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Hacia mediodía, atravesó un depósito del ferrocarril y encontró refugio en un viejo vagón de mercancías estacionado. Su cuerpo agotado le dolía. Cerró tras de sí la compuerta, se dejó caer en un rincón y se quedó dormido. Al despertar, el vagón había sido enganchado a un convoy y el tren traqueteaba a escasa velocidad. Vio caer la noche entre los listones de las paredes del vagón. Se sacudió un poco las briznas de paja esparcidas por sus ropas y abrió la puerta para ver dónde estaba. A la débil luz de un crepúsculo de color pizarra, contempló un paisaje baldío, apagado y llano, en armonía con el vacío de su interior. El ruido de las ruedas en los raíles actuaba como un narcótico, y estuvo a punto de volver a dormirse; pero de pronto, unas luces dispersas anunciaron la cercanía de una aglomeración urbana. El tren aminoró la marcha y se detuvo en una pequeña estación campestre que lindaba con un almacén y un silo de grano. Gärensen vio un camión de transporte, y una motocicleta apoyada en una valla. Movido por un impulso súbito, saltó al balasto y trepó al andén de cemento. Una ráfaga de viento hizo volar entre sus piernas hojas viejas de periódico.

Allí había dos desconocidos. Uno de ellos, más alto aún que el noruego, vestía un traje de cuero gastado y sonreía mostrando los dientes. El otro, más rechoncho, bien vestido, con la piel de un tono amarillento, tenía pinta de notario. Aunque muy diferentes, ambas figuras parecían compartir un extraño parentesco. Sin duda, los dos hombres pertenecían a un mismo mundo. Cuanto más se acercaba Thörun a ellos, más precisa y evidente se hacía esa sensación. Aminoró el paso. Su corazón empezó a latir más deprisa. Los desconocidos le observaban en ese momento, y sus miradas pesaban como una amenaza. El más pequeño avanzó a paso lento. Su rostro se esforzaba en adoptar un semblante amistoso. Sonreía y tendía la mano. Gärensen la estrechó maquinalmente. La piel del tipo estaba tan fría como el mármol de una tumba.

– Mi amigo y yo le esperábamos -dijo el hombre-. ¡Venga! El camino es largo y los acontecimientos se precipitan. Tenemos que darnos prisa…

– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó Thörun, pisándoles casi los talones.

– Yo soy Maddox Green -ladró el hombre del traje de cuero-. Y éste es Ware. Preston Ware. ¡Saludos, amigo!

Nuwas

Su espíritu sólo era bruma. Su memoria, un cuadro de colores borrosos y formas confusas en el que sobrenadaban fragmentos de recuerdos, algunos nombres y rostros dispares. Vivir no era más que un acto reflejo para él y le resultaba totalmente indiferente.

Después de veinte años de una existencia de esclavo, Nuwas no tenía nada en común con los demás hombres. Su cuerpo, condicionado por la servidumbre y el esfuerzo, soportaba mal la inacción. Los músculos le dolían. Parecía nervioso, y los ojos le ardían. Los pies rodeados de trapos, las costillas salientes bajo los desgarrones de su túnica, quería saber quiénes eran los desconocidos, dos hombres y una anciana a los que había sido entregado aquella misma mañana de forma misteriosa. Había permanecido en silencio todo el día, encogido en el asiento del coche, sin aceptar los alimentos y ni siquiera el agua que le ofrecían. En el vivac de la noche, cerca del fuego que encendieron para combatir el frío glacial de la noche, sintió que se abatía sobre él una fatiga inmensa. Farfulló unas palabras, mezclando el ruso con el parsi, el pastún y el griego.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Tewp.

Garance de Réault se encogió de hombros.

– No lo sé. Su mente parece estar confusa.

La francesa intentó hablar con Nuwas durante horas, pero las palabras del prisionero eran pura incoherencia. Por fin, cansada, tiró la toalla.

– Reacciona a algunos nombres, pero es incapaz de elaborar un pensamiento estructurado. Este hombre está loco, caballeros. No puede ayudarnos, del mismo modo que no puede respaldar a Dalibor Galjero. Otra esperanza que se evapora, me temo.

