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– ¿Qué tenemos que perder, Tewp? ¿Qué otra opción nos queda? Nuwas es un viejo totalmente inútil. El peso de su cuerpo le estorba. Sus pensamientos son más confusos que los de un recién nacido. Y además, piense en el monstruo que ha sido. Es un torturador, un asesino que ha formado a generaciones de brujos y degenerados tan culpables como él. Cualquier jurado lo condenaría a muerte sin dudarlo un momento.

El inglés apretó las mandíbulas y cerró los ojos. Con los codos apoyados en las rodillas, dejó caer la cabeza hacia el suelo como si fuera un pesado fardo.

– No podemos cometer un asesinato, Monti -contestó-. Ni siquiera en nombre de nuestra causa. Me niego a que ejecutemos a Nuwas. Estoy seguro de que existe otra solución.

– ¡No! Y usted lo sabe. La propia madame de Réault se lo ha asegurado. ¿Cree usted que ella habría propuesto esta salida si hubiera habido elección?

Tewp miró a Réault como para suplicarle que acudiera en su ayuda, pero la francesa permaneció muda. Entonces, por primera vez, Tewp le dirigió una mirada hostil.

– Hemos agotado todos nuestros recursos entre los vivos, David. Ya sólo los muertos pueden ayudarnos.

– No asesinaremos a Nuwas -contestó Tewp con dureza-. Me opongo con todas mis fuerzas.

– Entonces los Galjero serán nuestros verdugos. Si eso es lo que quiere, coronel, no puedo oponerme. Para mí, a decir verdad, eso no cambia gran cosa; mi vida se acaba. Para usted, en cambio, su negativa equivale a una rendición en toda regla. Y piénselo bien: no son solamente nuestras vidas las que están en juego. Si usted abandona, estará sellando el destino de las futuras víctimas de los Galjero.

Tewp se encogió de hombros. Se hundió en su sillón y cruzó los brazos sobre el pecho como un colegial obstinado.

– ¿Es su última palabra, Tewp? -inquirió Monti con voz muy suave.

– Mataremos a Dalibor y a Laüme Galjero y sólo a ellos -confirmó el coronel-. Para mí, el fin nunca ha justificado los medios. Nuestros actos nos definen, senador Monti. ¡No mataremos a Nuwas a sangre fría!

– Entonces, no hay más que decir -suspiró Monti mientras se levantaba despacio para ir a remover las brasas.

Su mano asió el atizador y su cuerpo fornido se inclinó sobre el hogar. En un silencio absoluto, removió las cenizas, levantó un tronco hundido y, en un movimiento brusco, abatió la barra de metal sobre la frente de David Tewp. Desvanecido, el inglés se derrumbó en el sillón con un hilillo de sangre deslizándose por su rostro. Lemona soltó una sorda exclamación de sorpresa mientras Monti dejaba caer el atizador al suelo para verificar el impacto del golpe. Inclinado sobre el oficial británico, soltó un juramento. Más violento y menos preciso de lo que había deseado, su golpe acababa de romper la delicada prótesis nasal del inglés, que se había dislocado en minúsculas astillas de marfil y coral. Madame de Réault se inclinó sobre su amigo y limpió y vendó la herida lo mejor que pudo. Lemona y Monti lo instalaron en un canapé de otra habitación y le ataron firmemente muñecas y tobillos antes de reunirse con Garance. Turbada por la escena, la vieja dama intentaba no obstante mantener un semblante impasible.

– Lamento que las cosas hayan tomado este cariz -reconoció Monti-. Pero permitir que la buena educación y la moral encorsetada del coronel Tewp contraríen nuestros objetivos es un lujo que no puedo permitirme.

– Siento un grandísimo afecto por David, senador. Con el tiempo se ha convertido en un hijo para mí. Pero eso no me impide aprobar por completo su acción. Los ingleses son gentes a las que a veces hay que manejar a martillazos.

Sin saber si Garance hablaba en serio o sólo pretendía complacerle, Monti torció los labios a modo de respuesta. Se acercó a una ventana para observar el exterior. Pero la noche aún era demasiado profunda para que sus ojos distinguieran formas ni luces.

– ¿Cuándo debemos proceder? -preguntó sin darse la vuelta.

– Ahora, desde luego. Y sin pensarlo, por favor.

Como hombre de acción consumado, Lemona sabía lo que había que hacer. Sin siquiera esperar la orden del don, cogió una lámpara de una consola, arrancó el cable eléctrico y enrolló los extremos del mismo en sus manos. Subió al piso donde Nuwas estaba encerrado y regresó unos instantes más tarde, con las sienes enrojecidas y las mejillas relucientes de sudor.

