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Aquella velada, Dalibor no se movió de su taburete hasta la mitad de la noche. El artista acababa de concluir su capítulo en medio de risas y aplausos. Se había marchado a soñar en su lecho nuevas aventuras para sus personajes.

Cuando se apagaron las luces y una vez que los niños encargados de la limpieza hubieron echado arena sobre el embaldosado para absorber los escupitajos y los charcos de raki, Dalibor esperó en la calle a que el último de ellos pasara la escoba y saliera por fin del café. Dos horas antes del alba, nadie transitaba por las calles. Estambul estaba silenciosa. Ningún ruido de motor turbaba su quietud. Dalibor atrapó al muchacho por el cuello en el momento en que doblaba la esquina, lo mató contra un contrafuerte de piedra y lo cargó sobre sus anchos hombros. Caminó así hasta una cala desierta, lo desnudó y sacrificó al niño al dios Taus mientras le rogaba que le concediera un respiro hasta que encontrara a Laüme. Dalibor esperaba con todas sus fuerzas que el dios Paon accediera a su ruego, porque sentía más que nunca que el Tiempo estaba recuperando poco a poco sus derechos. En Rusia había descubierto en sus cabellos nuevas canas, y en sus manos habían aparecido algunas de esas manchas que marcan la piel de los viejos. Dalibor hizo uso del cadáver como otros usan una droga, para aguzar sus sentidos. Terminada su obra, tiró los despojos del niño al río, sin preocuparse siquiera de lastrarlos. No le importaba que la policía lo encontrase horas más tarde. ¿Cuántos adolescentes desaparecían cada mes en aquella ciudad gigantesca sin que nadie se inquietara por ellos? Uno más no se notaría.

Vivificado, Dalibor retomó la dirección de su palacio. Sin llevar ningún arma bajo el cinturón ni oculta en los pliegues de su ropa, franqueó la verja del parque. El alba no enrojecía aún el cielo, pero el rocío perlaba ya la hierba. Los primeros pájaros empezaban a cantar en las ramas. Dalibor vio una silueta recortarse en la entrada. La reconoció a primera vista y alargó el paso para reunirse con ella.

– Le esperaba -dijo con calma David Tewp.

El inglés ya no era el mismo hombre. Había cambiado, había cambiado mucho. Cuando Dalibor lo dejó en la India no era más que un lechuguino inexperto e influenciable, un teniente de poca monta obligado a desempeñar un papel que le superaba. Pero era evidente que David Tewp había sufrido los efectos de la guerra con todo su rigor. Había adquirido una talla, una seguridad impresionantes y, a prueba de fuego, se había endurecido hasta convertirse en un enemigo respetable. Su capacidad de dañar era, en consecuencia, mucho más alta de lo que Galjero había estimado de entrada, cuando leyó su nombre en el papel hallado en la consigna de la estación de Berlín.

– Hacía mucho que no nos veíamos, David -dijo Dalibor-. Lamento lo de su cara.

David se llevó de forma involuntaria la mano a la altura de su nariz rota. Había ocultado la herida bajo su vieja máscara de cuero, la misma que había tenido que llevar antes de su viaje a Jerusalén. En los últimos años se había acostumbrado a que nadie notara su deformidad. Le resultaba penoso oír entonar de nuevo aquella antifonía.

– Se lo debo a una de sus discípulas, Galjero -respondió Tewp conteniendo su resentimiento-. Ostara Keller me desfiguró pocas horas antes de que la mataran los niños a los que se proponía inmolar.

– Némesis -sentenció Dalibor en son de broma-. Su propia energía destructora se volvió contra ella. No me sorprende, a Keller la devoraba la ambición. Además, estaba demasiado dotada, todo era muy fácil para ella. No tuvo necesidad de curtirse como lo hemos hecho usted y yo… Porque nos parecemos, ¿verdad, David?

Tewp se guardó de contestar, y cambió de tema:

– Sé por qué está usted aquí -dijo el inglés-. Le busco desde que estábamos en la India. He pasado doce años en vano siguiendo su rastro. Pero me he cruzado con otros cazadores. Juntos hemos reconstruido su historia, y también la del espíritu Laüme… Y hemos encontrado a su antiguo maestro, Nuwas.

