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– Vuelva mañana -dije en un susurro-. Habré tomado una decisión.

Cuando Hezner se hubo marchado, esperé a que el fresco de la tarde subiera desde la orilla del Bósforo. Entonces, reuní las fuerzas que me quedaban y salí a cazar para sacrificar una víctima a Taus. Apenas tuve el vigor justo para ejecutar a un adolescente que se había demorado en la orilla. Nadie me vio degollarlo y apoderarme de su energía vital. Aquella simple muerte bastó para devolver la fuerza a mi cuerpo y la firmeza a mi alma.

Al día siguiente, cuando Hezner vino en busca de mi respuesta, yo le esperaba, erguido e impaciente.

– Lo acompaño, doctor Hezner…

Undécima tumba de las Quimeras

Un Jefferson y dos Washington

Thörun Gärensen se estremeció y levantó el cuello de su abrigo. Su sombrero flexible estaba empapado por la lluvia y los guantes de cuero mojado se le pegaban a la piel. Del fondo de sus bolsillos extrajo dos dólares y medio: un billete arrugado estampado con el busto de Thomas Jefferson y dos monedas de veinticinco centavos grabadas con el perfil de George Washington. Era todo lo que le quedaba, porque el viaje desde Estambul a Nueva York había acabado con su exiguo capital. La visión le produjo una sonrisa amarga. Una sonrisa de desprecio y de deseo al mismo tiempo, la sonrisa de un hombre pobre y solitario, enzarzado en un juego mortal y a punto de jugar su última carta.

Un neón parpadeaba ruidosamente en la acera de enfrente, el letrero de un bar, sol amarillento en la noche que caía. Gärensen cruzó la calle a paso lento, sin preocuparse de los automóviles que al pasar proyectaban salpicaduras de agua. El noruego empujó la puerta del snack. En el interior, la luz era tan intensa como la de un hospital. El largo mostrador de fórmica verde pálido relucía tanto como los cromados de las barras y el cobre de los surtidores de cerveza. Thörun se instaló en equilibrio sobre un alto taburete y pidió una comida caliente y café por dos dólares. Lentamente, como si tomara su última comida en el mundo, cortó la carne y masticó cada bocado respirando pausadamente, antes de salir para dirigirse a la estación de autobuses. El billete le costó cincuenta centavos. No iba muy lejos…

A pesar de la penumbra, reconoció el lugar cuando el autobús se acercaba. Era un barrio residencial, habitado por accionistas y rentistas, donde un paria como él estaba fuera de lugar. Siguió un camino hasta una plaza dominada por la sombría silueta de una casa protegida por un muro. Recorrió la valla y encontró una zona en sombras para escalarla sin llamar la atención. Thörun se sentía fuerte y ágil, animado por una determinación implacable. Pasó por encima del muro, se dejó caer en silencio sobre la hierba del parque y penetró en la casa silenciosa tras romper con un golpe de codo un cristal de las dependencias del servicio. El ruido no alertó a nadie. La casa, sin embargo, albergaba a una pareja atendida por varios criados. Thörun lo sabía porque había estado allí unos días en calidad de invitado. Era el retiro de lord y lady Bentham, el lugar que habían elegido después de la muerte de sus hijos Sybil y Patrick, asesinados por Dalibor y Laüme Galjero quince años atrás.

Oculto detrás de un lavadero, Gärensen esperó pacientemente a que terminara la hora de la cena. Sabía que lord Bentham acostumbraba retirarse a trabajar en la intimidad de su despacho hasta las horas tranquilas de la noche. El visitante caminó con pasos amortiguados por las espesas alfombras de los pasillos, y abrió sin vacilar la puerta de caoba de la vasta sala de trabajo. Como de costumbre, Bentham estaba allí, solo, anotando apaciblemente las hojas de un dossier en el que los gráficos bursátiles disputaban con los análisis de los acuerdos monetarios de Bretton Woods. Aun con los rasgos cansados, los ojos enrojecidos por la fatiga y la enfermedad que lo corroía, el inglés no pareció sorprendido al ver surgir la figura austera del noruego. Con movimientos reposados, enroscó el capuchón en la punta de su pluma, depositó cuidadosamente el objeto en un lapicero de estaño y agrupó las hojas dispersas hasta formar con ellas un bloque perfecto. Con un ademán, invitó a Gärensen a sentarse.

