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Tewp no respondió, pero las palabras de Garance acababan de dar en la diana. Dejó que las manos de la francesa se deslizaran entre las suyas, la miró alejarse a cortos pasos hacia el campamento y esperó a que las tinieblas lo envolvieran antes de regresar para tenderse cerca del fuego. Aquella noche no soñó y durmió más profundamente de lo que lo había hecho durante meses. Cuando despertó, al alba, los nómadas se habían marchado… El inglés miró hacia el este, allá donde las huellas de los kazajos se desvanecían en el polvo. Pensó en Pahlavon y en su madre. Se sentía huérfano, casi celoso del joven nómada. Un sentimiento que le disgustó y que no consideró digno de él.

Con el corazón oprimido, salió de debajo de la manta y se acuclilló cerca del fuego para reavivar las brasas. Monti y Lemona seguían dormidos. Acostado también, con los ojos cerrados, el viejo Nuwas resoplaba como un buey.

– Si le queda un poco de té, estaría encantada de tomarlo -dijo Garance de Réault.

Tewp se sobresaltó y giró la cabeza, incrédulo. Sin embargo, allí estaba ella, frágil en su vestido arrugado y blanqueado a causa del polvo.

– ¿Así que no se ha ido?

– Siempre tan observador, coronel -bromeó la francesa al tiempo que se acercaba a la hoguera-. En el último instante me he dicho que era una cobardía por mi parte abandonarles para irme a mi cementerio de elefantes. Además, creo que sé cómo podemos volver a la carga…

De forma instintiva, David Tewp buscó su Webley en la cadera. Los soviéticos no se la habían devuelto y echaba de menos la pesada arma. En el aeropuerto de Bender-Sha decidió desembarazarse de la vieja funda, ahora vacía, que colgaba de su costado, aquel estuche reglamentario que había recibido once años antes, cuando sólo era un teniente de poca monta agregado al servicio del MI6 en Calcuta.

– ¿Qué hacemos ahora? ¿De verdad vamos a poner en práctica el plan de esa vieja chalada?

– Madame de Réault no está en plena forma, eso es evidente -dijo Tewp encogiéndose de hombros-, pero ésa no es razón para faltarle al respeto ni denigrarla.

Monti gruñó; después, para disimular su incomodidad, sugirió que enviaran el informe de su expedición a lord Bentham.

– Siempre he confiado en el buen criterio de Bentham -afirmó-. Y, después de todo, él es quien firma los cheques, ¿no?

El aeródromo disponía de un solo teléfono, e incluso éste funcionaba mal. Necesitaron más de una hora para comunicarse con las oficinas de la agencia Xander en Londres. Su interlocutor les informó de la muerte del aristócrata, asesinado dos días atrás por un desconocido que lo había degollado y había huido sin llevarse nada.

– El deceso de nuestro cliente pone fin, en consecuencia, a la relación que nos unía a él -anunció el empleado con voz de autómata-. Los poderes de los que disponíamos sobre la cuenta bancaria asignada a su cometido han caducado. Todos los gastos que realicen a partir de ahora quedan a cargo de ustedes. Buena suerte, señores.

Cuando colgó, Tewp estaba pálido, los labios sin color.

– ¿Quién cree que ha dado el golpe? ¿Gärensen? -preguntó Monti.

– ¿Quién si no? -respondió Tewp, trastornado ante la idea de tener que admitir la traición del noruego-. Pero ¿por qué?

– Esto significa que estamos solos usted y yo, coronel. Bentham descansa a seis palmos bajo tierra. Nuwas es un débil mental que no nos sirve para nada. Gärensen al parecer se ha pasado al enemigo, y prefiero abstenerme de comentar las ideas incubadas en el cerebro de madame de Réault.

– Olvida usted nuestro último problema: Dalibor Galjero debe de estar ya tras nuestra pista. Enfrentarnos a un brujo como él, un hombre con ciento y pico de años de experiencia como asesino y torturador, no nos deja la menor oportunidad. Míreme a la cara, senador: ¿quiere abandonar?

– Claro que no, coronel. Ahora menos que nunca…

– Entonces, ¿por qué no intentamos llevar a cabo la idea de madame Garance? ¿Qué podemos perder?