Dalibor sonrió; su intuición era acertada: el torpe oficialillo de Calcuta había cedido el puesto a un ser decidido y peligroso.

– Así que Nuwas se encuentra en esta casa, custodiado por sus amigos, supongo.

– No. Estoy solo. En cuanto a Nuwas, estaba extenuado, al límite de sus fuerzas cuando los soviéticos nos lo entregaron. Por desgracia, su vida se extinguió aquí mismo, hace unos días. Lo enterramos en el parque.

Dalibor palideció ante el anuncio de la noticia.

– ¿Nuwas ha muerto? -preguntó como si no pudiera creerlo.

– Nuwas ya no está -confirmó Tewp-. Pero no se fue sin haber hablado antes de morir. Ahora soy depositario de sus últimos secretos.

– ¿Así que usted, David, es quien me ayudará a cumplir por fin mi destino?

– Soy yo.

– ¿Y qué quiere a cambio?

– Un poco de su poder. Sólo una parcela de su fuerza.

El rumano pareció sorprendido; pero en lugar de sondear las motivaciones de Tewp, preguntó:

– ¿Dónde están ahora sus amigos? ¿Ese Lewis Monti y esa Garance de Réault con los que se ha aliado?

– No entendieron las confesiones de Nuwas. Hablo un poco de ruso, y ellos no. Les he hecho creer que la muerte de Nuwas nos ha conducido a un callejón sin salida, y he fingido que quería abandonar. Se han ido en busca de otra manera de dar con usted. No tiene nada que temer de ellos…

– ¿A partir de ahora estamos usted y yo solos?

– Sí.

– ¿Puede darme una prueba de su buena fe?

– Laüme está embarazada de un hombre, Galjero. Espera un hijo. Su poder se debilita conforme avanza su embarazo. Conozco el momento exacto en que se produjo la concepción y, por lo tanto, la fecha prevista para el alumbramiento. Además, sé adonde irá muy pronto para realizar un acto que sólo ella puede llevar a cabo.

– ¿Qué acto?

– El pago de un servicio. Thörun Gärensen la acompaña ahora. Reemplaza a las criaturas de las que se rodeaba el hada y que en este momento la abandonan poco a poco, a causa de su metamorfosis.

– ¡Laüme ha iniciado su caída hacia la humanidad! ¡Así que usted lo sabe, Tewp! -exclamó Dalibor en un tono admirativo-. ¿Y quién es el padre del pequeño bastardo?

– Desconozco ese dato. ¿Es importante para usted?

Dalibor contempló los árboles en silencio. Por encima de las copas, la aurora desleía la opacidad de la noche con grandes franjas rosas.

– No -dijo por fin-. Sólo es una información secundaria. ¿Cuánto habrá que esperar antes de actuar?

– El acoplamiento data de hace veinte semanas. Por desgracia, tendremos que aguardar hasta el término…

– ¡Cuatro meses aún!

– Si quiere dar el golpe con seguridad, sí. Cuanto más pronto se arriesgue, más fuerte estará Laüme.

– Lo sé -cortó bruscamente Galjero-. Bien, querido David, ¿por qué no empleamos ese tiempo en recompensarle por sus esfuerzos? ¿Por dónde quiere que empecemos su aprendizaje?

Para Thörun Gärensen, la prueba resultaba más difícil cada día. Cada hora que pasaba, la tensión que necesitaba para conservar su fuerza de espíritu era más dolorosa. Laüme le susurraba palabras de amor, pero él sabía que eso no era más que perfidia. Ella le ofrecía sus caricias y hasta su cuerpo, pero -él también lo sabía- era una trampa, un modo de atarlo a ella, de dominarlo antes de ahogarlo y devorarlo como una mantis. Aunque Gärensen no había escuchado las confesiones de Dalibor Galjero registradas por la general Alantova, había leído sus confidencias en el epyllion del palacio de Estambul y conocía las perversidades de Laüme. Lo sabía todo de su verdadera naturaleza, de su historia y, sobre todo, de su poder de devolver la vida a los muertos…