– No he venido aquí para disfrutar de su conversación, lord Bentham -masculló Thörun entre dientes.

– Perdóneme -respondió el inglés en un tono casi divertido-. Ha sido un gesto natural, pero ya debería saber que los que se presentan en medio de la noche sin anunciarse dan preferencia al pragmatismo y la eficacia en detrimento de la cortesía. Quédese de pie si le apetece, me da igual. Si ha venido a decirme que ha cambiado de bando, llega un poco tarde. El coronel Tewp ya me ha advertido de su marcha precipitada de Estambul. También ha descubierto el cadáver de ese Ruben Hezner. Fue usted quien lo asesinó, ¿verdad?

– Sí, fui yo. Y también soy yo quien va a matarlo esta noche. Pero no por las mismas razones.

– Usted es un antiguo SS, Gärensen -sonrió Bentham-. Una bestia por naturaleza. No opondré resistencia, no tengo ni la fuerza ni la voluntad. Perdí la partida hace mucho, y sé que mis días están contados. Su gesto me ahorrará una muerte indigna en un hospital siniestro. En el fondo, me hace usted un favor. Sin embargo, me gustaría saber una cosa; es una especie de última voluntad. No puede negármelo…

– Bien -aceptó Gärensen con desgana-. Haga su pregunta.

– Es ella quien lo envía, ¿verdad? ¿Laüme Galjero?

El noruego suspiró y tendió la mano hacia el lapicero de estaño en el que brillaba un cortapapeles afilado con mango de bronce. Dio la vuelta alrededor del escritorio y, sin una palabra, se colocó detrás de lord Bentham y puso la punta de la hoja en su cuello surcado de arrugas.

– Usted nunca ha significado nada para Laüme Galjero, lord Bentham. Nada. Usted no es más que un gusano, como los demás. Llévese este pensamiento a la tumba. No, lord Bentham, no es Galjero quien me envía. Vengo por mi cuenta. He descubierto un texto escrito por Dalibor Galjero. Un texto que lo cuenta todo sobre la relación que usted mantuvo con Laüme. Un texto que revela también que usted entregó a sus hijos como pasto a esos monstruos para satisfacer su lascivia. Un texto que afirma que merece usted cien veces la muerte. Que Sybil y Patrick se apiaden de usted allá adonde va.

Y hundió el arma en la garganta del inglés. Éste murió como había prometido, sin debatirse, sin gritar, casi sin sangrar. Apenas un hilillo de sangre manchó el cuello de su camisa. Cuando sintió que se aflojaba entre sus brazos, Gärensen dejó caer hacia atrás la cabeza del muerto y contempló por un instante la postura dramática en que había quedado. Se enjugó el sudor de la frente con una manga, dejó caer al suelo el cortapapeles y abrió la ventana para huir por los jardines sumidos en la oscuridad.

Caminó largo tiempo, las manos en los bolsillos, al azar, sin sentir el frío ni las gotas heladas que atravesaban sus ropas y se deslizaban por su piel. No pensaba en nada. Ni siquiera era nada. Su conciencia estaba nublada desde hacía mucho tiempo, él no era más que un cuerpo vacío, una máquina con el alma destruida por un inmenso desprecio de sí mismo.

Instintivamente, sin siquiera darse cuenta, había tomado la dirección del norte. Quizá pensaba acercarse así a su viejo país, o incluso a su infancia… ¿Estaba viendo las playas de arena blanca de las islas que exploraba en otros tiempos con su abuelo? ¿A las ballenas lanzar por su espiráculo un alto geiser por encima de las aguas tranquilas de los fiordos? ¿Acariciaba con la punta de los dedos las antiguas runas grabadas en las piedras erectas? Él mismo no hubiera sabido decirlo. Su espíritu se extinguía, lo mismo que su conciencia y su palabra… Cuando llegó el alba, ni siquiera se dio cuenta. Las nubes se rasgaron, el sol se elevó, y él no lo advirtió.