Monti se balanceó, se frotó las cejas mojadas de sudor, metió las manos en los bolsillos, pateó una piedra con la punta del zapato y dijo:

– ¡Maldita brujería!

Tewp lo había entendido. Aquélla era su manera de decir que estaba de acuerdo.

David Tewp dormitaba a la sombra de los castaños del Bósforo. Tendido en la hierba, dejaba ir y venir sobre la piel desnuda de sus antebrazos una colonia de hormigas sin espantarla. Las cosquillas que le provocaban no perturbaban su estado de ensoñación. Bien al contrario, esa sensación anodina le confortaba, le producía un placer doméstico e infantil que secretamente le deleitaba. Una sonrisa de beatitud flotaba en sus labios. Monti, que se había acercado, sofocó una risa al verlo.

Tewp se incorporó al instante. Confuso, a punto de ruborizarse, se puso en pie, se sacudió el polvo y se bajó las mangas, descuidadamente arremangadas hasta el codo.

– Lamento haberle despertado -se excusó Monti-. Madame de Réault quiere hablar con nosotros. Creo que por fin tiene algo…

Tewp se anudó rápidamente el cordón de un zapato que se había soltado, siguió a Lewis y entró con él en la casa de fachada adornada con una viña virgen de ramas secas.

Habían transcurrido tres días desde su regreso a Turquía. Tres días de espera para ellos y de extrañas transacciones para Garance. Los dos hombres arrastraron sendos sillones y se instalaron frente a ella. La francesa parecía extenuada. Hablaba apenas con un hilillo de voz.

– Señores, ahora lo sé: por desgracia, soy incapaz de realizar lo que les prometí en el camino de Bender-Sha.

Tewp se encogió en su asiento y Monti exhaló un suspiro de decepción.

– Nunca creí que pudiera usted devolverle la razón a Nuwas simplemente recitando mantras -dijo este último-. Por más que pasara usted tres noches en el Tíbet cuando tenía veinte años, carece de ese poder.

– Pasé casi un cuarto de siglo en el Tíbet, senador -corrigió con calma Garance-. Y muchos años también en lugares de los que usted ignora hasta la existencia. Lo que yo he visto y lo que he hecho no le entraría en su maldita sesera sin hacerla estallar. Así que confíe en mí, Lewis, porque lo que no puedo hacer de una manera, puedo lograrlo en otras condiciones…

– Explíquese.

– Durante tres días y tres noches me he dedicado a curar a Nuwas empleando los métodos que había visto usar infinidad de veces a un chamán del altiplano para devolver la razón a locos e histéricos. Eso fue entre 1921 y 1924 o 1925, los detalles son irrelevantes. Sea como fuere, no se trata de una tarea sencilla aplicada a un ser vivo, y no tengo los recursos ni el tiempo de continuar por ese camino…

– ¿Y entonces? -la apremió Tewp.

– Señores, el espíritu de Nuwas está perdido para su cuerpo vivo. No lo estaría, en cambio, si su cuerpo estuviera muerto.

– ¿Está hablando de espiritismo, señora?

– Sí, senador Monti, lo ha adivinado. El espíritu de un muerto es una fuerza pura, libre de las taras y las manchas que hayan podido alterarlo durante la encarnación. De este modo, es una materia altamente maleable y mucho más cooperativa de lo que se cree.

– Lo malo es que Nuwas está vivo -objetó Tewp-. No podemos esperar hasta que muera.

– Cierto -admitió Garance-, cierto…

Dirigió una mirada llena de sobreentendidos a sus interlocutores. La atmósfera de la estancia se cargó de pronto.

En el inmenso edificio adquirido por Dalibor Galjero en la época en que comerciaba por cuenta de su amigo Attar resonaban los tímidos crujidos de una hoguera que se extinguía en el atrio. Cuatro siluetas velaban en el corazón de la noche. Cuatro personas fatigadas tras haber pasado horas de conversación agitada, nerviosas y disgustadas después de haberse lanzado acusaciones en vano las unas a las otras. Alisándose los cabellos hacia atrás con un gesto mecánico cien veces repetido, David Tewp se negaba a ceder. Frente a él, Monti bullía en una cólera contenida, sin comprender por qué el inglés se mostraba de repente tan escrupuloso. En un último intento, decidió volver a la carga.