nuestra casa de Berlín. «Aquí no tenemos nada que temer. Ven a reunirte conmigo», me había escrito, sin más explicaciones. Dejé las orillas del Bósforo y me dirigí hacia el norte. Alemania ya había perdido la guerra, y los dos lo sabíamos. Sólo los idiotas, los inconscientes o los fanáticos podían seguir creyendo en la victoria. Berlín vivía al ritmo de los bombardeos, y barrios enteros ardían cada noche. Laüme me contó que durante algún tiempo había continuado con la formación de la pequeña Ostara Keller y que incluso le había confiado la custodia de los fetiches.

– Keller era prometedora. Su apetito de conocimiento era inmenso, y ningún escrúpulo entorpecía su bonita cabeza. Esa es una rara virtud, y yo deseaba saber hasta dónde podía llegar. Pero esa idiota ambiciosa no supo cumplir tu cometido correctamente. Al final, los fetiches fueron destrozados. Todo lo que habíamos conseguido en los últimos años ha sido en vano…

Aunque ya no había nada que hacer, aún permanecimos algún tiempo en la capital. A Laüme le gustaba la atmósfera de fin del mundo que reinaba. Yo tampoco era insensible a ella. Las ruinas parecían el reflejo de mi alma. Por la noche, durante las alarmas, íbamos a bailar a veces en estaciones de metro convertidas en cabarets. Con un vaso de alcohol en la mano, intentábamos reír más fuerte que el sordo batir de las bombas treinta metros sobre nuestras cabezas. Una noche en la que Laüme y yo besábamos por turno a una muchacha encontrada al azar, percibí la silueta de Thörun Gärensen entre el barullo del refugio. Aquello hubiera debido producirme una gran sorpresa, pero apenas esbocé una sonrisa.

– Mira quién está aquí -le dije a Laüme-. Nuestro amigo Gärensen encontró el medio de salir de la fosa de Wewelsberg. Creía que habíamos arreglado cuentas con él hace mucho tiempo.

Pero Laüme, sin contestarme, se limitó a encogerse de hombros y pegó su boca a la de la desconocida como si nada ocurriera. Entorpecido por el gentío, no pude acercarme a Thörun para hablar con él, y, de pronto, una explosión por encima de nosotros, más violenta que las precedentes, hizo vacilar la luz. Cuando ésta se restableció, Thörun había desaparecido de mi campo visual.

En un primer momento, el encuentro me hizo gracia y no me preocupó, pero según fueron pasando las horas aquel incidente me inquietó. Pregunté de nuevo a Laüme, pero el hada permaneció muda, tan muda como puede serlo una mujer cuando tiene algo que ocultar. Al final del día, mi irritación fue en aumento, se convirtió en sospecha y después en abierta cólera. Tuvimos una escena a mediodía y otra más violenta por la noche. Harta de mi insistencia, Laüme reconoció por fin que sabía desde hacía tiempo que Gärensen no había muerto en las profundidades de Wewelsberg.

– Yo misma envié a Keller a sacarlo del pozo -admitió.

La revelación me conmocionó hasta el punto de que tuve que sentarme.

– ¿Por qué lo hiciste, Laüme?

– Habría sido una pena perderlo por un simple enfado. La iniciación a la que lo sometimos modificó su fisiología. Todavía puede servir…

– ¿Para qué? -grité-. El es el culpable de nuestro fracaso en la fabricación del palladium que tanto necesitaría Berlín ahora. ¡Por su culpa! ¿Lo entiendes?

– Sabes que tengo en mente proyectos más importantes que ese palladium -replicó Laüme sin perder su calma de esfinge.

– ¿De qué proyectos hablas? ¿De esa maternidad que persigues y que nunca alcanzarás? ¿Te refieres a ese patético deseo de tener un hijo?

Laüme soltó una risa despectiva. Pasó con descuido las piernas sobre el brazo del sillón en el que había tomado asiento y desabrochó las presillas de sus zapatos, que dejó caer al suelo sacudiendo sus pies sonrosados.

– Y tú, Dalibor, ¿qué estás tramando contra mí desde hace tanto tiempo? ¿Por qué te asociaste con ese doctor Hezner al que tuviste la audacia de hacer venir aquí mismo, a esta casa, para que me espiara? ¿Acaso esperabas que me olvidara de esa vieja historia? ¿Que revocara la sentencia que pronuncié sobre nosotros dos? ¡No! ¡La guerra no ha cambiado nada! Hace mucho que no confío en ti. Siempre me has decepcionado, desde la época en que vivíamos en París… Yo hubiera podido ser toda para ti, te habría dado mi amor sin límites. Pero nunca te has merecido lo que te brindaba, ¡nunca!

