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– No he leído libros ni he perdido el tiempo en estudiar lenguas muertas hace treinta siglos como usted, Ware. No me ha hecho falta irme al fin del mundo a interrogar a viejos sacos de piojos delirantes… No. Yo he experimentado en vivo. ¡Por instinto! El camino de lo negro por lo negro. El horror en todas sus dimensiones, sin cursiladas.

– Es un camino difícil -admitió Ware con un dejo de admiración en la voz-. Yo mismo no lo he recorrido hasta el final.

– Demasiadas reflexiones, Ware -observó Maddox-. El pensamiento pudre la vida, lo sabes muy bien.

– Sí, ahora lo sé -concedió Ware-. Pero he necesitado tiempo para llegar a esta conclusión. Por fortuna, acabé por hacerla mía el día en que me di cuenta de que me equivocaba al poner mi fe en Satán.

– ¡Es que el diablo no existe, Monti! -dijo Green, divertido.

– Nuestro amigo está en lo cierto otra vez, Monti. Satán no es nada, porque adorarlo a él sigue siendo adorar a Dios.

– No hay que interesarse por el Enemigo, Luigi, hermano, ¡sino por el Diferente!

– Maddox por su lado, yo por el mío, los dos estábamos en un error. La verdadera rebelión contra Dios no consiste en echarse en brazos de su inverso, sino en renegar de los dos, para descubrir al fin la verdad.

– ¿Qué verdad? -se aventuró a preguntar Monti.

– ¡«Esta» verdad, hermano!

Y Green desgarró con las manos la lana de su jersey para revelar el tatuaje que tenía en el pecho. Sobre la piel blanca, Monti vio el dibujo de una Virgen pagana rodeada de serpientes de cuyos colmillos goteaban gotas verdes, lágrimas de veneno.

– Isis la Negra -cacareó Preston Ware-. Labartu, Astarté, Durga, Proserpina… poco importa el nombre que se le dé en cada época, siempre es la misma. Resplandeciente y salvaje bajo la luna creciente. Es la matriz de todo, el crisol de lo posible. Usted la conoce: yace en el fondo de su corazón desde su infancia. Ella ha levantado su templo en sus huesos. ¡Es su señora, Monti! Ella le dará todo lo que quiera si usted se convierte en su aliado, en su caballero…

– Ella te ha elegido, hermanito -añadió Maddox-. Te ha distinguido entre todos. Te conoce desde hace mucho tiempo. En otra época, cuando ni siquiera había visto aún tu cara, ella sentía tu presencia en la noche del mundo. Ella te olfateaba, ella te buscaba. A veces pasaba su lengua al azar sobre ti sin que lo supieras y sin que ella misma fuera consciente. Y después, por fin, se cruzó en tu camino. Te reconoció. Y hoy, ha llegado la noche solemne en la que nos ha designado para conducirte a su presencia.

Monti sintió caer las manos de Green sobre sus hombros como dos pesas de hierro. Quiso liberarse de su abrazo, pero los músculos de sus brazos estaban desprovistos de fuerza. Su cuerpo entero parecía no ser más que un envoltorio flácido, incapaz de iniciar un amago de resistencia. Buscó su pistola en la funda, pero cuando su mano encontró la culata de la automática Green le arrebató el arma sin dificultad y la hizo desaparecer en el bolsillo de su abrigo. Monti aún intentó debatirse, gritar. Un sonido agudo salió de su boca, pero nadie lo escuchó ni se movió. La última cosa que vio fue el vaso vacío en el que había bebido el licor rojo, abandonado en el mostrador. El fondo y los bordes del vaso estaban cubiertos de una podredumbre gris, y tres moscas verdes zumbaban a su alrededor. Alzado por Green de su taburete, Monti fue llevado como un gato al que se agarra por la piel del dorso del cuello. Tenía náuseas y una migraña horrible le subía a las sienes. Sus ojos se cerraron sin que se diera cuenta. Sintió que le hacían pasar a una cámara, y como después apartaban una cortina para llevarlo a otra sala. Allí no había música ni rumores de gente, sino un silencio de iglesia e incluso un ligero olor a incienso. Green lo dejó caer al suelo y le asestó una fuerte patada en un costado.

– Basta de dormir, hermanito… ¡Despierta!

