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Desde que Preston Ware y Maddox Green lo habían conducido a la isla, como un último deber hacia una ama a la que no querían servir más, Thörun cuidaba de Laüme como si fuera una cierva herida encontrada en el bosque. La alimentaba con las provisiones acumuladas en las cocinas. Velaba a su lado cuando ella no podía dormir. La ayudaba a asearse y perfumaba su cuerpo con esencias exquisitas… El hada parecía más débil cada día que pasaba. La vida que crecía en su interior la consumía. La extraordinaria modificación de su fisiología obraba en ella una labor de destrucción. Ella la sentía en lo más profundo de su ser, y eso la aterrorizaba. Cuando se miraba en el espejo de cuerpo entero, contemplaba con horror como su tez se estropeaba, sus ojos perdían el brillo, su figura se hacía más pesada.

– ¿Por qué no quieres tomarme? -le preguntaba a Thörun con voz inquieta-. Tómame mientras mi belleza no se haya extinguido del todo. No sé cuánto tardará en volver a mí después del alumbramiento…

Pero Thörun permanecía insensible a esas insinuaciones. El recuerdo de haber tenido a Laüme en sus brazos en otro tiempo, de haber gozado de ella, seguía intacto en él; habría podido conocer de nuevo la embriaguez incomparable que ella le había dado, pero él quería otra cosa, aunque todavía no había formulado su demanda y Laüme no la adivinaba.

– ¿Qué quieres, Thörun? -preguntaba ella sin cesar-. Rehúsas lo que te ofrezco. Rechazas mi cuerpo, mi amor. Nadie ha tenido tu fuerza ni tu voluntad. ¿Qué quieres de mí si no es eso?

– Cuando esté a punto de dar a luz -confesó él por fin un día-, la sacaré de esta isla. Vendrá conmigo, e irá a buscar entre las sombras el espíritu de un difunto para que reviva. Eso es lo que exijo para seguir cuidando de usted y no entregarla a Dalibor.

David Tewp estaba agotado. Hacía demasiado tiempo que representaba la comedia de la sumisión ante Dalibor Galjero y, pese a la buena voluntad que mostraba, sus nervios estaban siendo sometidos a una dura prueba. Para empezar, tenía que fingir interés por unas materias que le repugnaban lo indecible: guardaba un recuerdo espeluznante del hechizo del que él mismo había sido víctima en la India; después, las horribles muertes de su ordenanza, Habid Swamy, y del pequeño Khamurjee no habían hecho sino reforzar su repulsión por lo sobrenatural. Pero además, las enseñanzas del rumano, experto en los sacramentos más innobles de la brujería, sobrepasaban en horror todo lo que había leído sobre ocultismo en la biblioteca de la Sociedad de Estudios Asiáticos de Calcuta, en la época en que se documentaba para perseguir mejor a los Galjero. Tewp, tan proclive a la moralidad, tan probo por naturaleza, debía simular un asentimiento total ante unas técnicas y unos principios que iban a contracorriente de su concepción del bien y del mal. Detestaba lo confuso, lo aproximativo, lo cambiante y lo relativo, y ahora resultaba que tenía que desenvolverse en el seno de disciplinas en las que ningún hito delimitaba lo razonable de lo demencial, lo benéfico de lo criminal, lo decoroso de lo condenable. Aunque eso le enfermaba, aún no era sino una ligera contrariedad, porque por el momento sólo habían cultivado el terreno de las teorías y axiomas generales. Aún no habían abordado la práctica. Tewp temía por encima de todo que llegara el instante en el que Galjero juzgara necesario pasar a las aplicaciones concretas. ¿Cuánto tiempo podría evitar que su mentor cometiera algún crimen para activar los principios de los que le hablaba sin cesar? ¿Qué ardid podría emplear Twep para impedírselo? Aún no lo sabía…

