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Garance y Monti vieron cómo la forma vaporosa de Nuwas se dilataba y se desvanecía. El silencio cayó, más denso que el de un panteón. Nadie se atrevía a hablar ni a moverse. Después, una luz se encendió de golpe.

– Espero que la aparición de su fantasma no se limite a esto -dijo Tewp haciendo su entrada.

La apariencia del coronel inglés era casi la de otro espectro hasta el punto de que cuando Lemona se atrevió a mirar, creyó que se había aparecido un nuevo espíritu. Pálido, el rostro tumefacto por el golpe recibido, los ojos de Twep le brillaban de fiebre.

– Y bien, madame -dejó escapar el oficial con una voz amarga-, ¿su sesión ha sido fructífera?

– Se lo diré cuando me haya reconfortado con un té, coronel. Estoy helada.

Se encargó a Lemona que atendiera la petición de la francesa. Cuando volvió de las cocinas con una bandeja cargada con un buen refrigerio y tazas humeantes para todos, Réault estaba hundida en un sofá. Después del primer sorbo, la vieja dama les hizo partícipes de las informaciones transmitidas en persa por Nuwas. No obstante, evitó repetir la última revelación relacionada con Monti.

– El balance no es tan malo, después de todo -aventuró Tewp tras un minuto eterno de mutismo-. Por primera vez desde que persigo a los Galjero, me parece que hemos avanzado algo.

– Una conclusión demasiado optimista, David -atemperó madame de Réault-. En realidad, no sabemos casi nada.

– ¡Falso! -replicó Tewp, cuyas facultades de raciocinio volvían a funcionar plenamente-. Tenemos pocos elementos concretos, pero nos ofrecen un punto de partida para hacer inducciones y deducciones.

– Le ruego que formule sus hipótesis.

– Según pretende Nuwas, en este mismo momento existe una alianza entre Gärensen y Laüme Galjero, ¿es exacto?

– Exacto.

– Sabemos cuál es la demanda de la Galjero: una protección.

– Exacto otra vez, pero ¿contra quién?

– ¿Contra nosotros? Es posible, pero lo dudo. ¿Contra Dalibor? Sí, es eso, no cabe duda. Percibe que sus poderes disminuyen, y su muerte será la llave de la inmortalidad para Dalibor.

– ¿Y cree que Gärensen tiene la talla necesaria para luchar contra Galjero?

– Tal vez no para soportar un enfrentamiento directo, pero tiene la inteligencia y la voluntad suficientes para evitar que Galjero la derrote. Al menos, hasta que ella recupere las fuerzas. Además, creo que el hada tiene miedo del mecanismo que ella misma ha puesto en marcha. Laüme Galjero está sujeta a los sentimientos comunes: miedo, odio, amor, orgullo, pesar… En eso no se diferencia de nosotros. En estos momentos de fragilidad, tener a un hombre a su lado la tranquiliza.

Garance lanzó un guiño a Monti. El italoamericano escuchaba sin intervenir desde el principio de la conversación. No reaccionó a la mirada de la francesa.

– Nuwas ha hablado de un precio que Gärensen quiere hacerle pagar a Laüme a cambio de su ayuda. Según usted, ¿qué es lo que desea?

Tewp se aclaró la garganta y, con un tono de incomodidad en la voz, continuó:

– Es demasiado tarde para que exija ser el padre del hijo de ella… Así que debe de tratarse de otra cosa.

– Pero ¿qué?

– Lo ignoro -reconoció Tewp con desánimo-. Pero debemos adivinarlo a toda costa. ¿No podría volver a convocar al fantasma y obligarle a decir algo más?

– No hace falta -intervino Lewis Monti-. Creo saber lo que Thörun Gärensen puede exigir de Laüme Galjero.

El rostro más bello del mundo

Era una casa negra, una casa que Thörun Gärensen nunca había visto. No se parecía a ninguna de las viviendas en las que había entrado hasta entonces. ¿Dónde estaba? No lo sabía.

El trayecto en automóvil, conducido por Maddox Green, había durado horas. Sentado junto a Preston Ware en el asiento trasero, el noruego había visto desfilar llanuras grises, monótonas, barridas por el viento; colinas sombrías, campos de trigo de espigas amarillas o maduras que brillaban bajo una luz clara. Habían atravesado paisajes rocosos y otros que recordaban las afueras de las grandes ciudades, con muchos kilómetros de tramos de autopista rectilíneos que corrían entre hileras de edificios. Tras las ventanas iluminadas de los opacos edificios, había percibido siluetas como sombras chinescas. Eran tan claras, tan precisas, que hubiera podido decir en cada ocasión a qué se dedicaban aquellas gentes: niños que jugaban en su cuarto, mujeres que preparaban la cena y hombres que leían el periódico o escuchaban la radio. Había visto a amantes abrazarse y a ancianos contar las gotas de sus medicinas. Después, todas las luces se habían apagado y el paisaje se había convertido en un océano de oscuridad, un túnel infinito, marcado solamente por el balanceo del vehículo en las curvas y el ronroneo regular del motor. Sólo hicieron una parada, en un garaje. Maddox cerró el contacto y descendió para repostar gasolina en una estación aislada que ofrecía también comidas.