– Sin embargo, he querido ser como tú -me lamenté-. Ya no me da miedo matar. Provocar sufrimiento casi se ha convertido en un placer para mí y me ha hecho más fuerte, más digno… Esto debería convertirme en tu señor, Laüme.

– Si tú lo dices…

Seguí vociferando, pero la discusión era en vano. Sabía desde hacía tiempo que llegaría un día en el que ya nada podría volver a unirnos. Era el final de nuestra historia. No obstante, pasamos aquella última noche juntos, pero sin calor y sin amor. En el secreto de su corazón, podía sentirlo, Laüme había roto el pacto que un día había sellado en la isla de las Serpientes con el caballero sin nombre.

Por la mañana, mientras ella aún dormía, me deslicé sin hacer ruido fuera del lecho, cogí algunas cosas y salí de Berlín en mi coche. Las tropas soviéticas se encontraban a apenas unas horas de marcha de la capital. Una vez más, fui a refugiarme a Estambul. Desprovisto de todo deseo de vivir, entré en mi palacio y cerré todas las puertas y ventanas. Quería dejarme morir en la oscuridad, sin alimentarme, sin moverme. Hacía mucho tiempo que no había ofrendado sacrificios a Taus: ni orgías ni víctimas. Mi dios pronto lanzaría sus perros de fuego contra mí. Después de algunas semanas, podía sentir que mi cuerpo se acartonaba, mi piel perdía su suavidad y mi vista su agudeza. El tiempo estaba a punto de hacerme pagar mi deuda y Taus, decepcionado por mi inercia y por mis veleidades, no se opondría a ello. Pronto no sería más que un anciano, y después un moribundo…

Confiando en ello, esperé. Por fin, aparecieron las sombras. Eran los espectros que me habían torturado en otro tiempo y que acudían prestos a aprovecharse de mi debilidad. Por las noches, venían a mí para atormentarme durante horas. No me asustaban. Estaba decidido a seguirlos. Y, de pronto, turbando la oscuridad sepulcral en la que me había sumergido de buen grado, una antorcha rompió las sombras… Como una máscara funeraria, un rostro apareció ante mí, el de un hombre al que no había vuelto a ver desde hacía diez años… ¡Ruben Hezner!

– Unos hombres se han aliado para acabar con usted. Les buscan, a usted y a su Laüme… Dos de ellos están aquí mismo, en Estambul. Usted está ahora demasiado débil para resistirse a su sed de venganza. Basta que diga una palabra para que ellos lo ejecuten.

– ¿Y por qué iba a privarles de ese placer, Hezner? -repliqué, extenuado-. La vida ya no significa nada para mí. Morir carece de importancia.

– ¿Incluso si le doy una gran noticia?

– ¿Cuál?

– Su maestro, Nuwas, está vivo, y sé dónde encontrarlo. Podemos asociarnos, Galjero. Si acepta el trato que le propongo…

Desde luego, escuché a Hezner. ¿Cómo no hacerlo? ¿Acaso se puede rechazar el agua cuando uno se muere de sed?

– Nuwas está en manos de los soviéticos -me informó el doctor-. Ignoran quién es en realidad y lo tienen recluido en un campo de prisioneros en alguna parte del imperio. Mantengo contactos con el NKVD desde hace mucho tiempo, y les he hablado de ustedes. Están interesados en sus poderes de brujo y sus conocimientos de magia, Galjero. Uno de sus servicios se ocupa especialmente de estos temas. La general Alantova está dispuesta a acogerle. A cambio de su colaboración, puede ofrecerle la libertad de Nuwas… ¿Qué le parece?

– Nunca nos hemos caído bien, Hezner. ¿Por qué me ofrece esta oportunidad?

El pequeño doctor se quitó las gafas y las limpió con un faldón de su camisa.

– Evidentemente, mi ayuda no es gratuita, Galjero. Voy a pedirle un gran servicio a cambio. Quiero que la posición que usted va a adquirir sin duda en la URSS le sirva para negociar con Stalin la partida de los judíos hacia el futuro Estado de Eretz Israel, cuyo advenimiento los míos están preparando en Palestina. Eso es lo que yo gano por salvarlo de sus verdugos. Y le daré los medios de deshacerse de una vez por todas de esa hija de Lilith que es su Laüme… Eso es todo.