Fuera, una nueva tempestad se abatía sobre la isla de la casa negra. Thörun, sin embargo, no percibía el estrépito de las olas y el viento, sumido como estaba en un sueño intenso en el que reinaba Laüme. En el salón de gala del hotel Edén, iluminada por inmensas vidrieras de colores, el hada le sonreía. Su figura esbelta y aérea, lejos de parecerse a la de una parturienta, iba vestida con un Fortuny con estrechas franjas que realzaban un hondo escote y apenas velaban el orbe de los senos. Amplias aberturas mostraban sus largas y torneadas piernas hasta las caderas. Encima de su nuca llevaba un penacho negro sobre un triángulo de nácar. En sus labios púrpuras y brillantes había una sonrisa venenosa. Tendía la mano hacia él, invitándolo a reunirse con ella… Thörun quería resistirse, pero la tentación era demasiado fuerte, la belleza de Laüme corroía sus resoluciones más firmes. Sólo tenía un deseo: tenerla entre sus brazos, poseerla, embriagarse de su risa y de sus gritos de placer. El avanzaba pero, a cada paso, perdía fuerza y vigor. Sus piernas se doblaron, cayó, intentó levantarse y fue incapaz. Se arrastró retorciéndose como una lombriz para alcanzar al hada, que se burlaba: inclinada hacia él, retrocedía unos pasos tan pronto como él lograba avanzar unos centímetros…

Este suplicio se prolongó hasta que Thörun se despertó sobresaltado, con el cuerpo empapado en sudor. Su corazón latía tan deprisa que creyó que iba a desmayarse. Respirando a grandes bocanadas, se levantó y se precipitó en la habitación donde reposaba Laüme. Dormía con un sueño apacible. Su respiración era lenta y tranquila como la de un niño. La contempló largo tiempo a la luz de los relámpagos que rasgaban el cielo. Aunque no tan deslumbrante, tan tentadora como en su sueño, conservaba intacto todo su poder de fascinación. ¿Cuántos hombres se habían condenado por una sola de sus miradas? Thörun sintió que lo invadía un deseo loco, lo cual le hizo montar en cólera. Ese deseo era la gran debilidad del noruego, una debilidad que ya no podía soportar más. Lanzó con violencia un puño contra el espejo del dormitorio, tomó con la mano desnuda un trozo puntiagudo e, indiferente a los gritos del hada, cortó con grandes cortes escarlata los rasgos del rostro más bello del mundo.

La carga de Orfeo

Sólo con poner los ojos en las dos estatuillas alineadas frente a él, David Tewp sentía que se le revolvía el estómago. En apariencia, las figuras no presentaban ninguna particularidad. Pero eran efigies que el brujo Galjero había creado para el coronel.

– He aguardado para darle una sorpresa, Tewp -anunció Dalibor-. Las dos son para usted. Ya le enseñaré a fabricarlas, pero me he tomado la libertad de dotarle cuanto antes de estas auxiliares. Estimularán su fe en las artes mágicas, si es que todavía fuera necesario.

– ¿A qué tipo de usos están destinadas? -preguntó el inglés con voz átona.

– Una es un fetiche de plata que le servirá para encontrar tesoros. Yo mismo tuve uno durante mucho tiempo. Muy eficaz para establecer los fundamentos de su futura fortuna.

– ¿Y el otro?

– El segundo… -dudó Galjero-. El segundo le será muy útil, especialmente con su cara… Este…

– ¿Este…? -repitió el inglés con aire de desafío.

– Este voult suscita la simpatía inmediata del sexo opuesto, querido David. Y creo que no voy errado si digo que ése es un don que usted tiene poco desarrollado, ¿no es así? Incluso antes de…

Dalibor dejó la frase inacabada.

– ¿Incluso antes de que su alumna Keller me mutilara, quiere decir?

– Digamos que es una manera de compensarle por lo que le he hecho. Se lo debo, después de todo.

A continuación Galjero le enseñó a Tewp cómo activar los fetiches y lo envió fuera para que experimentara su eficacia. En un principio Tewp se había negado a obedecer, después había ido a caminar por el Cuerno de Oro, más por respirar otros aires que por entregarse a los ejercicios recomendados por el brujo. Apenas había recorrido cien yardas cuando sus ojos se posaron en un portafolios tirado en el suelo. Lo recogió. En su interior encontró unos documentos de identidad y tres mil libras esterlinas en billetes de banco. En lugar de conservar su hallazgo, entró en la oficina de correos más cercana, compró un sobre grande y garabateó la dirección del descuidado propietario. Dejó el paquete en el buzón destinado al correo internacional y salió con el sentimiento gratificante del deber cumplido.