– Se acabó, don -anunció simplemente.

Monti entró en la pieza y levantó el cuerpo magro de Nuwas.

– Y ahora ¿qué hacemos? -le preguntó a Garance.

– Enterrarlo. Después nos ocuparemos del coronel Tewp. Yo voy a descansar. Tengo que esperar hasta la noche para ponerme al trabajo.

Las primeras luces del día ya habían hecho su aparición cuando Monti y Lemona cavaron la tierra entre dos grandes árboles y sepultaron sin ceremonias los restos de Nuwas, envueltos en una sábana. Madame de Réault ya se había dormido, con el corazón oprimido por haber traicionado la confianza de Tewp. El inglés recobró el conocimiento en la antecámara donde lo habían trasladado. La herida aún sangraba a pesar de la venda apretada. Monti se acuclilló a su lado.

– Nuwas está muerto. Espero que madame de Réault pueda sonsacarle algo a su espectro. Lamento haber empleado medidas drásticas con usted. Sé que no cambia nada, pero le presento mis más sinceras excusas.

La barra de hierro había abierto la herida de la nariz de Twep y le hacía sufrir terriblemente, más que la de la frente. Luchando contra el dolor que irradiaba su cráneo, consiguió articular algunas frases.

– ¡Está usted loco, Monti! De nada le servirá haber asesinado a Nuwas.

– Quizá. Pero ahora no tenemos otra elección que dejar obrar a madame de Réault. ¿Se queda con nosotros, coronel, o prefiere desertar?

– Me quedo, desde luego.

Monti abrió su navaja de bolsillo y cortó las ataduras de Tewp. Éste se incorporó y agitó los brazos para apartar a Lemona, que pretendía hacer el papel de enfermero. En la pared había un gran espejo picado. Tewp se acercó y contempló largo rato su reflejo a la luz de la mañana. La refinada prótesis que había fabricado el artesano de Jerusalén Zimeón Sternberg no ocultaba ya su nariz amputada. En su lugar, como antes, tendría que llevar una horrible funda de cuero para ocultar su fealdad. Por un instante pensó en Perry Maresfield y en el pequeño Dennis. Este pensamiento le partió el corazón. Terminó él solo de limpiar sus heridas y se tendió para intentar dormir. Pero tenía las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido.

Matar a un hombre le había abierto el apetito a Bubble Lemona. Como encontró los estantes desprovistos de provisiones frescas, decidió ir a buscar un mínimo de revituallamiento. Compró en el mercado legumbres, tabaco, café y analgésicos. A su regreso, volvió a marcharse sin informarle a Monti adonde iba y, dos horas más tarde, depositó ante el don cuatro automáticas en buen estado y seis cajas de cartuchos. Monti desmontó su arma, la engrasó y la deslizó en su cintura. Bubble lo imitó y después se ocupó de la limpieza de las pistolas destinadas al coronel Tewp y a Garance. Por último, se concedió un tiempo para echar una breve siesta antes de encerrarse en las profundidades de la cocina para cortar tomates y cebollas.

Con un cigarrillo en los labios, Monti llamó a la puerta del inglés, pero éste no respondió. Entró sin hacer ruido en la pieza sumida en la penumbra y vio una forma acurrucada encima de la cama; el oficial parecía dormir. El americano depositó el arma encima de una cómoda, de forma que quedase bien a la vista, y se fue. Con las manos en los bolsillos, fumando cigarrillo tras cigarrillo, vagó durante un tiempo indefinido por el edificio. En la primera planta, la habitación de Laüme se encontraba aún en el estado en el que Gärensen la había dejado, con ropa tirada sobre la cama, cajones abiertos sin orden ni concierto, objetos de tocador esparcidos por el suelo. En la base de un armario había pares de zapatos bien alineados, como soldaditos formados listos para pasar revista. Encima de un tocador, un frasco de perfume destilaba aún efluvios seductores. Monti lo acercó a su rostro pero no reconoció el olor tan particular que había percibido en la piel de su enemiga, en la trastienda, real o soñada, del cabaret Flanders. Dejó caer la botella al suelo, contra el que se rompió con un ruido seco. Se tumbó en la cama y soñó despierto durante horas, pensando en su hijo y en su esposa, y recordando su infancia en los montes bajos de Sicilia. ¿Qué otra cosa podía hacer mientras esperaba a un enemigo que no venía y que quizá no vendría nunca? Los recuerdos eran para él casi una droga: se sumergía en ellos con tanto deleite como aprensión. Eran el lugar único y terrible donde podía conversar con sus muertos…