– Ya no estamos muy lejos. Vamos a tomar un café para entrar en calor.

Sin discutir, Thörun siguió al hombrecillo con pinta de funcionario. Sus miembros estaban rígidos y él, congelado. En el exterior reinaba un olor de sal y yodo. A la luz de las lámparas exteriores, vio arena en el suelo y oyó la resaca del océano. Se quedó un momento a respirar el aire fresco, mientras que Ware entraba en el establecimiento.

– Beba tranquilo, señor Gärensen -dijo Ware mientras le tendía un café-. Tómeselo y después continuaremos el viaje.

Thörun sorbió el líquido caliente y regresó a su asiento. Con las manos entre los muslos para calentarlas un poco, cerró los ojos. Cuando se pusieron de nuevo en marcha, cayó en un sueño profundo, un sueño que lo transportó algunos años atrás, cuando iba como pasajero en otro automóvil, invitado de otro anfitrión: Dalibor Galjero lo conducía al Wewelsberg con el fin de prepararlo para la gran obra, según había dicho el rumano, y para iniciarlo en profundos misterios. En la cripta de la fortaleza, Gärensen había conocido la muerte iniciática. Precipitado entre la vida y la muerte, entre la lucidez y la inconsciencia, se había cruzado en el camino de la vieja Kloge, la diosa de las pruebas y los misterios. Había sobrevivido a la ordalía que ella le había impuesto, pero aquélla tan sólo había sido una falsa elevación, una falsa promesa, porque él había cruzado la gran barrera de fuego no para elevar su alma y reforzar su espíritu, sino para convertirse en un cordero digno de ser sacrificado durante un ritual de sangre.

– Despierte, Gärensen, ya hemos llegado.

Thörun abrió los ojos. Por encima de él estaba el alba, un alba gris y azul, al borde del mar, sobre las dunas. El coche estaba aparcado justo delante de una playa sembrada de charcas espejeantes, con la marea baja.

– Salga, muchacho -dijo Preston Ware-. No podemos llevarle más lejos, el coche se embarrancaría…

Thörun dejó su asiento y cerró la puerta del coche ruidosamente. Ware señaló con un dedo al horizonte.

– Es allí, en ese islote. Si se apresura, podrá llegar sin mojarse los pies. No creo que la marea suba antes de que usted alcance el terraplén. Pero no se retrase. Si el agua lo atrapa, quedará a merced de un remolino y se ahogará. ¡Vaya ahora! Corra a reunirse con ella. Sé que se muere de ganas…

Thörun dio algunos pasos hacia el mar y se detuvo. Detrás de él, Maddox Green levantó la tapa de su encendedor para hacer brillar la llama. Después de encender su cigarrillo, le gritó a Thörun:

– ¡Corre, pequeño! ¡Corre hacia la diosa! ¡No dejes pasar tu oportunidad! Nosotros no podemos hacer nada más por ella.

Green avanzó y lo empujó en dirección a la casa que Thörun veía dibujarse bajo la luz rasa, al extremo de la playa. Gärensen caminó con la cabeza gacha, despacio al principio, después cada vez más rápido. Un olor de cieno y algas flotaba a su alrededor. El golpear de sus pasos hacía salpicar el agua de las rieras y las charcas. A lo lejos vio como las olas se animaban de repente y avanzaban hacia él, por lo que tuvo que aumentar el ritmo de su carrera. Justo delante de él se alzaba una masa de rocas y arena, un reducto negro coronado por un edificio austero, con la fachada carcomida por la sal, sin atractivo ni elegancia, pero esbelto y sólido como un castillo antiguo. Thörun alcanzó sus inmediaciones cuando el agua estaba ya a punto de rodear el espolón rocoso y devolverlo a su naturaleza insular. Despellejándose las manos, trepó hasta la base de la construcción y miró a su alrededor, con el corazón latiendo desbocado. La orilla apenas era visible desde allí. Dos puntos amarillos perforaban la penumbra de la orilla; eran los faros encendidos del coche de Ware y Green. Empezó a soplar un fuerte viento que llegaba desde la lejanía, cargado de salpicaduras, portador de olores extraños de naufragios e incendios, de hierros retorcidos y cuerpos en descomposición…