– ¡Así se acaba nuestro camino! -sonrió Monti-. Sólo nos queda enfrentarnos a Galjero a pie firme y dejar que él nos mate. Hay problemas que no tienen solución. Después de todo, no hay muerte más honrosa que desaparecer enfrentándose a un enemigo más fuerte que uno mismo, ¿verdad?

– Todavía no hemos llegado a esos extremos, senador -masculló Garance de Réault-. Aún podemos encabritarnos y dar coces por última vez.

– ¿Y cómo, madame?

– Una idea me ronda por la cabeza, pero permítame que la madure un poco más, ¿quiere?

Era la tercera noche desde que Wolf Messing les había entregado a Nuwas y Lemona. Los vehículos de grandes ruedas que formaban el convoy habían atravesado con rapidez los kilómetros de desierto que separaban el Aral del campo de Pahlavon y de su padre. Garance así lo había querido, contrariando el deseo del capitán soviético encargado de su repatriación. El hombre no entendía por qué tenían que demorarse en la yurta apestosa de un puñado de nómadas kazajos. Pero Garance no dio su brazo a torcer: quería devolver a su hijo a su tribu. También quería quedarse con él. De todos modos, aún no le había confiado a nadie esta última voluntad.

Cuando las estrellas se elevaban en el horizonte vio a David Tewp, que se alejaba unos pasos del campamento con el fin de aprovechar el silencio tan particular del crepúsculo, y se reunió con él.

– ¿Le gusta este lugar, coronel?

– Me gusta su grandeza. Me gusta su apertura -contestó Tewp quien, con las manos en las caderas, miraba cómo el paisaje se coloreaba de luces rosadas-. Siento un poco la embriaguez que se debe de experimentar en el mar, supongo, pero nunca me ha gustado el océano. Aquí, en cambio, disfruto de una especie de vértigo que me hace sentir bien.

– Yo también -confirmó la francesa-. Hasta el punto de que he decidido exhalar aquí mi último suspiro. No me iré con ustedes mañana por la mañana, David.

Tewp tomó las manos de Garance entre las suyas y las apretó con fuerza. Era la primera vez que se permitía un gesto verdaderamente familiar con ella. Sus ojos brillaban de amor y de respeto. Sonrió.

– La comprendo. Tranquilícese, no intentaré disuadirla para que vuelva a París.

– De todos modos, no lo conseguiría. Quiero morir aquí. Dentro de poco tiempo. Mi provisión de pervitina se ha agotado y noto que mi corazón se acelera. Cuando llegue la hora, mi hijo me llevará a las hierbas. Me tumbaré y moriré contemplando el cielo. Mi última mirada será para el viento y las nubes, el sol y las águilas planeando sobre los ríos… seré feliz.

Tewp sintió un nudo en la garganta. La idea de la próxima desaparición de su vieja amiga casi hizo que se le saltaran las lágrimas. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para reprimir su emoción.

– Su muerte será serena y libre, madame. Digna de usted.

– Mejor que quedarme en mi cama, al cuidado de Simone, ¿verdad?

Tewp sonrió al pensar en la figura severa de la enfermera que había visto en el apartamento de Garance en París.

– Mucho mejor, en efecto.

– Mi única pena será no poder conocer el desenlace de su misión -añadió la vieja dama-. Francamente, hijo mío, sé que mis palabras van a dañar su sentido de las conveniencias, pero desearía hacerle partícipe de mis sentimientos profundos. De hecho, se trata más bien de expresar un voto relativo a usted. ¿Me lo permite?

– Por supuesto…

– Abandone esta cruzada mientras aún está a tiempo. Deje de perseguir a Dalibor y Laüme Galjero. Ellos pertenecen al pasado y le impiden construir su futuro. Olvídelos, David. El odio que los empuja acabará por destruirlos. Está escrito que acabarán matándose el uno al otro. En lugar de ir tras ellos, deje que su corazón se abra a lo que puede alimentarlo de verdad. Usted es un hombre lleno de posibilidades. Lo sé. Lo siento. No desperdicie sus oportunidades, David… La vida debe ser la más fuerte. Siempre…