El dolor agudo que corría por sus riñones reactivó la energía del siciliano. A costa de un gran esfuerzo, abrió los ojos y logró ponerse de rodillas. La pieza estaba bañada en vapores púrpura que surgían en espesas volutas de incensarios colocados en el suelo. No lejos, a pocos metros de él, Monti creyó ver el movimiento de unas sombras. Green se acercó a él por detrás y lo levantó brutalmente. Con su mano de gigante apretó la laringe de Monti hasta el límite de la asfixia. Paralizado por el dolor y la falta de oxígeno, el prisionero vio acercarse a Ware blandiendo una hoja brillante, y sintió la daga cortar el tejido de sus ropas. Con mil precauciones, tomándose su tiempo para no herirle, Ware hendió una a una sus vestiduras mientras que Green reía a carcajadas. Despojado, desnudo, Monti fue dejado en el suelo en medio de los pedazos de su ropa. Tenía la garganta ardiendo y los pulmones a punto de estallar. Sus captores le dejaron recuperar el aliento antes de que Maddox le atara las manos a la espalda y le pasara una cuerda de cáñamo alrededor del cuello. Obligado a avanzar a tirones de la cuerda, como un perro, Luigi. Monti fue colocado en el lugar donde se condensaba el vapor que emanaba de los cuatro rincones de la estancia y donde esperaba una silueta humana. Tan derecha que parecía paralizada, cubierta de un velo opaco que difuminaba sus formas, estaba a horcajadas sobre un extraño mueble de madera negra; más que un asiento, se trataba de una especie de banco de madera oscura y austera, una estrecha plancha encuadrada por un par de montantes cuyos vértices se perdían en la oscuridad del techo. Ware permanecía delante de esta figura hierática en tanto que Green se ocupaba de Monti, pegando su gran torso a la espalda chorreante de sudor del siciliano. Con un gesto de derviche, Preston levantó el velo para revelar el cuerpo que ocultaba. Como en una pesadilla, lentamente, la tela fue revelando dos piernas blancas y perfectas, un vientre liso, unos senos rotundos y, por fin, el rostro… Era el rostro tan detestado, tan nauseabundo, de Laüme Galjero.

La muchacha mostró su más bella sonrisa y tendió los brazos hacia Monti antes de extenderse cuan larga era sobre la plancha, abriendo las piernas impúdicamente. Green colocó a Luigi, como si fuera un muñeco, ante la abertura de la mujer. El siciliano intentó resistirse con todas sus fuerzas, con toda su alma, al deseo venéreo que se apoderaba de él. Cerró los ojos y luchó un instante pensando en Carla y en Gian, en su madre y, sobre todo, en la buena de Giuseppina… Pero eso no bastó. Su sexo blando, frotado contra la carne cálida de Laüme, empezó a levantarse. Para apresurar el acto, Maddox Green balanceó suavemente a Monti contra la vulva abierta. Pronto, el sexo se hinchó como una estaca corta pero gruesa, con un glande largo y reluciente. Con un golpe en los riñones, Green empujó a Monti, quien se hundió hasta lo más hondo en el abismo de carne. Laüme gimió. Poseído por el placer, Monti no podía evitar moverse. Abrió los ojos. El espectáculo del cuerpo sublime que estaba poseyendo aumentó el goce. Sin que pudiera evitarlo, su esperma se vertió en las entrañas de la muchacha y él gritó. Sintió como si le hundieran hierros al rojo vivo en los músculos y en las venas. Con un tirón seco por el lomo, Maddox le hizo salir de la vagina de Laüme y lo dejó desplomarse en el suelo, patético… Monti estaba destrozado, asqueado de sí mismo. Cuando Green le dio un puntapié en la cara, se dejó caer en las tinieblas sin resistencia. Ya inconsciente, no pudo ver la figura, de nuevo vestida de negro, que se alzaba por encima de él, semejante a la reina negra dominando al rey blanco vencido a sus pies en el tablero de ajedrez.

DC5/AD5

– DC5 y AD5 -enunció Wolf Messing con tono doctoral-. Son las casillas centrales. Perder su control significa la derrota segura. Conserve esto en la memoria, camarada Alantova. Como de costumbre, no las ha protegido lo suficiente y por eso esta noche sufre otra vez una derrota.

Grusha Alantova tiró nerviosamente de una mecha gris que le caía sobre la frente y enredó varias veces el cabello rebelde alrededor de su índice. Odiaba perder al ajedrez, la ponía de mal humor. Era una tontería, desde luego, ella lo sabía, y significaba un orgullo desmesurado, pero era así y no podía evitarlo. Vejada, con los dientes apretados, la general Alantova dejó el sillón y se fue a la cocina a rumiar su derrota mientras preparaba el té.