Gärensen se plantó frente a la casa. Escaló los últimos metros hasta ella y se detuvo ante el umbral. El cerrojo no estaba echado. Entró. El interior aún estaba a oscuras, la luz del alba apenas penetraba a través de los postigos entreabiertos. Thörun avanzó con paso vacilante, temiendo tropezar con un mueble o dar un paso en falso a causa de algún desnivel imprevisto. Poco a poco, sus ojos se habituaron a la penumbra. Como fantasmas en un cementerio, todos los muebles estaban cubiertos con lienzos. Atravesó una primera pieza y enfiló un pasillo que conducía a una escalera. Escalón tras escalón, llegó al primer piso. El silencio era total adentro, pero desde el exterior llegaban los sonidos del viento y de las olas que se estrellaban contra la costa rocosa. La casa temblaba a cada resaca. Sólo había una puerta en el rellano, abierta. Dentro de la habitación brillaba una lamparilla anaranjada. Gärensen se detuvo en el umbral. Allí, ante él, estaba Laüme Galjero, su enemiga íntima, temible porque la odiaba y la deseaba a la vez. Vestida con un largo chal negro que ocultaba sus formas, miraba fijamente ante sí. Sus ojos, muy abiertos, brillaban febriles, y la piel de su rostro estaba blanca como el mármol. Respiraba deprisa, como un animal acosado. Su belleza, no obstante, era más firme que nunca. Sin que ella le hablase o le hiciera la menor señal, Gärensen se le acercó de buen grado. Ya no sentía angustia. ¿De qué tendría que tener miedo? Sabía que en aquel momento Laüme no deseaba su muerte. ¿Por qué, si no, le habría hecho venir a aquella casa? ¿Por qué le habría enviado a sus esbirros? Se acercó más. El hada posó por fin la mirada sobre él; su respiración pareció calmarse y sus rasgos se distendieron. Sus manos estaban posadas sobre su vientre ligeramente abombado. Él supo por instinto lo que eso significaba.
– Será un niño -anunció Laüme-. Lo sé. El me habla ya… Será orgulloso y fuerte. Te deberá mucho, Thörun, porque te he elegido a ti, no para concebirlo, pero sí para velar por él durante toda su gestación. ¿Aceptas quedarte a nuestro lado para protegernos?
Gärensen dio un paso más hacia Laüme. Sus siluetas casi se tocaban.
– Acepto -dijo el noruego, resistiendo el deseo de llevar sus labios a la boca entreabierta de la mujer.
Al fondo de un polvoriento café de Estambul, Dalibor Galjero sonreía como un niño. Llevaba horas escuchando a un desdentado narrador de cuentos improvisar las aventuras del eunuco Tarwan, un héroe cómico de tiempos de Solimán. Durante sus estancias en Constantinopla, Dalibor no dejaba nunca de disfrutar de las invenciones del viejo aedo. Había empezado a seguir la epopeya de Tarwan en 1915, un año antes de que Nuwas apareciera a la puerta de su palacio, es decir, un año antes de la muerte de Ta'qkyrin, del asesinato de Rasputín y de su regreso de Rusia. Dejó el país al borde de una guerra civil y abandonó a su maestro con la razón vacilante en una habitación de un instituto médico de Su Majestad el Zar… Habían transcurrido unos treinta años desde entonces. Treinta años durante los cuales no había hecho más que aplazar la hora del juicio exigido por Taus, el antiguo dios Paon al que debía su longevidad excepcional. Pero el instante fatal había llegado. El dios se impacientaba, y ya no había escapatoria. Taus exigiría la última oblación: la muerte de Laüme. Ese era el precio a pagar por ganar la inmortalidad definitiva e incondicional. Dalibor había buscado mil y una maneras de sustraerse a ese decreto: en las bibliotecas, las colecciones privadas, los archivos de cuatro continentes y hasta en los ficheros clasificados del Ahnenerbe. En vano. Entonces había tenido que decidirse a lo ineluctable, pues se trataba de eso o de morir, desaparecer a la manera de los demás hombres, renunciar al placer y a la alegría, no volver a sentir el frescor del alba en su rostro, no volver a contemplar las estrellas en el cielo, no volver a poner sus manos en la cintura de una muchacha…
Ahora que había encontrado la pista de Nuwas, no pensaba renunciar a aquellos dones. Sin embargo, hubo un momento en que temió fracasar. Cuando la general Grusha Alantova y Wolf Messing le comunicaron la anulación del trato que habían cerrado con él, Dalibor creyó haber perdido para siempre el medio de encontrar a su antiguo maestro. La cólera se apoderó de él. Y aunque los amenazó, no consiguió nada. Alantova y Messing lo hicieron expulsar sin tomarse la molestia de darle explicaciones. La noche de su salida forzosa de la URSS, cuando abrió su bolsa de viaje en un hotel del sector estadounidense de Berlín, descubrió un pequeño sobre oculto en la tela. Contenía una llave sencilla, una llave de consigna con el número 142 grabado y el cuño de una de las estaciones secundarias de la antigua capital del Reich. En la casilla, una simple hoja de papel mecanografiada. La nota, redactada en alfabeto latino, sólo contenía dos frases: «El 10 de este mes, Lewis Monti, David Tewp y Garance de Réault han abandonado el territorio de la Unión Soviética por la frontera de Irán. Nuwas les acompaña».
El nombre de Garance de Réault le era desconocido a Galjero, y su lectura sólo le había provocado un leve encogimiento de hombros. El de Lewis Monti, en cambio, evocaba un vago recuerdo. Laüme lo había pronunciado años atrás, cuando le contaba sus peripecias en Estados Unidos en los tiempos en que ella era agente del conde Ciano. En cuanto a David Tewp, Dalibor era, desde luego, capaz de ponerle un rostro a aquel nombre. ¡David Tewp! No había pensado en aquel hombre desde hacía al menos diez años. Lo había conocido en la India en 1936. Tewp era por aquel entonces un oficial inglés a quien el MI6 había instalado en su residencia de Shapur Street para asegurar la protección de Wallis Simpson. ¿Tewp? Un muchacho sin cultura, rígido y torpe. Lo contrario de un hombre de acción y el perfecto representante del sexo masculino británico. ¿Por qué se le había metido en la cabeza acosarle? Dalibor no podía entenderlo, sin embargo le importaba poco.
Lo único que contaba en aquel momento era reunirse con Nuwas cuanto antes. Dalibor se puso enseguida a buscar. Encontrar el rastro del pequeño grupo había sido tarea fácil. Los fugitivos habían dejado tras de sí signos evidentes, precisos y numerosos: como si desearan ser encontrados. Todos los indicios apuntaban a Constantinopla… Siguiendo el hilo de sus andanzas, Galjero había llegado a su propio palacio, donde el pequeño grupo había tenido la audacia de instalarse. Por un momento, el hechicero se reprochó el haber descuidado los rituales de mantenimiento de los genios guardianes del lugar. No había regenerado su potencial energético desde hacía mucho tiempo. Un error por su parte por que, en lugar de fortificarse, los fetiches se habían vuelto inoperantes. Pero eso sólo era un detalle. Lo importante era que él, Dalibor, reuniera sus fuerzas para enfrentarse a sus enemigos. Ésa, y no otra, fue la razón por lo que se había batido en retirada temporalmente, para prepararse de forma adecuada ante la confrontación que se avecinaba. Y por eso estaba sentado allí, en ese café de Estambul, a aquellas horas, lavando su espíritu con las rocambolescas historias imaginadas por el viejo narrador.